Un capitán, un caudillo, un ideal
Dijo el conde de Haro a nuestro César Carlos V, que «la memoria debe ser la primera de las virtudes imperiales», y el Arzobispo de Toledo y Cardenal de la Iglesia, D. Marcelo González, aseguraba que «recordar y agradecer no será nunca inmovilismo, sino fidelidad».
Porque nosotros tenemos memoria y hacemos bandera de la fidelidad, cada año, en torno a la fecha del 20 de Noviembre, recordamos a dos hombres excepcionales de la historia contemporánea, a José Antonio y a Francisca Franco, el Capitán y el Caudillo, y les agradecemos públicamente, sin rubor, el ejemplo estimulante de sus biografías, abrazadas y hermanadas por el deseo apasionado e incontenible de ofrecerlas en servicio a un ideal común e idéntico: el de la unidad, la grandeza y la libertad de España.
Si «es de pueblos grandes y nobles recordar a quienes dedicaron su vida al servicio de un ideal«, como leemos en el mensaje de la Corona, de 22 de noviembre de 1975; y si tal recuerdo había de constituir una exigencia de comportamiento y de lealtad, con respecto a Franco, para quien leía dicho mensaje, ¿qué hacemos nosotros aquí y ahora, sino comportarnos con la lealtad que se invocaba y pedía, pero que no comparten, sin duda, los que para barrar la memoria y el recuerdo de quien constituye «la clave de nuestra historia reciente», no sólo tachan su nombre de los lugares públicos y derriban sus monumentos, sino que difaman y escarnecen su obra con una mordacidad y zafiedad inigualables?
Por eso, estos actos, el de hoy y el de este lugar, como los que se han venido celebrando y en estos días se celebran en toda España, no pueden ser tan sólo de memoria y recuerdo, de fidelidad y de gratitud, sino de airada respuesta a los detractores sin objetividad y sin escrúpulos, que han hecho de José Antonio y de Franco meta de su bilis y de su resentimiento, acrecentados por la comparación entre las gallardas figuras que atropellan y la medianía de las propias, entre el mundo gozoso de realizaciones positivas que aquéllos alumbraron, y la nación -si es que nación puede llamarse- que, bajo su rectoría, se levanta con zozobra, e inquieta no duerme, acosada por la ruina económica, el riesgo de la vida, la confusión de las ideas, la desconfianza en el futuro y el descenso moral.
La conducta tosca, que hiere y zahiere sin compasión y sin pausa, tiene dos aspectos positivos: uno, que revela la magnitud extraordinaria de quienes, como José Antonio y Franco, después de morir, despiertan tan enorme hostilidad; otro, que esa misma hostilidad, como acicate, actualizan al Capitán y al Caudillo y despierta el ánimo de sus permanentes seguidores, que acuden a la lid y empuñan las armas de su propia dialéctica, para defender, como leales caballeros, su fama, su dignidad y su honor, a la vez que se repiten los versos -de Enrique Azcoaga:
“Cuando a diario escucho al mal nacido negarte inútilmente con su baba, comprendo por encima de mi furia
lo que hay en ti de brasa«.
Nosotros, camaradas y amigos, sabemos lo que hay de brasa en José Antonio y en Franco; nosotros sabernos que el Capitán y el Caudillo, en la hora presente, como lo fueron en vida, son piedra de escándalo, que a nosotros no nos escandaliza; signo de contradicción, que a nosotros nos convoca; bandera de combate, que a nosotros nos embandera. Nosotros sabemos, como decía José Antonio, que «cuando un egregio espíritu se entrega por entero, hasta agotarse en frustración temerosa, nunca se dilapida el sacrificio (porque) nada de lo que es auténtico se pierde”. Y tú, José Antonio, y tú, Francisco Franco, con el cuño de la autenticidad plena, y como espíritus egregios, cerrasteis vuestra parábola temporal, por la misma causa y con el mismo empeño: o en el borbotón de sangre fusilada y joven de una madrugada, a la linde del mar Mediterráneo, o en la agonía lenta de un pálpito, que al fin se quedó mudo, sobre la cama modesta de una clínica de la Seguridad Social.
Alguien escribió que el servicio a la verdad se satisface con la moneda de una muerte temprana y heroica o con el agotamiento exhaustivo y abrumador. Y así fue como vosotros, José Antonio y Franco, pagasteis la absoluta dedicación a vuestra empresa apasionante y difícil; mas por eso también, porque «nada de lo que es auténtico se pierde«, estáis, Capitán y Caudillo, «presentes en nuestro afán«.
