EL MISTERIO DE LAS CUATRO NAVIDADES – diciembre 1962
Pregón de Navidad. Asilo de San Rafael – Madrid, 23 de diciembre de 1.962
Habla Tertuliano de las debilidades de Dios porque siendo Dios infinito y poderoso ha querido valerse de símbolos e instrumentos humildes tomados de la creación para llevar a término la tarea redentora: el agua y el aceite, el pan y el vino, el fuego, la cera y la sal.
Pero la más suprema y conmovedora debilidad de Dios en el ejercicio de la tarea de redimir a la humanidad y de recrearlo todo en el amor, fue sin duda, la pobreza, enmarcada entre los dos momentos decisivos de su caminar en el tiempo: el de su muerte en el calvario, sobre la cruz, donde proclama su total desasimiento y su infinito vacío, al decir: «¡Padre! ¿Por qué me has abandonado?»; y en el de su nacimiento en un pueblecillo de Palestina, en Belén de Judá, entre el vaho de dos animales y la admiración sobrecogida de una pareja virginal que no había encontrado acomodo en el mesón y tuvo que alojarse en el establo.
Hoy nos hemos reunido aquí para conmemorar este Nacimiento de Dios en la pobreza, para recorrer, si cabe, el Nacimiento de figurillas de barro, casas de cartón, montes artificiales y luminarias, que encienden los conmutadores ocultos debajo de las bambalinas, el itinerario litúrgico de la Navidad, para acércanos, como los pastores, hasta el establo y hallar, como entonces, cuando ocurrió el acontecimiento, a María, a José y al Niño reclinado en el pesebre.
La escena, de por sí, encierra tan honda emoción, dice tanto a la ternura del alma y de los sentidos, que sobrecoge el temor de quedarnos en lo puramente epidérmico y sensible, sin penetrar en la hondura del misterio que se nos ofrece, sin calar en las dimensiones del misterio de Cristo, de que Pablo nos habla con su lenguaje arrebatado y apostólico.
Que hay algo trascendente en aquel nacimiento en la pobreza, nos lo insinúa ya la Epifanía de la luz «Claritas Dei”, la claridad de Dios, envuelve a los pastores a los que el Ángel anuncia el nacimiento. «Vidimus stellam eius», afirman los Magos para explicar su famoso viaje. «Lux in tenebris lucet», nos dice San Juan. La luz resplandece en medio de las tinieblas.
Esta Epifanía de la luz en medio de la oscuridad es la manifestación de que la Vida identificada con la luz de los hombres, se encuentra ya entre los hombres, y de que la Vida que ha de vencer a la muerte y al pecado que la produce, está en el pesebre, aun cuando parezca mentira, bajo el signo de la debilidad y de la pobreza. En la noche pascual, al encenderse el cirio, el oficiante nos habla del «Lumen Cristi», de la luz de Cristo que ha triunfado de la muerte, resucitando, y resucitando a los hombres en la esperanza teologal ahora, y en la definitiva y gloriosa transformación de la carne cuando llegue el final de la historia y la plenitud consumada del tiempo.
Bajo esa luz, que permanece, nos vamos a asomar al Misterio; al misterio escondido desde los siglos y generaciones, y que ahora ha sido revelado (I, 26) para vislumbrar en él cuatro motivos o aspectos diferentes, para pinzar y exponer a nuestro examen, lo que me atrevo a llamar contemplaciones del Nacimiento del Señor, o misterio de las cuatro navidades, a saber: el nacimiento de Dios, como Cristo, en la carne; el nacimiento de Dios, como Hijo, en la eternidad; el nacimiento de Dios, por la gracia, en los hombres; y el nacimiento del Cristo total, alumbrado con su estatura perfecta, cuando el Cristo personal vuelva a recoger su obra para presentarla a su Padre y para conducirla a la Nueva Jerusalén.
I
Del nacimiento de Dios, como Cristo en la carne
El primer nacimiento que vamos a contemplar es el del Verbo encarnado al que llamamos Cristo.
