ACTO CONMEMORATIVO DEL 18 DE JULIO
Círculo “Vázquez de Mella», 16 de Julio de 1.968
Me cabe el honor, el alto honor, de levantarme para contestar a las palabras tan llenas de consideración y afecto de Miguel Fagoaga, uno de estos hombres fieles y constantes, inasequibles al desaliento, luchador y defensor de las causas nobles, al que no ha amilanado ni desanimado -precisamente por su entusiasmo y su espíritu- determinadas escaramuzas políticas que le privaron no hace mucho de una consejería nacional del Movimiento y que le han marginado, más tarde, de la Delegación Nacional de Asociaciones.
Sólo aquellos que sirven a un ideal, que se entregan por vocación al servicio de una empresa elevada, reaccionan como lo ha hecho Miguel: sin murmuración y sin desaliento, sin reproche y sin abandono, sin queja y sin fuga, más o menos justificada de la realidad; y ello porque en su cruda y apasionante realidad política de España, está en juego, hoy con más agrios perfiles que hace un lustro, no éste o aquel grupo gobernante, o éste o aquel plan administrativo, sino el ser y la continuidad misma de España como nación.
Por eso, cuantos aquí nos reunimos, y los que acabamos de recibir la distinción que agradecemos, de socios de honor del Círculo Vázquez de Mella, sentimos una satisfacción inmensa, porque fue Vázquez de Mella el hombre que, con su dialéctica incisiva, su oratoria fácil y su elocuencia arrebatadora, se hizo portavoz del alma nacional herida y zaherida en su raíz por el sistema liberal imperante en nuestra patria, y que sucedió a la derrota del carlismo. Fue el sistema liberal monárquico, primero, republicano más tarde, el que deparó a España un Estado que en frase del ilustre tribuno no era otra cosa que «un poder trashumante” apoyado en los partidos políticos que se turnaban en la dirección del país, sin unidad jurídica estable, y extraño a los fundamentos en que la sociedad descansa y a los cauces que han abierto los siglos para que discurra por ellos la tradición nacional.
¿Cuáles son para Vázquez de Mella, los fundamentos en que descansa la sociedad? Con aquella finura y aquella capacidad de análisis, sólo comparable a su facultad de síntesis, Vázquez de Mella señalaba como tales fundamentos a los grandes intereses colectivos, a saber: el interés nacional, representado por la agricultura, la industria y el comercio; el intelectual, representado por las Universidades y las Corporaciones científicas; el moral y religioso, representado por los sacerdotes; el de la defensa, representado por las fuerzas armadas, y el histórico, de una clase, que no es tan solo la aristocracia de la sangre, sino lo que expresa todas las superioridades sociales.
Cuando en una sociedad -añadía Vázquez de Mella- se afirman esas categorías que son evidentes, si queréis hacer unas Cortes verdaderas, tenéis que hacer que todas esas fuerzas sociales estén condensadas y reproducidas en ellas como en un espejo. Quitad una, y la sociedad queda mutilada; quitadlas todas, y la sociedad queda suprimida.
¿Quiere decir esto que los partidos políticos deban desaparecer? Si y no. Si, como partidos políticos permanentes. No, como partidos circunstanciales y accidentales, como estados de opinión que catalizan una forma de resolver problemas concretos, desde la enseñanza a la reforma fiscal, desde la concentración parcelaria a las importaciones de carne.
A estos coordenados maestros de la política respondió con su ímpetu revolucionario y su palabra seductora de capitán y de poeta, la doctrina de José Antonio, cuando afirmaba con aquella su inigualable elegancia en el decir, que el hombre nace en una familia, vive en un municipio y se gana la vida en una profesión, y que era, desde aquí, desde estas realidades concretas y humanas, desde donde era preciso construir la España joven y nueva, arrumbando para siempre los partidos políticos artificiales que al partir a España, la convertían, como de hecho la habían convertido, según palabras de Francisco Franco, en una España rota.
