¿QUÉ TIENE ¿QUÉ TIENE QUE VER LA NAVIDAD CONMIGO? QUE VER LA NAVIDAD CONMIGO? – Diciembre 1967
Parroquia de Santa Bárbara. Madrid, 20 diciembre 1.967 (Salón de actos del Colegio de San Antón)
Estamos en el año de la Fe. La Iglesia vive de la fe, una fe, naturalmente, vivificada por la caridad, porque una fe sin obras está muerta. Pero, ¿qué es la fe?
Cuando son «numerosos y graves los peligros que hoy la amenazan, peligros insidiosos incluso desde el interior mismo de la Iglesia, como decía con tono grave Pablo VI en el discurso de 29 de septiembre de 1.967, con ocasión de la apertura del «Synodus episcoporum», no tenemos más remedio que formularnos esta pregunta al tratar de acercarnos a los misterios de nuestra fe que el Credo formula de este modo:
«et incarnatus est de Spiritu Sancto,
ex Maria virgine,
et Homos factus est,
in remissionem peccatorum»
¡Qué cosa tan profunda y tan inefable en tan pocas palabras!
Ante los misterios de la fe que estas palabras tan breves encierran, volvemos a repetir la pregunta: ¿qué es la fe?, ¿qué nos dice la fe con relación a los misterios y a los dogmas que vamos a conmemorar y a los que se dirige el ciclo litúrgico del Adviento?
Veamos: «La fe -dice el Papa- no es fruto de una interpretación arbitraria, o puramente naturalista, de la Palabra de Dios, ni tampoco -a pesar de cuanto escribe uno de los dirigentes de nuestro apostolado seglar («Apostolado laical» nº 36, pág. 309) la expresión religiosa que nace de la opinión colectiva. La fe -asegura el Papa- es la adhesión de todo nuestro ser espiritual al mensaje maravilloso y misericordioso que nos ha sido revelado; no es sólo búsqueda, sino, ante todo, certeza; y más que fruto de nuestra diligencia investigadora, es un don misterioso que nos requiere dóciles y disponibles para el diálogo con Dios, que habla a nuestras almas atentas y confiadas.
Con esta adhesión espiritual al mensaje revelado, con esta actitud de docilidad y disponibilidad para el diálogo con Dios, vamos a hablar esta noche de los misterios de la fe que se ofrecen a la atención del alma con motivo de la Navidad.
Pero, ¿qué tiene que ver la Navidad conmigo, la entrada del Verbo en la Historia, se pasa de largo sobre mí el torrente de vida sobrenatural que el Verbo trae como equipaje de su eterna morada de los cielos? Porque la Navidad, hoy, se ha convertido en una fiesta secularizada, y tanto, que se celebra en Israel y no pasa desapercibida, por influencia de Occidente, en el Japón del sintoísmo.
Este proceso de secularización, al mismo tiempo que de universalización, de una gran fiesta sagrada, es lo que «ab initio» me interesa destacar, preguntándome y preguntando a los que hacen profesión de la fe y han recibido el sacramento de la iniciación cristiana, qué tiene que ver la Navidad con ellos, es decir, qué tiene que ver la Navidad con nosotros.
¿Es una ocasión propicia para las vacaciones invernales y para el descanso? ¿Es una invitación para el jolgorio y el desenfreno, para la libertad licenciosa alimentada por los ingresos de una paga extra que muchos reciben? ¿Es, tan sólo, una oportunidad para que las familias se reúnan, para el reencuentro y el abrazo?
Pero la Navidad, lo que realmente se conmemora, la Epifanía, la Visita, la manifestación de Dios a los hombres, hecho Hombre, ¿cuenta para algo?, ¿me afecta de algún modo?, ¿influye en mi vida?
A). – Signo conmemorativo:
– Algo que ocurrió históricamente, que en Belén, como estaba anunciado, una virgen alumbró a un niño, en un pesebre. Un ángel anunció la buena nueva a unos pastores, y los pastores que velaban el ganado acudieron a la gruta para adorarle.
– Un nacimiento, tal y como lo quería San Francisco de Asís, nos trae a la memoria este recuerdo, este signo conmemorativo.
B). – Signo profético:
– Si ahondamos un poco más, podíamos entender que la Natividad se proyecta hacia el futuro, que tiene un aspecto ultimista y escatológico, que el nacimiento del Niño anuncia y pronostica algo que ocurrirá al fin de los tiempos. Ahora aparece entre los hombres un Dios-niño, con una naturaleza humana que muere. Luego, al clausurarse la Historia, aparecerá, en la gran Visitación, en la Parusía, un Dios-hombre, resucitado y glorioso, que al consumar sus nupcias con la humanidad redimida dará comienzo a la eterna alianza.