Presentes en la conmemoración de cada año, con su evidente clima funeral, pero presentes, de igual modo, en el mensaje común, en la invitación simultánea a continuar la obra, y en la simbiosis perfecta -que nadie tiene derecho a discutir y romper- entre el Capitán sembrador de ilusiones, que levantó la “poesía que promete”, y el Caudillo, que ganó la guerra y tejió con tales ilusiones cuarenta años de progreso y de paz; entre el que se puso en cabeza de una revolución nacional y el que, al encarnar esa revolución, la llevó a cabo en orden y en libertad, multiplicando toda clase de bienes, sin impaciencia ni inmovilismo, acompasado al desarrollo económico, buscando las raíces de la tradición y produciendo un verdadera cambio social, tan extenso y tan profundo, que los mendigos desaparecieron de nuestras calles, el paro quedó suprimido, la seguridad de día y de noche era efectiva, se erradicó el analfabetismo, surgió una clase media poderosa, se alumbraron y pusieron en explotación todas las fuentes de riqueza, se hizo la revolución industrial y la conquista de los mercados exteriores, se ganó, si no el aprecio, sí el respeto del mundo y se devolvió a los españoles el noble orgullo de serlo.
Si José Antonio pensó en Franco, Franco pensó en José Antonio, Fue una comunión amorosa en el mismo ideal, la que hizo y sigue haciendo de uno y de otro las dos paralelas sobre las que es preciso caminar a pulso en el tiempo fácil y en el tiempo de la dificultad.
Fue José Antonio el que escribió a Franco su famosa carta de 29 de -septiembre de 1934, en la que le decía: «una victoria socialista tiene el valor de una invasión extranjera, no sólo porque las esencias del socialismo, de arriba abajo, contradicen el espíritu permanente de España, no sólo porque la idea de Patria, en régimen socialista, se menosprecia, sino porque de modo concreto el socialismo recibe sus instrucciones de una Internacional. Toda nación ganada por el socialismo desciende a la calidad de colonia o protectorado”.
Pero si José Antonio pensó en Franco, al abrirle su corazón, exponerle sus inquietudes y reclamar su caudillaje en «un momento caótico, deprimente y absurdo, en el que España ha perdido toda noción de destino histórico”, Franco pensó en José Antonio cuando, al aceptar el caudillaje de la guerra y de la paz, en Tenerife primero, y en Burgos y en Salamanca después, incorporó la doctrina y el talante joseantonianos a su tarea, y dijo de él, al conmemorar, en 1938, el discurso fundacional: «educado José Antonio en la severa disciplina de un hogar castrense, templó su carácter en el culto a la Patria, alcanzando la serenidad y fortaleza del soldado. Su fe religiosa y su hondo espíritu cristiano le abrieron las puertas de nuestra historia, descubriéndole su verdadera magnitud«.
José Antonio y Franco son inseparables. Si Eugenio D’Ors concluía un soneto con esta frase: «Y José Antonio se llamaba España«, Franco fue, como dijo D. Marcelo González, «la encarnación de la Patria«, y sigue siendo el símbolo de España reconquistada bajo su mando, para sí misma.
No basta con cuanto acabamos de decir. Lo que interesa, después de la contemplación de las figuras que hoy nos reúnen, es analizar, por contraste con la situación presente, su biológica necesidad actualizadora, para que el recuerdo no sea narcótico que nos paralice, sino revulsivo que nos acelere. A tal fin hemos de contraponer a esa situación dramática, en deterioro continuo que la aproxima a su aniquilamiento, la que fue alumbrada y configurada por el pensamiento de José Antonio y la hechura de Franco,
¿Cuáles son las características de la situación presente y las de aquélla en la que pudo proyectarse el magisterio político de uno y de otro?, A mi modo de ver, las siguientes:
1) El fenómeno que Ortega ha definido como «rebelión de las masas» y Gustavo Le Bon como «la era de las muchedumbres». El fenómeno que uno y otro detectan confiere un derecho divino a las multitudes, y como las multitudes nublan y oscurecen a la persona, por inteligente que sea, la sociedad hecha masa, muchedumbre o multitud, forzosamente, al irracionalizarse, se deshumaniza. Este fenómeno, fácilmente apreciable, se anuda a la supresión o pérdida de vitalidad de las instituciones, que, caducas y envejecidas, o fruto del fenómenos mismo, son incapaces, por consunción o vicio congénito, de contenerlo o encauzarlo. La destrucción y agotamiento de la armadura moral de la civilización la convierte en barbarie. Nada puede extrañarnos, por ello, ni el vaticinio de Donoso Cortés, ni la spengleriana decadencia de Occidente, ni el grito de alerta de José Antonio sobre la invasión de los bárbaros sin Patria y sin Dios.