El pensamiento de Vázquez de Mella, como el de José Antonio, que tan a conciencia ha estudiado nuestro querido José María Codón, tienen una actualidad mordiente al conmemorar un nuevo aniversario del 18 de julio. En aquella ocasión las dos fuerzas políticas alumbradas por el genio de España, se dieron cita, no en las tertulias de los cafés, ni en los círculos de la componenda, sino en los frentes de batalla. Allí se fundieron en la sangre y en el amor los que no hubieran tolerado una España rota, como no tolerarán tampoco una España bermeja o anarquista.
Yo, que me considero hijo, heredero, y continuador, todo lo modesto que se quiera, pero hijo, heredero y continuador, en suma, de cuanto se fundió aquel día para no desunirse jamás de lo que España ha unido para que no lo separen los hombres. Yo, que no puedo sentirme tradicionalista a secas, porque notaría de inmediato que algo faltaba a mi propio tejido espiritual: el aire y el estilo que me seducen y arrebatan. Yo, que no puedo sentirme falangista a secas, porque notaría de inmediato que me faltaba la solera de una estirpe política avezada y leal. Yo, que no puedo definirme ni como tradicionalista ni como falangista, sino como español por cuyas venas corre una sangre en que ya se confundieron los hematíes de ambas procedencias, no he tenido inconveniente, ni lo tendré jamás en dirigirme a los carlistas en Montejurra, y a los falangistas en Málaga, como no he tenido inconveniente, sino al contrario, una inmensa alegría, al hablar a los guardias civiles en el Santuario de la Virgen de la Cabeza, a los cadetes en la Academia General Militar de Zaragoza, a los excombatientes en Barcelona, o en Bilbao, y a los españoles que no consienten que España vuelva al punto nefasto de partida en Ciudad Real, en Murcia, en Toledo, en Valencia, en Gerona o en San Sebastián; como no tendré dificultad alguna, mientras Dios quiera concederme la salud y la fortaleza que le pido, en acudir donde sea requerido para afirmar frente a la uniformidad, la diversidad de los partidos circunstanciales, y frente a la dispersión de los partidos políticos, la sagrada, la intangible, la intocable unidad de la Patria. Si esta labor en la que estoy consumiendo mis mejores energías y mis años más lúcidos, conduce y da como fruto la existencia de un Frente Nacional que justifique y revitalice el Movimiento político español, y que asegure más allá de la vida de Franco, la continuidad ideológica del 18 de Julio o del Estado que surgió de la Cruzada y de la Victoria, de la convergencia, feliz de la Tradición y de la Revolución nacional de la Patria, del Pan y de la Justicia, yo me sentiré recompensado.
Y si ello no sucediera por incapacidad propia o incomprensión ajena, por espíritu de bandería o por recelos personales, por nostalgias sin vigor operativo o por deseos de apuntarse a un futuro que huele con exceso al pasado, yo tendré al menos la satisfacción de haber cumplido con mi deber, abandonando la lámpara de mi propia celda, para combatir a la intemperie, las estrellas en alto y la ilusión desbordada por las mismas ideas inalterables y sencillas, que convocaron para el sacrificio y para la muerte a nuestros mejores y más intrépidos camaradas.
Pero no he venido aquí para hacer un examen en voz alta de mi conducta, sino para evocar el pensamiento vivo de Vázquez de Mella en la coyuntura que nos depara un nuevo aniversario del 18 de julio.
Yo me atrevería a asegurar, y no quiero que nadie se escandalice, que hay dos dieciochos de julio: el oficial y el real. El oficial que se hilvana con una serie de inauguraciones, y el real que vive nuestro pueblo en lo íntimo de su conciencia.
A base de esquemas administrativos y protocolarios, el aniversario de la Revolución nacional queda reducido a recepciones sociales y al embanderamiento obligado de los edificios públicos. El pueblo, mientras tanto, el que hizo la guerra y el que se siente continuador de la obra política entonces iniciada, queda marginado, y de actor de carácter, queda reducido al papel oscuro que corresponde al coro, o al menos importante todavía, porque abandona el escenario de simple y enmarañado espectador.