En los días genesiacos, el Espíritu de Dios, el soplo vivificante, planeó sobre la nada para la obra de la creación. De las tinieblas salió 1a luz, y de lo inerte la vida. Era todo como una corriente que fluía con suavidad a su destino, como un agua trasparente que discurría reproduciendo y recordando el rostro del Creador. Hubo un instante en que esa corriente quedó detenida, en que el manantial fue cegado por un tapón de escoria y en que el desagüe, al descender el caudal, quedó inoperante y muy por lo alto del nivel. El río majestuoso y limpio de la creación se hizo charca pestilente y oscura.
Desde adentro, los pasos de Dios se oían lejanos, como un susurro, y también como una promesa, porque el Señor había pensado que en una mujer comenzaría la derrota del misterio de la iniquidad, por el misterio de la sabiduría.
Isaías, como nadie, anunció el nacimiento. «He aquí que una Virgen concebirá y dará a luz un hijo. Saldrá un renuevo del tronco de Jesé y de sus raíces se elevará una flor y reposará sobre Él el Espíritu… y con el aliento de sus labios dará muerte al impío».
Dios, en efecto, entra en la Historia. Aquel susurro lejano de su voz trasmitida por su obra y por los profetas, se convierte en una Visita. Dios en persona vendrá, había dicho el mismo Isaías, y las palabras llenas de simbolismo y de espera, a través de las cuales, como recuerda San Pablo, Dios, en otro tiempo y en diferentes ocasiones nos había hablado, se convierten ahora en la presencia de Dios mismo, que se dirige a los hombres con su propia palabra, por medio de su Hijo.
«Verbum caro factum est, et habitabit in nobis», escribe San Juan. Había sucedido en Nazaret, durante la jornada de la Anunciación; porque si, con frase de San Pablo, (Rom. I), Cristo nació según la carne del linaje de David, María, como narra San Mateo (I) había concebido en su seno del Espíritu Santo.
Aquel soplo de Dios, que planeando sobre la nada fue haciendo y amplificando la creación, vino de nuevo para recrearla. Fue algo así como arrancar de la fuente el tapón de porquería para que fluyera de nuevo el agua purísima del manantial, como inyectar en los tejidos enfermos una sangre nueva y sana o un germen de vida que destruyera los virus malsanos de la enfermedad y de la muerte.
El Espíritu Santo, principio de la Creación, en el tiempo del Mesías, es el principio de la renovación; y como entonces, ahora aparece de nuevo fecundando a María y cubriéndola con su sombra.
«Puer natus est nobis” (Isaías IX, 6). Sucedió en Belén de Judá. Pero en ese niño que nos ha nacido tenemos a Dios porque «in ipso inhabitat omnis plenitudo divinitatis corporaliter», dice San Pablo en la epístola a los Colosenses. (II, 9) Ese Niño, Cristo, es la imagen visible del Dios invisible, la revelación del Padre, el Sacramento en el cual palpamos la divina paternidad, pues como Él nos diría en su vida pública, «el que a mí me ve, ve al Padre».
Ese Niño se llamará Jesús o Emmanuel, es decir, Dios con nosotros, pero también Mesías, que en griego quiere decir Cristo o Ungido, porque su misión consiste en redimir y redimir no es otra cosa, -acordémonos de los esclavos o de los condenados- que rescatar o liberar del peso de la abominación y de la atadura.
Pues bien, esta misión redentora, de rescate y también de renovación, no se realiza desde fuera, como se arroja en un paracaídas a la guarnición sitiada, víveres, medicinas y armamento, ni alargando piadosamente un cable desde el acantilado al buque que navega a la deriva y cruje entre el asalto de las olas, sino que se realiza desde dentro, desde el seno de la humanidad misma, porque Cristo, que es Dios, es hombre completo, perfecto y verdadero. Cristo es el hijo de María, y nos redime, no como un extranjero, sino como un hermano.