2) La despersonalización del poder, que supone la aceptación como régimen político de la democracia liberal. En la democracia liberal, la responsabilidad de alguien se convierte en la responsabilidad diluida de muchos, y por ello mismo, en la irresponsabilidad de la responsabilidad anónima, generalizada e inoperante de la masa, de la muchedumbre o de la multitud, que se traduce en el «todos a una” del drama de Lope de Vega, o en el “ahí queda eso”, por absurdo y brutal que sea, pero que respalda el sufragio universal de los desconocidos.
3) La desestimación peyorativa de los superiores, de los adalides y, por tanto, de la caballerosidad, del heroísmo y de la santidad. Si el culto a la personalidad puede caer en la tentación del mesianismo idolátrico, el culto a la masa lleva consigo un impulso ciego igualador, que estimula, no la envidia admirativa o la envidia imitativa, que son, sin duda, sentimientos nobles, sino la envidia destructora, que constituye el pecado capital de los iconoclastas políticos.
4) La exaltación, por exigencias viscerales de la masa, que odia el vacío de su propia mediocridad, del antitipo que justifique su propia degradación. Frente al caballero, al héroe o al santo, que le escandaliza, hay que poner en los altares civiles al logrero, al desertor o al vicioso, lo que equivale a sustituir a Don Quijote por Sancho, a San Juan de la Cruz por Don Juan Tenorio, a Santa Teresa por La Celestina, y a Jesús por Barrabás, o, lo que es lo mismo, a proponer como ejemplos dignos de alabanza los que ofrecen el sinvergüenza, el alcohólico, el drogadicto, el homosexual o el prófugo.
5) La política de palabras e imágenes, que juega con la muchedumbre y la moviliza a fuerza de repetición y contagio, y que hace de la política una farándula. Política de teatro, como la definió el Caudillo, de decorados, bambalinas y luminotecnia, con sus creadores de imagen, como tienen los partidos y hasta el jefe del Gobierno, y su farragosa palabrería liberal, como decía José Antonio.
Pues bien; si tales son las características definidoras e identificadoras de ambas situaciones, expliquemos ahora en qué puntos se apoyó la que definieron y configuraron el Capitán y el Caudillo y, por ello, en qué puntos hemos de apoyar nuestro propio esquema de cara al futuro y en línea de continuidad con la que ellos trazaron, y que es, lógicamente, susceptible de perfección depuradora.
1) Frente al fenómeno de la rebelión de las masas, la fuerza creadora y restauradora que se incluye en la rebelión de las minorías, de que habla Jorge Uscatestu, ¿Y acaso no hizo José Antonio de la minoría, de una minoría inasequible al desaliento, el «deus ex magnina» de su Movimiento de restauración nacional? Sólo los movimientos que detestan el nombre de partidos, hacen, no de la masa, sino de la minoría, su nido, escuadra, núcleo o célula, base de operaciones. Es la minoría la que, al modo de levadura, fermenta a la masa. El pan ázimo es correoso e insípido, pero la harina que la levadura ha fermentado, se hincha y esponja, se hace hogaza candeal, miga y corteza en el horno que la acaricia con su fuego. Fe y amor, doctrina y voluntad, pueden conseguir que el hombre desmasificado recobre el gusto por la verdad, la belleza y el bien, y que la plebe vuelva a ser pueblo, la multitud sociedad y la muchedumbre nación.