Ambas consideraciones son interesantes, pero puede ocurrir que se queden muy lejos y me resbalen un poco. La una -signo conmemorativo- se quedó muy atrás, tiene demasiado sabor antropocéntrico e histórico y supone un esfuerzo imaginativo y hasta sentimental para retroceder y situarnos en el ambiente y en la época en que el suceso tuvo lugar. La otra -signo profético- se quedó muy hacia el futuro, tiene demasiado saber teocéntrico y atemporal y supone una inmersión apocalíptica y atemorizadora, que puede invitar a escabullirme y a huir.
Por eso, sin mengua de la consideración de la Navidad como signo conmemorativo y como signo profético, conviene para que la reunión de ambos aspectos se polarice y produzca en las almas el mayor bien espiritual, que veamos en el Nacimiento de Jesús un signo representativo, algo que se produce «hic et nunc”, aquí y ahora, para cada hombre: pastor o rey, obrero o sabio, pobre o rico. El acontecimiento, aparte de su localización temporal y espacial, hace 1.967 años, en Belén de Judá; el acontecimiento, aparte de ser anuncio y profecía de otro cuya hora desconocemos, aunque no desconocemos sus circunstancias, tiene una presencia en el hoy que vivimos y tiene algo que ver, y mucho que ver, conmigo, puesto que todo lo que encierra de conmemoración y de profecía hace relación a mí. Es como si a cada uno de nosotros -embebidos en nuestros quehaceres, en nuestras ocupaciones, amargados o desilusionados, jóvenes o viejos-, una mujer nos parase en medio del camino, una mujer adolescente, morena, con ojos transparentes de virtud y piel inmaculada, y nos dijera: «Mira, este hijo, el más bello de los hijos de los hombres, este hijo, que es el único hijo de Dios, este hijo que Dios ha engendrado en mí y yo he engendrado para los hombres, te pertenece, es tuyo, es mío y yo te lo entrego. Dios con nosotros. Dios contigo. En él se halla tu salvación».
La Navidad tiene que ver conmigo según sea mi reacción ante el ofrecimiento continuado y actual de María. Paso de largo y sin mirar, enfundado en mi abrigo, mientras cae la helada. Miro, hago una mueca de piedad, pero me alejo, murmurando: pobre chiflada. Le dejo una limosna en su mano aterida. O tomo al Hijo que me ofrece, lo pongo en mis brazos y la digo: «Gracias María», «Mater Salvatoris».
Acerquémonos con esta actitud de docilidad y disponibilidad a los misterios que la Iglesia expone a nuestra consideración:
A) Adviento: La tensión mesiánica se va a cumplir. Isaías dice: «Se os dará una señal, una virgen que concebirá y alumbrará a un hijo.” Y añade San Lucas: «esa Virgen se llama María».
La tensión mesiánica se cumplió al pie de la letra. Pero el Adviento continúa:
- María es la Madre de la Iglesia, la Iglesia es el pueblo de Dios, la humanidad redimida. María sigue gestando a su Cristo cuya humanidad crece a través de la Historia, por medio de la gracia. La gracia transmite la vida de Dios a los hombres. Cada hombre en gracia es como la vid que se une al sarmiento, como una encarnación que se extiende. María, madre espiritual de los hombres, sigue su gestación tal y como la presenta con pinceladas únicas el Apóstol San Juan en el Apocalipsis.
- María es mi madre, la mía en particular. La gracia vivificante del Espíritu Santo pasa por María, se marianiza, discurre hasta mí por Ella. En el Bautismo, al recibir la gracia santificante, o en la Confesión, cuando recobro la gracia perdida, la Madre me engendra o reengendra de nuevo, comunicándome por su intercesión y mediación la vida sobrenatural, que no tenía, o la vida sobrenatural que me faltaba.
- María, madre de la Iglesia y madre mía, sigue siendo la madre de Cristo. Por eso los mariólogos entienden que hay una presencia especial de la Señora en la Eucaristía, como sacrificio, como alimento y como presencia cuando Cristo viene al altar. María, que lo hizo presente al mundo, de alguna forma renueva su alumbramiento.
