ENTREGA DEL TÍTULO DE MIEMBRO DE LA HERMANDAD DE DEFENSORES DEL ALCÁZAR
Venta de Aires, Toledo, 27 de septiembre 1.968
A la demostración de afecto de mi ciudad, que significa el acto que acaba de celebrarse en el Ayuntamiento, sigue el que ahora nos reúne en esta Venta típica, tan ligada a la historia última de Toledo, y en el que Abel de la Cruz, en nombre de la Hermandad de Santa María del Alcázar, me entrega el título -que, conforme a sus Estatutos, y como hijo varón y mayor de mi padre- de derecho me corresponde.
Quisiera significar aquí dos ideas que creo de vital importancia para la época en que vivimos, aventadora de valores, y que no tienen su importancia porque sean tradicionales, sino porque son auténticos y permanentes. Ocurre algo parecido a lo que sucede cuando con el afán demoledor e iconoclasta que nos sacude, se afirma con ligereza temeraria la cerrazón de Europa al exportar a otras latitudes determinados enfoques y criterios -los que constituyen la llamada civilización occidental- olvidando que tales criterios y enfoques son universales, adquiridos y perfeccionados ventajosamente con el más noble y fecundo espíritu de progreso y avance que la humanidad haya registrado. Una cosa es el torpe engreimiento y la soberbia detestable de quienes gozan de esta civilización y otra que la misma no sea, dentro de lo humanamente posible, un paradigma a proponer y un decidido propósito al alcanzar por quienes todavía se hallan en sus aledaños. Entre la dignidad y el respeto a la mujer, que la civilización occidental mantiene, pese a todo, y el grado de servidumbre a que en otras sociedades se encuentra sometida, hay un abismo que hace gravitar la balanza en una dirección innegable.
Pues bien, las ideas que yo quiero subrayar en este acto, y que me parecen inconmovibles, por no decir «inmovilistas», ya que el abuso del término ha deteriorado su verdadera significación, serían las siguientes; la del linaje y la del mandato.
La del linaje, que supone la conciencia viva y alerta de pertenecer a una estirpe, de hallarse ligado a una cadena de generaciones que nos dan apellido e historia. Junto a la familia, que hoy se reduce a los estrechos confines del hogar y a los lazos reducidos de aquellos que en el hogar habitan, el linaje se extiende más allá de las fronteras de la casa y más allá de las fronteras de la vida. No hemos nacido por generación espontánea, no somos átomos sueltos en una sociedad amorfa, ligados por la necesidad de vivir, que sería tanto como el egoísmo, ni por la fuerza mágica y atenazadora de un Estado que se impone para evitar la anarquía. Somos miembros de un linaje, eslabones de una estirpe, hijos y nietos de otros que un día hablaron nuestro idioma, pisaron nuestra tierra, trabajaron en la ciudad o en el campo y tuvieron la oportunidad de servir, incluso en el noble servicio de las armas, al país al que pertenecemos y del que somos, como ellos lo han sido, forjadores y hechura.
Esta idea del linaje, de la inserción que repele la extravagancia, constriñe y vincula. Su trama moral impone responsabilidades, sugiere actitudes, reclama esfuerzos, a veces con mayor exigencia que otros cuadros de obligaciones, como por ejemplo los estrictamente profesionales o los que derivan del estado civil. Por eso, nada más escandaloso y vergonzoso también, que los rebotes en el linaje, la quiebra en el culto al honor, a las ideas matrices que una estirpe ha venido manteniendo a través de generaciones. Y presentes están en la memoria de todos, las rupturas que en apellidos ilustres se han producido al apartarse algunos de sus miembros, con toda la gritería del aparato pirotécnico, de la limpia trayectoria de su linaje. No os ocultaré que una de las tácticas disolventes más poderosas para destruir una sociedad, es la empleada para conseguir estas rupturas, por la confusión que siembran entre los sencillos ypor la indiferencia y descenso de moral que contagian.