Os aseguro que me asusta la falta de sentido político de nuestros cuadros dirigentes, a la vez que me alienta la cordura y la capacidad de ilusión de nuestro pueblo, que no obstante percibir a las claras esta distanciamiento entre el 18 de Julio oficial, respaldo de una política claudicante, entreguista y contradictoria, y el 18 de julio auténtico, cuyos postulados de unidad, de grandeza y de libertad de la Patria sufren serios ataques cada día, aprovecha las pocas oportunidades que se le ofrecen, como el Referéndum, los viajes de Franco a Avilés, a Sevilla o a la Semana Naval de Santander, para demostrar, aflorando por encima de la información malévola que trata de confundirnos, su adhesión clamorosa y entusiástica no a la política de la concesión y de la debilidad que pueden deducirse de ciertas decisiones de la Administración, de la política de entrega, de servicio y de sacrificio, conjugada en aquel lema feliz «ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan», que Francisco Franco, pese a todo, simboliza para los españoles.
Yo me permitiría recordar aquí, para no alejarnos del pensamiento de Vázquez de Mella, y para rebatir la invasión liberal que nos acorrala, con estímulos poderosos en determinadas alturas, que como decía quien honra con su nombre a estos Círculos culturales, la realidad es, pese a los doctrinarismos etéreos, que «en el mundo nunca han gobernado los más; siempre han gobernado los menos», y ello por la “democracia del polvo o de la cantidad», no existe, porque no hay otra democracia auténtica que la «democracia jerárquica», constituida por «una minoría social (en la que) está como condensada la confianza pública». De aquí que la fórmula de la verdadera democracia, no consista en el «derecho de gobernar, sino en el derecho de ser bien gobernado, y en el exigir que se gobierne bien».
Pero gobernar bien, no es sólo, aunque sea preciso, crear una infraestructura económica que transforme materialmente al país, que aumente la renta nacional, que nivele la balanza de pagos, que multiplique las universidades y los centros de cultura y que procure una seguridad social invulnerable. Todo esto es necesario, y seremos nosotros, sin duda, los primeros en dar un respaldo entusiasta y decidido a los que pudiéramos llamar política de desarrollo, que el país continúa necesitando. Pero eso no basta. Más aun con esa política de desarrollo, sin una política más exigente de afirmación del espíritu nacional, de afianzamiento en nuestras ideas, que estimamos consustanciales con España, la tarea de gobierno podría compararse a la de un buen administrador que pone su finca a pleno rendimiento y no se preocupa de la formación de sus hijos que han de recibirla o heredarla, o si queréis, en sentido contrario al de aquellas legiones de Roma, que abrían calzadas entre los bosques y las serranías para extender las fronteras del Imperio y en el fondo no hacían otra cosa que allanar los caminos que recorrían los apóstoles para predicar el Evangelio.
De nada sirve una infraestructura económica superior, si al mismo tiempo no se cultivan las virtudes ciudadanas, si se tolera la erosión y el desgaste de aquel ímpetu nacional que hizo posible que España mejorase de piel, porque no es la piel tostada al sol, bruñida por el yodo y por el viento del mar lo que importa sino la salud interior del organismo que se cubre con la piel bronceada.
Si no fuera así, si no cultivamos el espíritu nacional, que es tanto como decir la urgencia permanente del 18 de julio, estaríamos edificando la casa para el enemigo, adecentando el local para los que no perdonaron nuestra victoria, construyendo una España materialmente mejor para que en ella se alojen, como se están alojando, las mismas ideas que fueron derrotadas en la lucha.
Y que nuestra visión no es equivocada lo revelan varios hechos: l) la errónea política de la información cuyas graves consecuencias todos conocemos; 2) la libertad de asociación política que se proclama por las autoridades académicas, para el próximo curso universitario; 3) el terrorismo separatista que no contento con destruir placas de caídos ha llegado al crimen, asesinando a un guardia civil en tierras vascongadas, ocultando como a un héroe y hasta como a un santo, al propio asesino; 4) la aparición de editoriales pornográficas y marxistas que inundan el mercado; 5) la penetración de la dialéctica materialista en los estamentos eclesiásticos; y 6) la violación por parte de la misma Iglesia de las normas Concordadas para la elección de los Obispos.