Cristo es, como hombre, el primogénito de una raíz nueva, la primicia de un pueblo y de una creación renovados. Al contemplar de cerca el pesebre, pensemos que allí están: María, la mujer anunciada en el Paraíso para restaurar lo que Eva había sumido en el pecado, y Jesús, el nuevo Adán, el descendiente prometido a los patriarcas en el que iba a cumplirse la promesa.
Frente al «non serviam» de Luzbel, con el que el misterio de la iniquidad se inicia en la creación, acariciemos con el alma el «Ecce ancilla Domini», la absoluta voluntad de servicio y obediencia de la Señora con que el misterio de la sabiduría ha comenzado.
Pero hay algo más que a veces se nos escapa al contemplar la encarnación del Verbo que ahora se nos alumbra sobre el pesebre. Si en Adán estuvimos todos como representados y en él nuestra humana naturaleza quedo viciada de origen, en María también lo estamos porque ella como ápice y síntesis de la humanidad toda, pronunció el «Fiat» libérrimo que nos trajo la salvación.
Hoy, junto al establo del nacimiento, al contemplar al Niño, fijemos en María nuestras miradas, para decirle que «Si», para unir nuestro «si» pequeño, anónimo, diluido en la inmensidad de las generaciones y de los siglos al «Fiat» mariano. Nosotros también decimos «hágase», nosotros también te ofrecemos ¡oh Señor!, la carne y la sangre de nuestra hermana María, para que tu ¡oh Espíritu Santo! la tomes y en su seno virginal formes al que ha de ser nuestro Redentor. Nosotros, ¡Señor!, en el ahora siempre de la eternidad, que pone ante tus ojos en un solo instante el curso de los tiempos, queremos decirte que en cuanto toca a nosotros te damos también nuestro «si», para que vengas y nos visites y nos salves, y te consideremos nuestro, ahí, en el establo pobre y entre animales, porque has nacido de lo nuestro, de entre nosotros, porque nos perteneces, perteneciendo a María.
Así es como nos hacemos presentes a aquel silencio que envolvía todas las cosas, a aquella noche única que entraba ya en la mitad de su carrera. Dios se hizo Niño, lo intemporal e infinito, que servía de lecho a la creación, incidió en ella visiblemente para asumirla y restaurarla. Lo eterno, entre vagidos infantiles, irrumpió en la historia, no para destruirla sino para sacralizarla y trascenderla. «Ut videam», que veamos. Señor, la grandeza de tu misterio y que la luz que alumbró la velada de los pastores se nos meta en el espíritu y nos alegre en el gozo de tu Navidad. «¡Puer natus est nohis. Venite adoremus!»
II
Del nacimiento de Dios, como Hijo, en la eternidad.
Pero este niño que una Virgen Nazarena ha dado a luz en Belén de Judá, es Dios-Hijo.
Al contemplar al niño en el pesebre, tenemos que alzarnos del nacimiento «corporaliter», de su filiación humana, temporal y terrena, a su filiación divina; y apelar a toda nuestra unción religiosa para entender de algún modo, entre las veladuras de la fe, propias del hombre «viator» y en camino, la excelencia sublime de aquel otro nacimiento de Dios, que se nos ha hecho visible, al hacer entrada en la Historia, pero que como Hijo fue y es continuamente engendrado por el Padre y permanece también fuera de la Historia.
Si Lucas y Mateo nos ofrecen la genealogía de Cristo según el linaje humano, San Juan nos adentra en la genealogía divina del Redentor y arranca su Evangelio con estas palabras: “En el principio era el Verbo; y el Verbo era Dios y estaba con Dios desde toda la eternidad”.
«Tú eres mi hijo. Yo te he engendrado hoy”, recita el Salmo (XI, 7). «He aquí a mi Hijo muy amado en el que he puesto todas mis complacencias” dice el Padre, sobre el agua el día del bautizo de Jesús en el Jordán, y sobre la cumbre, el día que Jesús se transfigura en el Monte Tabor.