La segunda idea en la que quiero insistir es en la del mandato. En una revista española se escribía no hace mucho, precisamente utilizando la palabra «inmovilismo», que en España había quienes apoyándose en los muertos de la guerra trataban de hipotecar nuestro futuro político, aludiendo inmediatamente a un ilustre general español de nobilísima historia castrense.
Yo quiero salir al paso, con mi propia responsabilidad tan solo, pero contando, con vuestro asentimiento, que nadie en España trafica con los muertos para perpetuar situaciones injustas, y menos los miembros de las fuerzas armadas que un día tuvieron que iniciar una lucha heroica para terminar con aquellas. Al contrario, yo creo, y me figuro que también vosotros compartís mis puntos de vista, que quienes se expresan con reiteración de la manera indicada, son los que sobre el sacrificio ilusionado de los muertos, y desconociendo e hipotecando su mensaje, que es tanto como decir su mandato, aspiran a construir una España distinta de la que ellos soñaron, una España vuelta a dividir en contiendas y luchas de partidos y de regiones, que acabarían con la paz lograda con tanto esfuerzo y con la prosperidad alcanzada en seis lustros de orden y de grandeza.
Una cosa -se ha dicho tantas veces- es la evolución homogénea del Régimen, la proyección de sus Principios fundamentales sobre el acontecer variado de cada día, y otra la liquidación de barato y la almoneda de tales Principios, que nosotros, al menos, consideramos consustanciales con España.
En esta labor de desmonte, de crítica acerba, de ironía permanente, aprovechando todos los medios de difusión, e ha llegado a lo indecible, y no es necesario que yo haga aquí una selección de los hechos que a todos nos conturban y nos indignan.
Frente a la lección de heroísmo y de patriotismo del Alcázar, no hay magisterio alguno de la prensa, del libro, del cinematógrafo, de la conferencia, que alcance una pulgada de rigor. Aquello no fue una hipótesis sino una realidad en la que se dieron cita todas las virtudes de la raza, donde el pueblo y el Ejército, unidos, se unieron para luchar y morir por la continuidad histórica de la Patria. Quienes desdeñan una lección tan cara, en el doble sentido del vocablo, quienes ignoran y aspiran a que el futuro ignore gestas como la del Alcázar, repetidas en uno y otro lugar del capítulo más fecundo de nuestra historia reciente, son acreedores al menosprecio de los que aceptamos con fidelidad, con resolución y con orgullo el mandato de los mártires y de los héroes.
Dos ideas, pues, linaje y mandato, que el título que me acabáis de entregar renueva en mí con savia vivificadora. Si ambas han sido acicate de mi actuación en estos años, ahora se estimulan con este recuerdo documental ypermanente que honrará mi estudio, para que me sirva de sostén en esos baches de desilusión que prenden en el alma para invitarnos ante la bastardía o la deserción que cunde, a retirarnos de la trinchera o a darnos a la fuga. Si la moral del éxito fallara en mi quehacer diario, la moral del deber, al margen de que el éxito subsiga, continuará manteniéndome en línea al releer las palabras bellas del título que acabo de recibir.
Hijo predilecto de mi ciudad natal. Hermano de los defensores del Alcázar. ¡Qué podríais concederme que llenara mejor mis aspiraciones! Las cruces se cuelgan del pecho de quienes las han merecido. La filiación yla hermandad son algo más íntimo, más entrañable. Son ligadura y parentesco. La filiación asciende para entroncamos con un linaje, el mío, que pretendo conservar con toda su limpia ejecutoria en quienes me sucedan. La hermandad me liga a vosotros, los defensores vivos y muertos del Alcázar, los compañeros de mi padre y del padre de mi mujer.
Esta filiación y esta hermandad, el linaje y el mandato de los que en la cripta del Alcázar esperan el júbilo de la resurrección, me mueven a levantar mi copa y a pediros que contestéis con el mismo ardor con que ellos lo harían si pudiesen acompañarnos, a mi ¡Arriba España!