2) Frente a la despersonalización, la personalización del poder, de que se ha ocupado Diego Sevilla, que no implica el poder ilimitado para aquél que lo ejerce, sino el reconocimiento de su especial dotación para ejercerlo, de modo igual al que se opera con el artista o el matemático, que no lo son porque alguien los elija, sino porque lo llevan en la sangre y en el alma. Esta personalización del poder redescubre que el hombre, y no el mecanismo, es -sin duda- el mejor conductor de hombres; lo que no conlleva desechar el mecanismo, necesario como freno e instrumento del poder. Sólo el hombre que se hace seguir por una minoría, puede, agotada la vitalidad de las instituciones, recrearlas y conformarlas, de tal modo que se hagan armadura interior y vitalizante de una sociedad nueva y esperanzada. Cuando una sociedad al hacerse masa se deshace, sólo un hombre especialmente cualificado para la tarea restauradora la puede rehacer, con la ayuda de su propio séquito.
3) Frente a la desestimación peyorativa de los superiores, el reconocimiento público y abierto de la superioridad, de la aristocracia del espíritu, de la caballerosidad, del heroísmo y de la santidad, despertadores de la noble envidia, la admirativa y la imitativa, que son los grandes resortes de la civilización y del progreso, y de la devoción hacia aquéllos que surgen corno imanes en un campo neutro, como llamaradas de luz en el temblor, y en la incertidumbre de una noche obscura.
4) Frente a la exaltación del antitipo -logrero, desertor o vicioso-, su explícita condenación; y ello por un postulado de justicia y por una exigencia de ejemplaridad. La masa, para desmasificarse, purificarse, dignificarse y elevarse, requiere de aquélla y de ésta, como requiere de la caridad amorosa para el desgraciado, tanto si se trata de una desgracia de la que no es responsable, como de una desgracia que se le puede imputar.
5) Frente a la política de palabras e imágenes, la política de ideas y de hechos. «Nunca nos han preocupado las palabras -decía Franco- sino los hechos. En política, las palabras son fáciles: libertad, autoridad, fraternidad, derecho, progreso, justicia, y así sucesivamente, se pueden combinar de muchas maneras en discursos elocuentes. Nuestros archivos parlamentarios están llenos de ellas; pero hay que leer al mismo tiempo el relato de la crónica de aquellos años. Lo que es difícil es darle a un pueblo en un momento dado la realidad de una mejor economía, de una más auténtica justicia social, de una más efectiva participación, de unos principios verdaderos, de una mayor cultura, de un derecho vivido, de una democracia orgánica. Estos hechos, y no aquellas palabras vanas, son la verdadera, la indiscutible verdad de nuestras leyes y de nuestras instituciones«.
Ahora bien, ¿fueron José Antonio y Franco auténticos adalides?, ¿asumieron y desempeñaron una capitanía y un caudillaje auténticos? La pregunta, en una atmósfera de silencios cobardes y de injurias villanas, tiene especial significación, y requiere una respuesta tan objetiva como cabal. Por ello, se hace preciso, ante aquéllos que se nos presentan como gobernantes o conductores, deslindar con toda nitidez las figuras, evitando todo tipo de identificación y confusión generalizadoras.
Porque hay una diferencia evidente, aun ocupando el mismo puesto visible, entre el capitán y el capitoste, entre el caudillo y el cabecilla. José Antonio, preocupado por el tema, metió el bisturí, sajó el tejido social y dibujó con perfiles definitorios, para calificarlos y descartarlos como conductores auténticos, a los que se encaraman sobre el pueblo en busca de notoriedad, mando y riqueza, y a los que, supersticiosos y aduladores de las masas, las obedecen, se evaden de la «gloriosa pesadumbre del mando» y muestran con la lisonja a la multitud su corrupción y su cobardía.
Por contraste con los capitostes y los cabecillas, los verdaderos adalides, como grandes hombres, se manifiestan a través de sus cualidades poco comunes y, en cierto modo, providenciales, de las que brevemente nos vamos a ocupar:
1) Los verdaderos conductores del pueblo tienen lo que se llama carisma, conjugando en el carisma: una actitud innata para el mando; el valor personal, frío y no colérico; el prestigio de una conducta edificante; el conocimiento intuitivo del alma de las muchedumbres; la «sincronización perfecta con los latidos más profundos y legítimos de la hora en que se vive”(Franco); “el descubrimiento de que la compenetración de la masa con sus jefes se logra por un proceso semejante al amor” (José Antonio, «Haz», 5-XII-1935 C, págs., 747 y sig.) y la aureola de un ángel custodio, que, como en el caso del Caudillo, hacia exclamar a sus soldados marroquíes que tenía «baraka».