El ataque a España y al 18 de julio es más amplio, más metódico, más inteligente que nunca. Frente a la agresión verbal y a la guerrilla, nuestro pueblo ha sabido y sabe reaccionar. Frente a la penetración taimada y seductora, al cohecho moral, a las reducciones del mercado común, de la integración europea, del progresismo católico y clerical, de los grupos de presión que manejan el poder y el dinero, la posibilidad de reacción es más difícil y la dificultad se agiganta cuando un cierto sentido de nuestro entendimiento de la lealtad parece coartarnos o prohibirnos cualquier postura o actitud que pudiera parecer despego u hostilidad a la figura histórica de Francisco Franco.
Por eso, quienes dirigen la ofensiva contra la España del 18 de julio no han intentado nunca el atentado personal al Jefe del Estado, porque el revulsivo que ese atentado supondría en el país, reagruparía inmediatamente a nuestro pueblo en torno a las ideas victoriosas. El arte de esa ofensiva contra la España del 18 de julio radica en el atentado ideológico, en el orquestar un esquema político que haga contra la voluntad de Franco, y con nuestra pasividad, que el sistema se desmonte a sí mismo deshaciendo no la arquitectura, pero sí el alma del Régimen. Franco será así la pantalla de un prestidigitador inteligente que utilizaría los últimos años de su vida política -una vida política tan limpia como su espada- para decirnos al terminar su trágico juego: «aquí en este sombrero de copa del Estado, ponemos la sangre de los héroes, el sacrificio de los mártires, el esfuerzo de la paz, la doctrina de Vázquez de Mella y de José Antonio, de Maeztu y de Ledesma Ramos, de Pradera, de Onésimo Redondo. Lo envuelvo todo en el prestigio y en el respeto que Franco les merece. Pronuncio unas palabras mágicas: libertad, puesta al día, inmovilismo, reacción, Europa, mercado común, y ¡aquí tenéis! una España distinta de la quisisteis, con Clubs de los leones, partidos políticos, huelgas, hoces y martillos, blasfemias impunes, asesinos indultados, y manifestaciones separatistas.
Yo sé que esta política de disgregación no continuará. Pero me reservo para el epílogo de este discurso mi manera de ver el problema. Mientras, y para que no se rompa el hilo del pensamiento, estimo mi deber apuntar que si en la línea de las «reivindicaciones de España», que un día propugnaron el actual ministro de Asuntos Exteriores, D. Fernando Castiella y Maíz y el actual Presidente de algo así como el Comité Ejecutivo del Consejo Privado de un pretendiente a la corona, nosotros apoyamos decididamente al Gobierno en su incansable tarea de conseguir la devolución de Gibraltar, este apoyo tiene su base en la fidelidad al testamento de nuestro católicos Reyes Isabel y Fernando, en la vibrante decisión de recuperar la España irredenta, en el logro todavía no alcanzado de la unidad de las tierras de la Patria y en el argumento irrebatible de Vázquez de Mella: «Un Estado cuya soberanía en todo o en parte está sometida a otro Estado, un Estado cuyo territorio esta sojuzgado por otro Estado, no es en todo o en parte, según sea la sumisión, Estado soberano, sino organismo mediatizado y feudatario”, y nosotros con el Peñón de Gibraltar y su zona de influencia, tenemos trece kilómetros cuadrados de territorio español sojuzgados por Inglaterra.
Pero este apoyo a la política reivindicatoria del Gobierno no es ilimitado. Si nuestra norma, como dijo Vázquez de Mella, no es el odio, sino los intereses geográficos y la integridad de la Patria, nuestro apoyo implica que el cauce seguido hasta la fecha con éxito tan escaso, se oriente en otras direcciones. Si Inglaterra ha abandonado su extenso imperio colonial, ¿a qué obedece su postura hostil hacia España en el asunto del Peñón?, ¿qué razones la mueven a desconocer las recomendaciones de la O.N.U.? Quizá, y permitidme que aventure un juicio, Inglaterra lo que persigue es demorar la reintegración de lo usurpado, y fomentar con sus agentes la revuelta interior, unir su esfuerzo disolvente al que hoy realizan entre nosotros los agentes norteamericanos de la C.I.A., y los agentes de los distintos grupos comunistas, para debilitar a España, hacerla olvidar sus auténticos intereses y dejarla afónica para reclamar con vehemencia lo que en derecho le pertenece.