4) María es la madre de todos los hombres, incluso de aquellos que no conocen a su Hijo. Antes de que el Hijo se encarnase, María estaba con nosotros. Antes del anuncio de la buena nueva, María, también de alguna forma, se halla presente a los hombres. Habrá, y hay entre los pueblos paganos unas gracias adventicias, en función de la buena nueva, que van preparando a las almas para que Cristo pueda nacer en ellos. La teología de la misión, tal y como aparece elaborada por el Concilio Vaticano II, es una prueba de que incluso en las más extrañas religiones, donde el error anida, donde el mentiroso ha sembrado su ponzoña, hay como vestigios de la revelación primitiva y como gritos de la revelación que clama en la conciencia de cada hombre y que allanan los caminos para escuchar la revelación del que se ha revelado a los hombres, hecho hombre, en el portal de Belén.
B) Pero el Adviento desemboca como expectación en Epifanía, en manifestación. Dios ha nacido. Aquí la fe nos insta a contemplar varios misterios: el de la persona de Cristo, el de la virginidad de María, el del pecado. Veamos, pues, si la Navidad tiene o no que ver algo conmigo.
l) ¿Que Dios ha nacido? Pero, ¿acaso Dios no es eterno? Dios es uno, pero su unicidad no desaparece en sus tres personas. Yo creo en Jesucristo, en ese Dios encarnado, como Unigénito del Padre. El Unigénito del Padre ha sido engendrado, «genitum», pues de otra manera no sería Hijo. Un hijo del Padre y, sin embargo, «consubstantialem Patri» y «natura ante omnia saecula».
Estamos ante el misterio de la Trinidad. El judaísmo no llegó a precisar esta distinción. El Corán la niega. El unitarismo cristiano la desconoce. Los Testigos de Jehová, los Adventistas del séptimo día, la Ciencia cristiana y, en general, los últimos flecos de la Reforma, que no forman parte del Consejo Ecuménico de las Iglesias, arrinconan el misterio trinitario, sin el cual no tiene sentido la manifestación del Verbo.
2) Sí, Dios-Hijo se ha hecho hombre. Tomó la carne y la sangre de María. El Espíritu Santo se enamoró de la doncella y el Amor sin límites quedó prisionero de una muchacha virgen. Eli «sí” de María, el «fiat», hizo posible, luego, el “facite»; «quodqumque dixenvit vobis, facite», «dici ad eum: vinum non habent». «Factum ex muliere» (Gál. 4,4) de la estirpe de David (Romanos), según la carne, pero en él habita la plenitud de la divinidad. (Colosenses)
Problemas: ¿Tiene que ver conmigo?: a) Negación de la divinidad: arrianismo; o de la humanidad: monofisismo de Eutiques y Apolinario; b) Dios, al encarnarse, pide perdón a la humanidad por un castigo injusto: derivaciones marxistas de los cristianos: inutilidad de su nacimiento: poesía de Victoriano Crámer (no quiere que el Hijo se encarne); c) El hominismo: Dios agrega algo así haciéndose hombre, algo fundamental que le faltaba.
- Dios-Hijo se ha hecho hombre, de una Virgen: «De María Virgine», pero «semper virginis Mariae genitricis Dei». En el Confiteor «Mariae semper virgini». En el Lavado decimos: «in honorem beatae Mariae semper Virginis». Antes, en y después del parto. Dogma de fe. Concilios de Letrán, de 649, y III de Constantinopla, de 680.
Hoy se contradice: Lo ha recogido la Comisión sinodal. Se quiere ver en María «el símbolo de la pureza virginal», distinto de la María histórica, afirma Monseñor Rudolf Gruber, obispo de Regensburg, con lo que se consigue lo que los teólogos alemanes llaman «Aushöhlung», es decir, un vaciamiento del dogma».
- Dios-Hijo se ha hecho hombre de una virgen, desposada: El matrimonio de María y José no es una fábula, ni un encubrimiento. Es de verdad. Perfecto. La entrega de su amor no niega nada al Amor. Ellos son hechura de un amor que no necesita para trascenderse del «usus matrimonii». Y Jesús, hijo de María, fruto del vientre de su esposa, pertenece a José. Y Cristo le obedeció y le quedó sometido como a padre y le ayudó en su trabajo de carpintero.
- Dios-Hijo se ha hecho hombre de una Virgen desposada y ha nacido pobre: No porque María y José no buscaran un acomodo más digno, sino porque no lo encontraron, porque no hubo nadie que les hiciera un lugar. Frente al «poverismo» farisaico que hoy se predica, alcemos la bienaventuranza de la pobreza «propter regnum coelorum», de la pobreza como desasimiento de los bienes de la tierra, como confianza en Dios frente a la soberbia de la vida. Si esta consideración sobrenatural se pierde, los bienes, que también los hizo Dios y son buenos, se convierten en ídolos y veladura. Sin esta consideración sobrenatural, la pobreza se convierte en odio y desesperación. Aquello de San Ignacio: «ni pobreza, ni riqueza, debo apetecer, sólo aquello que sirva a la mayor gloria de Dios.