2) La sintonía del pueblo o de amplios sectores populares con el llamamiento del conductor, que transmite su mensaje y activa o reactiva con él el poso dormido, pero enérgico potencialmente, de sus destinatarios, a los que interpreta al expresar -contenido y forma- lo que tales destinatarios atesoran balbucientes, pero inoperantes, en su indignada o adormecida interioridad.
3) El seguimiento -fruto de la mencionada sintonía- del pueblo o de amplios sectores populares, no como fruto de una obediencia jurídicamente exigible a la institución que los conductores representan, y en las que o se ha dejado de creer o sufren de falta de credibilidad, sino como «devotio», que es una obediencia espiritual, al que personalmente, y con instituciones o sin ellas, goza de «imperium»‘, «auctoritas» y «potestas».
Y conviene a este respecto señalar que ni el «imperium», ni la “auctoritas», ni la «potestas”, corrompen «per se», como se dice, ya que lo que corrompe es el cinismo o la mediocridad de los que se encaraman a la altura. No es el caballo que se desboca o encabrita el responsable de lo que suceda, sino el que no sabe montarlo, porque el buen jinete -rienda y espuela- sabe dejarlo quieto, levantarlo de manos y ponerlo al trote o al galope, según convenga en cada situación o circunstancia.
4) La humildad de los conductores (José Antonio: «Hay que entender la jefatura humildemente, como puesto de servicio«, «La Nación», 21-I-1933 O.C., pág. 339; Franco: «La política ha de ser entendida y realizada con humildad«, 31-XII-1958, pág., 330}, que les urge a aceptar la capitanía o el caudillaje, no por afán de protagonismo, que les convertiría en capitostes o en cabecillas, si no como deber vocacional, que entiende el mando como carga suprema y no como pedestal para exhibirse y contonearse, «nunca me movió la ambición de mando«, decía Franco (17-XI-1967, nº 609}. «El jefe -indicaba José Antonio- es el que tiene encomendada la tarea, es el que más sirve… el primer servidor; es como quien encarna la más alta magistratura de la tierra: siervo de los siervos de Dios» (Haz, 12-X-1935, págs. 662 y sig.).
5) La soledad ingrata, pero fecunda, en medio del bullicio fugaz de las cálidas emociones populares y de la compañía tangencial y física del séquito. Soledad íntima ante la experiencia histórica de la incomprensión, de los abandonos colectivos, de la selva popular, barroca y desbordante que tantas veces se transforma en llanura desierta o en campo de abrojos. Soledad ante la decisión última y urgente que demanda un problema importante, y que es preciso dictar, más que razonando, adivinando, ante la impericia, el mutismo y la esperanza anhelante de quienes han de ser beneficiarios o víctimas de tal decisión.
6) La renuncia a la primera profesión, la del Derecho en José Antonio, la militar en Franco, venciendo, para la entrega generosa a la misión política encomendada, lo más atractivo y entrañable, aspirando no a sobrevivir, sino a desvivirse, a arriesgarlo todo, por contraste con aquéllos que no quieren arriesgar nada.
«Hubiera deseado -decía el Caudillo- disfrutar de la vida, como tantos españoles, pero el servicio de la Patria embargó mis horas y ocupó mi vida» (17-XI-1967, nº 609). Si José Antonio, por su parte, rechazó, como por instinto, la tarea conductora, alegando su talante intelectual y, por ello, dubitativo, su enfoque irónico de la vida y su refinamiento aristocrático, cuando le hirió el grito desgarrado de España, encarceló su duda para alumbrarnos con la antorcha de lo que él llamó «una gran fe»; desbarató su ironía, en lo que pudiera tener de sarcasmo o de humor negro, para expresarse con indiscutible «elegancia dialéctica», y sacrificó su refinamiento aristocrático, no en la maestría y finura de los modales, pero sí -porque nobleza obliga- en la austeridad ejemplificadora de su quehacer público. De aquí que la renuncia de José Antonio fuese a la manera de una profesión religiosa, alcanzando «al despego de toda recompensa, incluso aquélla que consiste en el público aplauso«.