El Niño que vemos en el pesebre, como Dios-Hijo, tiene una preexistencia eterna. Ha nacido y no ha nacido a la vez, aunque suene a contradictorio e insensato. No ha nacido porque en nuestro lenguaje nacer implica entrada, punto de partida, alumbramiento, y en Dios, que es eterno, no hay principio ni fin, o mejor, el fin y el principio se unen, desaparecen y huyen en una existencia sin medidas. Pero hay nacimiento porque Dios-Hijo es engendrado por Dios-Padre. En el seno de la vida trinitaria, Dios se conoce a sí mismo y ese conocimiento, Logos, que encierra su infinita sabiduría, se manifiesta personalmente en el Verbo. Sin romper la naturaleza divina, que es única, el Verbo se produce como persona independiente, siendo, según los teólogos, la palabra interna del Padre por la que expresa y se dice a si mismo lo que es; la palabra eterna y pronunciada a la que confía todo lo que hace; la revelación de sí mismo, a través de la cual habla y se comunica a las criaturas.
El Hijo es el gran obrero del Padre y si «omnia per ipsum facta sunt, et sine ipso factum est nihil», ahora “in propia venit», vino a 1o que era suyo, para continuar su obra y acometer la redención de la humanidad.
Junto al pesebre, contemplemos al Hijo, unido por naturaleza al Padre, encarnado en un Niño que no sabe hablar, que gime de frío, que duerme, que, en su mudez natural, ordinaria y sencilla, descubre al Verbo, a la palabra de Dios que nos habla en nombre del Padre un idioma sin vocablos en el silencio imponente de la fe.
III
Del nacimiento de Dios en el alma.
Pero ¿qué me dice a mí la natividad de Dios entre los hombres? ¿En qué forma afecta a mi intimidad, a mi yo intransferible y personalísimo? ¿Se trata de un acontecimiento, importante sí, pero ajeno a mi esfera propia? ¿De algo que se celebra, pero de igual modo que celebrarnos un suceso feliz para una familia o para una nación extraña?
Orígenes, con un inmenso sentido práctico, se preguntaba de que le serviría el nacimiento de Dios, la natividad de Cristo, la entrada del Verbo en la Historia, si no se cumplían en él los dones de la luz, si pasaba de largo y le resbalaba el torrente de vida sobrenatural y nueva que el Mesías trajo como único equipaje desde la eterna morada de los Cielos.
Estamos ahítos de decir que los hombres somos hijos de Dios, y los somos, en todo caso, porque somos sus criaturas. Pero también son sus criaturas los seres no humanos que nos rodean, sensibles o insensibles. No es este género de creación que se limita a dar y conservar la existencia, el que nos hace «filii Dei»; ni siquiera la vida, en cuanto vida creada. La filiación divina supone un nacimiento, y este nacimiento se produce al hacernos partícipes de la vida increada, es decir de la misma vida del Padre, que el Hijo encarnado viene a transmitirnos.