Para mí, en nombre de los intereses geográficos y de la integridad de la Patria, no es comprensible que un Estado que apoya su política en las ideas del 18 de julio, acepte, de hecho la voluntad de Inglaterra de permanecer en el Peñón, y de otra se acepte la voluntad de la O.N.U. concediendo la independencia a Guinea, bajo la presión de un imperialismo económico extraño, con la certeza moral de que el nuevo país carece de la infraestructura económica y demográfica para subsistir con el ejemplo, poco animador de las luchas tribales en el Congo y en Nigeria, con el lamento que nos hiere de la población autóctona que ama a España y que se siente española y que no puede por menos de identificar independencia con abandono. Un abandono que no va a desligarnos ante nuestra conciencia y ante el mundo de lo que allí suceda cuando se arríe la bandera bicolor en aquellas tierras lejanas y queridas y que según lo que hemos podido averiguar, tampoco nos libera de la financiación cuantiosa del presupuesto de un país que había dejado de ser España, pero que tienen una renta por habitante y por año superior a Cuenca o a Almería.
Ya se -y lo he oído de labios de un ministro- que España no puede hacer otra cosa, que la presión internacional es enorme y que cualquier escrúpulo moral ante un posible genocidio como el que hoy se está cometiendo en Biafra, debe desaparecer ante la forzada decisión española de «descolonizar» nuestras provincias de Guinea. Pero a esta argumentación yo opongo cuatro argumentos: primero, que Portugal mantienen sus provincias de África, sin que en el mundo se produzca ninguna hecatombe; que no es lícito cuando se habla de promover a los pueblos subdesarrollados, rehuir las responsabilidades con la independencia, cuando lo lógico sería buscar la integración sin discriminaciones geográficas ni raciales; que no podemos resignarnos a llenar estanterías con libros rojos sobre Gibraltar mientras nos desprendemos de Guinea con un fascículo de disposiciones oficiales, sin acudir siquiera al referéndum como hizo Francia en el caso de Argelia. Y porque, si con todo ello, España, por debilidad, no pudiera hacer sino lo que realmente hace, clamar en un caso y obedecer en otro, aun tendría valor aquello de Vázquez de Mella: «cuando un tirano pone su planta sobre la cerviz de la víctima, y esta no forcejea para combatir y libertarse del opresor, sino que besa la planta que le oprime, entonces, tened por seguro que allí ha muerto un cuerpo, y, antes ha muerto un honor».
Para evitar todo ello, Vázquez de Mella sostenía que para «ser libres necesitamos ser fuertes, y para ser fuertes necesitamos ser libres».
Pues bien, esta fuerza y esta libertad de una España renacida y remontada a sí misma del 18 de Julio, no se perderá. Pueden fallarnos unos hombres, pero no fallará, con la ayuda de Dios, el claro instinto político de nuestro pueblo, su conciencia histórica labrada en quinientos años de unidad y de empresa común, su carisma profético para otear el futuro y dominarlo.
La época que nos ha tocado vivir, la que palpan ahora nuestras manos, es una de aquellas que aparecen regidas por hombres equilibrados y prudentes que rigen los destinos de los pueblos en las épocas de paz decadente que sigue a los combates cruentos. Son hombres “que están siempre entre el pro y el contra, oscilando de tal manera que no se atreven a lanzar una afirmación ni una negación, y que entre el sí y el no practican el que se yo».
Pero estas épocas de confusión, indecisas y turbias pasarán. El genio de España irá alumbrando el desequilibrio de la santidad que necesita la Iglesia y el desequilibrio del heroísmo que necesita la Patria. La estirpe de los santos y de los héroes no se ha extinguido entre nosotros. Por eso, el 18 de Julio permanecerá. Fuertes y libres, en la España unida y en orden, con una «política positiva exterior que afirme resueltamente un ideal común» el de los tres dogmas nacionales, que alzara Vázquez de Mella, el país se evadiría de esta mordaza que hoy le inquieta y le preocupa.
Por esta España unida y en orden, fiel a sí misma, entregada a su vocación en lo universal, liberada de sus «demonios familiares», cobijada en la Victoria que ganó con su esfuerzo y que ofrece a todos los españoles de buena voluntad, yo levanto mi copa y os invito a gritar con la fe y el entusiasmo de siempre: ¡Españoles! ¡Arriba España!