Por eso Cristo, que nace pobre, acepta el oro, el incienso y la mirra de los Magos de Oriente. Con un “poverismo» farisaico, Jesús, que recibió las ofrendas sencillas de los humildes, debió rechazar los regalos fabulosos de los grandes señores. Y es que Cristo ha nacido para todos y no excluye a ninguno de su amor: sólo les pide su buena voluntad.
- Dios-Hijo se ha hecho hombre de una Virgen desposada y ha nacido pobre entre animales: El Evangelio nos hablará después de otros animales, y en especial de las bestias del desierto durante las tentaciones. Ahora nos habla de un buey y de un asno, testigos inconscientes del nacimiento de Dios. Y es que ese Niño es el Creador y el Señor de todas las cosas. El Génesis habla de aquel día en que la tierra, por la palabra de Yahvé, se pobló de animales, y allí están, para rendirle pleitesía, cuando nace.
- Dios-Hijo se ha hecho hombre de una Virgen desposada y ha nacido pobre entre animales, mientras el mundo camina: Apenas hay algo espectacular, y lo espectacular es un ángel y una estrella y un murmullo de gentes en una aldea perdida. Grecia, Roma, las grandes civilizaciones, la América desconocida, no se enteran. ¡Qué poca propaganda! Dios se manifiesta en silencio, como si no ocurriese nada. Parece mentira ¿No os habéis preguntado al ir por la calle, entre el bullicio de las gentes, los anuncios luminosos, el tráfico, por el misterio del Dios que nace en las almas? A Dios no le gusta el ruido y llama al silencio interior. En cualquier parte. En la promiscuidad de una playa o en el fascinante atractivo de un concurso de belleza. Hay como un silbo penetrante y amoroso, y las potencias del alma, como dice Santa Teresa, se recogen para escuchar su vagido y, después, su palabra limpia, fulgurante y ardiente.
- Dios-Hijo se ha hecho hombre de una Virgen desposada y ha nacido pobre entre animales, mientras el mundo camina por mí y para mí: Por eso, la Navidad tiene que ver conmigo. Por eso, la Iglesia, que ha bautizado el solsticio pagano del invierno, me hace presente al Niño de la Navidad. En la Iglesia, Cristo nace para mí en el bautismo, y Cristo que se hace presente en la Eucaristía, se me entrega y me hace suyo, partícipe de su vida que es Amor. Si la Navidad no me dice esto, no me empuja a recibirle, es una bagatela, una ocasión para el festejo folklórico, un legado sin fuerza del cristianismo y un residuo religioso de una sociedad postcristiana.
9) Para mí y para limpiarme del pecado original y personal y para redimirme. El fin de la Encarnación es la Redención. «Agnus Dei qui tollit peccata mundi».
Adviento: Mi adviento. El Señor está cerca, en medio de nosotros, como decía el Bautista. El Señor está cerca, en el Sagrario, en los pobres, en la Iglesia, en su Vicario, allí donde dos o más se reúnen en su nombre. En la Eucaristía su presencia es real, sustancial. Fuera de la Eucaristía, su presencia es tan sólo espiritual. El Señor está cerca, no sólo está cerca, sino que llama a mi puerta, de muchas formas que cada uno conoce. «Si me abres, dice, entraré en tu casa y cenare contigo». Y la cena, el banquete, en el lenguaje bíblico, es la prueba máxima de la comunicación y de la amistad.
El Señor está cerca: apremiándome a la oración.
El Señor está cerca: apremiándome para unir mi sacrificio al suyo y completar en mi carne, carne de Cristo, lo que aún falta por sufrir al Cristo total.
El Señor está cerca: apremiándome, porque -a pocos o muchos años vista- la muerte ronda. El tiempo, decía Newman, es la semilla de mi eternidad, y a la puerta de esa eternidad, que comienza con mi muerte, el Señor me aguarda.
Para eso naciste, Niño de Belén: para esperarme, para llamarme, para acompañarme, para abrazarme, para unirme en Ti al Padre con el amor del Espíritu. Has nacido hombre para que yo nazca para Dios. Y este nacimiento oculto de Dios en mí por la gracia -ahora escondido, invisible e ignorado, como el tuyo, Jesús, en el portal de Belén-, se hará público y jubiloso el día en que al morir contigo, nazca para siempre en la ciudad de Dios, donde se nace para no morir nunca, donde los días sin tiempo de la eternidad son un continuado nacimiento a la alegría embriagadora de tu propia existencia.