Yo soy hijo de Dios, cuando Dios ha nacido en mí, cuando he sido convertido a Cristo y en Cristo, cuando mediante aquella vinculación o cópula de que habla Santo Tomás, me he unido a Cristo y por la unión hipostática de Cristo con la divinidad circula por mi ser la vida de Dios y Dios habita personalmente en mi alma. Ahora bien, toda generación en lo humano para lo divino es un don del Espíritu Santo. El soplo de Dios, en la entrada de María, hizo brotar al Cristo, y ese mismo soplo, en el seno maternal de la Iglesia, desde la jornada de Pentecostés, engendra a cada hombre, al cristianizarlo, para la vida sobrenatural. El bautismo, a través de la materia del agua que purifica, del aceite que unge y de la sal que preserva, es un nuevo nacimiento, aquel del que Cristo hablaba a Nicodemus cuando decía: «En verdad te digo, que quien no naciere de nuevo del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de los cielos». Así es como Dios nace en los hombres y los hombres nacen para el Padre y se transforman en «filii Dei»; pero no de un modo individual y por hilo directo, sino incorporándonos a Cristo y recibiendo orgánicamente la influencia del Espíritu, que como un soplo vivificante anima a la totalidad. No se trata de un lazo jurídico ni siquiera moral, como el que nos hace miembros de una asociación o ciudadanos de una patria. Aquí hay, aparte de una ficha y de un sentimiento, una acción secreta, pero real, de un principio interno y ultimo de vida que nos conforma en la unidad. El ser completo tiene una misma respiración y un idéntico latido, un solo yo, que es Cristo, la vid, y un solo Espíritu, el Soplo Santo de Dios, que en su plenitud en él inhabita, y que llega hasta nosotros, los sarmientos. “Si no estuviereis unidos a mí, no tendréis en vosotros la vida eterna», nos dirá el Señor.
Comprendemos ahora la insistencia con que San Pablo en la Epístola primera a los corintios les interroga:»¿No sabéis acaso que sois cuerpo de Cristo, templo de Dios y que el espíritu de Dios habita en vosotros?»
El bautismo, al comunicarnos la vida divina, va dando en nosotros nacimiento a Cristo. Es como si el nacimiento de Belén se prolongara y fuera alcanzando, con el toque del agua que se difunde y vivifica a aquellos que esperan el signo de la redención; como si Dios, que ha nacido en Belén, fuese naciendo en cada uno de nosotros. Este nacimiento de Dios en nosotros no supone una encarnación, porque Dios se ha encarnado una sola vez en Cristo, el hijo de María, pero sí una incorporación a ella. Así es como, al unirnos a Cristo, Dios nace en nosotros.
La Iglesia, como madre, procede en este orden de las criaturas nuevas de que habla San Pablo (II Cor. V, 17), a darnos la vida, uniéndonos a Cristo por la fe y los sacramentos, sin contar con nosotros. De igual modo que nuestros padres no nos consultaron en el instante de la concepción para la vida humana. Es un bien tan grande el de la vida, que no requiere diálogo y los padrinos en la ignorancia de los días primeros, piden la fe para el niño apenas alumbrado.
De este modo, sellados con el Espíritu de la promesa, incorporados al Hijo, tenemos acceso al Padre. No solo estamos vestidos en Cristo, sino lavados por Él y en Él, vivificados por el soplo de Dios. Somos hijos de Dios en el Hijo que habita entre nosotros. Podemos decir «¡Abba, Padre!» porque la ley quedó abolida. No somos esclavos, ni extranjeros, ni advenedizos, sino miembros de la familia de Dios. (Gál. IV, 7 y Efe. II, 21)
Va naciendo así el Cristo completo. Sobre la piedra angular, que es Cristo, perfecto como cabeza, se van colocando los hombres, es decir, las piedras que le van completando y hacen perfecto el edificio. Ese edificio que se construye sobre Él, con los hombres, es el templo santo y 1a morada de Dios. Su crecimiento no es solo, “ad extra», en extensión, a través del espacio y del tiempo, sino «ad intra» porque en la medida que profundizamos hacia dentro, para hallarle, en esa medida el amor hace crecer a cada uno y al todo en belleza, en santidad en perfección y en estatura.
Cristo es así todo en todos (Col. III, 11). Segregados del mundo en lo que tiene de profano, nos convertimos en el pueblo de Dios, en los coherederos con Cristo de la gloria. En realidad, ya estamos en ella, porque al ser sepultados con Cristo en el agua, hemos muerto para el pecado y resucitado con Él, para la eternidad. Nuestra cabeza, y después de la resurrección, está en la Gloria, a la diestra del Padre, como arra y garantía de la nuestra.
Aquí, en el invierno de la fe, en el tiempo de la gestación, tenemos ya la Gloria, porque, con la gracia Dios ha nacido entre nosotros al hacernos participes de su vida. Esa vida de Dios, esta, claro es, en germen, pero sin variar de naturaleza, como el principio vital del árbol es el mismo que esconde con humildad la semilla que le da nacimiento, como la célula inicial de la concepción es, en síntesis, misteriosa, el hombre inspirado y célebre del mañana. Estamos en la vía, itinerantes y en camino, sin la visión de Dios ni la seguridad de alcanzarla, pero con la vida eterna en nosotros, conociendo a Dios por la fe y poseyéndole en la esperanza.
Cuesta pensarlo y creerlo así. Pero el hecho de que nos cueste no va en desdoro de su diáfana y operante realidad. Cuando cese mi voz o apaguéis vuestros receptores, os quedará un perfume suave que alejareis de un manotazo o que, sin que mováis un dedo, por sí solo, acabará por desvanecerse. Pero también nos olvidamos, después de saberlo, de que la tierra gira, el tiempo pasa y la muerte llega, sin que nuestra ignorancia haga detenerse al planeta, aniquile un segundo o paralice la muerte. No ser testigos conscientes no explica que la realidad sea otra y distinta y más importante, desde luego, a pesar de nuestra ignorancia o de nuestra inconsciencia, que la atención que nos absorbe en cada minuto de la vida.
Marchamos así, «in hac lacrimarum valle», como en una gigantesca peregrinación, en busca de la patria, tanteando, en tinieblas iluminados por la luz de la revelación y de la fe en ella, animados por la gracia que se nos da en los sacramentos. Vamos como en una convocación, que eso quiere decir «Ecclesia», al encuentro del Señor que ha de volver, animados por el «Spiritura vivificantem» que aúna y levanta el cuerpo misterioso de la Iglesia, signados con el esquema de la redención, llevando en el alma como un tesoro, el germen de la inmortalidad y del gozo indefectible.
Ahora, junto al pesebre, pidamos al Dios encarnado en el Niño, que nazca en nosotros, no con aquella encarnación única, que tuvo lugar de una vez y para siempre en Cristo, el Hijo de María, sino con aquella incorporación a su encarnación, con aquella unidad con Cristo, que nos haga una sola cosa con Él, para que se haga realidad en nosotros la oración suprema del Mesías: «Yo en ellos y Tú en mí, para que sean consumados en la unidad».
IV
Del nacimiento del Cristo total
Se atisba en la creación sacerdotal del Mesías, el nacimiento del Cristo total. Si el Cristo histórico tiene su gestación desde el Anuncio del Ángel hasta la noche de Belén, el Cristo completo tiene su gestación en el curso de los siglos.
Jesús, que pide al Padre que le glorifique en Él mismo con aquella gloria que tenía antes de que el mundo existiere, pide también para que los santos le acompañen y contemplen su gloria.
Ello sucederá en el Belén luminoso que nos aguarda. La creación entera trasformada o traspuesta a un modo de ser intemporal, como dicen los teólogos, será la cuna y el paisaje de otra Navidad, fruto de la primera, en la que estará consumada la obra de la redención.
Si entonces los ángeles son los mensajeros y los adelantados que se acercan al mundo: el ángel del Señor anunció a María; un ángel se apareció a los pastores; un ángel le indicó a José… ahora es el Cristo el que, recogiendo a los suyos, rescatándolos de la muerte y dándoles un cuerpo incorruptible, marchará hasta el Padre con la multitud de los redimidos (Salmo 109), diciendo: «¡Abrid las puertas para que entre el pueblo santificado (Isaías), para que tome posesión del Reino!”
El Niño, que iba creciendo, ha llegado a su perfección en nosotros. La iglesia, continuadora de la misión, habrá terminado su tarea histórica, la hechura del complemento de Aquel que enteramente se completa en todos sus miembros. La Iglesia, pletórica de Cristo, receptáculo completo (Efe. IV, 13) que Cristo llena y que anima el Espíritu Santo, colma su gestación y desarrollo, y el Cristo completo nace, lleno de gloria, para la vida eterna de Dios.
Un ángel, escribe San Juan en la visión del Apocalipsis, levantará su mano, y en nombre del que vive por toda la eternidad hará pública la orden: en adelante no habrá más tiempo.
Esta trasposición intemporal de lo creado se manifestará en el cielo nuevo y en la tierra nueva de que nos habla el mismo Apóstol, en la Nueva Jerusalén donde no existirán ni la muerte, ni el dolor, ni las lamentaciones, porque ello pertenece a las cosas que pasaron, sino una creación entera y renovada, libre de odiosas servidumbres, que al fin asiste a la manifestación gloriosa de los Hijos de Dios.
He aquí la morada de Dios, el rescate cósmico de Cristo, que no solo redime a los nombres, sino que restaura a la creación, que no solo pacifica las cosas del cielo, sino que también recapitula las cosas de la tierra (Éfeso I, 10). En esa morada de Dios entre los hombres, Él habitará con ellos y ellos serán su pueblo (Apocalipsis XXI, 3). La nueva Jerusalén no tendrá sol ni luna que a alumbre, pues su lumbrera es el Cordero y las naciones marcharán iluminadas por su luz.
Lo mortal absorbido por la Vida habrá debelado y puesto en derrota al misterio de la iniquidad. El misterio de la sabiduría, por el contrario, habrá alcanzado el epiceno ininterrumpido de su triunfo. Ello sucederá cuando vuelva el Señor y en su Parusía o visita lo enigmático desaparezca y cara a cara, con los ojos de la carne gloriosa, veamos a Dios. (I Cor. XIII, 12)
Ahora, mientras ese día llega, pidamos a la María del pesebre, que es la asunta, anticipo de la Parusía y del nacimiento a la gloria del Cristo total; que ruegue por nosotros para que estemos en la legión del rescate, como miembros místicos del Niño del pesebre que llevó en su seno; que Ella, que supo de 1a gestación del Cristo histórico, nos incorpore al Cristo que se está forjando en el tiempo, para que con Él nazcamos en el Belén del último día y para que seamos escogidos por el Padre.
Y pidamos a José, custodio de la Sagrada Familia, patrón de la buena muerte, de la Iglesia universal y de la oración, que nos ayude a entender estas cosas, que nos asista para ahondar en el misterio que hoy se nos ofrece. Que si no había lugar para ellos en el mesón, como dice Lucas, no suceda que tampoco encuentren lugar en nosotros, porque les cerremos el alma; que si vino a los suyos y los suyos no le recibieron, como dice San Juan, no sea que nosotros, que nos proclamamos suyos, no le recibamos tampoco con la humildad y con el amor que Él quiere que dispongamos para recibirle; que no olvidemos, en suma, que Él está con nosotros en la Eucaristía, en la Iglesia, y en los que necesitan, pobres, ricos, una mirada de caridad y una entrega generosa del corazón.
Quizá sea este lugar, Asilo de San Rafael, que tanto sabe de sufrimientos y de ternura, de dolor y de sacrificio, que tanto aguarda del amor de todos, de la largueza y misericordia de todos para que los que aquí sufren y aquí recobran la ilusión y la salud, un buen sitio para hablar del nacimiento de Dios. Porque no es la cátedra solemne lo que hoy necesitamos, donde se imparte la ciencia, porque la ciencia, dice San Pablo, hincha e infatúa y solo la caridad edifica. El problema de nuestro siglo, concluye Tomás Merton, no está en la falta de ciencia sino en la falta de amor. Y yo os aseguro que en este Asilo hay amor, aquel amor que no se recrea en la posesión egoísta y concupiscente, el «eros”, sino en el «ágape», que es el amor verdad que disfruta con la entrega y se regocija en el bien de los otros, en aquel amor que pedía Jesús en su mandato nuevo: «Amad a Dios y amaos los unos a los otros como yo os he amado».