Es curioso -y permitidme el inciso- que a José Antonio, como recuerda Francisco Bravo, se le negaran sus condiciones para la capitanía so pretexto de que era más bien un literato o ensayista, lamentando algunos que en lugar de marqués no fuera albañil. Los políticos profesionales le consideraban como un extraño en su ambiente y le echaban en cara su inadaptación a las costumbres y a los más deplorables usos de la política de vuelo corto, sin reparar en dos cosas: que poseía el don creador y poético de los estadistas de verdad, aun cuando no supiera ganar unas elecciones, y que los verdaderos aristócratas son los guías más seguros de la revolución, porque evitan el alboroto estúpido y sangriento de los motines, al encabezar -como encabezó José Antonio- un movimiento de renovación espiritual, destinada a influir decisivamente en la vida de España («José Antonio, el hombre, el jefe, el camarada», Ediciones Españolas, S.A., Madrid, 1939, págs. 51 y 167).
7) La actitud ante la muerte, que en los capitanes y caudillos cristianos no se identifica jamás con el suicidio, sino con la victimación ensangrentada de un fusilamiento o el holocausto paciente de una vida larga ofrecida sin reservas por el ideal. Se trata, en todo caso, de una muerte contemplada como un cambio en el modo de vivir, parque para un cristiano la vida no se extingue con la muerte, sino que se transforma. Por eso, en la muerte de los capitanes y de los caudillos cristianos hay, no sólo la tranquila serenidad con que la esperan, sino dos signos comunes: la profesión de fe y la actitud de perdón.
Así José Antonio, en su testamento, escribió lo siguiente: «Deseo ser enterrado conforme al rito de la religión Católica, Apostólica y Romana, que profeso, en tierra bendita y bajo el amparo de la Santa Cruz«, añadiendo: «Perdono con todo el alma a cuantos me hayan podido engañar u ofender, sin ninguna excepción, y ruego me perdonen todos aquéllos a quienes deba reparación de algún agravio grande o chico«.
Y Franco, en su último mensaje a los españoles, con idéntico talante, escribió: «En el nombre de Cristo me honro y ha sido mi voluntad constante ser hijo fiel de la Iglesia, en cuyo seno voy a morir», añadiendo también: «Pido perdón a todos, como de todo corazón perdono a cuantos se declararon mis enemigos, sin que yo los tuviera como tales«.
8) La supervivencia de los auténticos conductores no sólo en la eternidad, sino en el tiempo, es decir, en la memoria histórica de la Nación; y ello a pesar de todo cuanto se haga para borrar o manchar sus nombres y su obra. Tal supervivencia supone una continuidad, que no se interrumpe, de la sintonía a que hicimos referencia, revelada en el afecto por sus reliquias u objetos personales, en la poesía heroica que les acompaña, en los adioses postreros de los que se van y en el adiós expectante, solemne, multitudinario y dolorido del pueblo, como en el traslado del cadáver de José Antonio, de Alicante al Monasterio de El Escorial, o en las colas interminables para rendir el último tributo de admiración, depositar una rosa o rezar fervorosamente ante los restos mortales de Francisco Franco.
Una bella poesía recuerda algún pasaje de esta singular despedida:
«Lloraban ante ti todos aquéllos
que quieren bien a España.
¿Qué hubieran dado por verte a ti los ciegos
que tras palparte el ataúd, besábanse los dedos?
¡Mira Franco, papá! ¿Ya se va al cielo?
(me dicen, mis hijos, asustados, aún pequeños).
Y a mí se me salen las entrañas
viéndole en honda caja sobre el suelo;
con lágrimas les baño, hablar no puedo,
pues les diría que nacieron en España
y que en la paz de Franco, ellos crecieron«.
Esta supervivencia en el tiempo, en la memoria histórica de la nación, es patrimonio único de los capitanes y de los caudillos, de los santos civiles que son considerados como héroes, ¿No es ésta la razón del éxito clamoroso de las grandes concentraciones de la Plaza de Oriente que hicieron de la misma la Plaza Mayor de la Cristiandad? ¿No es éste el secreto de la larga e ininterrumpida peregrinación al Valle de los Caídos donde, bajo la sombra de la misma, cruz de enebro y la mirada dulce del Cristo redentor, reposan hermanados para siempre nuestro Capitán, José Antonio, y nuestro Caudillo, Franco?
Vuestro reposo no es, sin embargo, Capitán y Caudillo, el reposo inerme de las cenizas sin aliento; es el reposo creador de las semillas sembradas en el surco. El temporal que azota la tierra, el temporal de estos años duros, aunque ofenda nuestra piel, moja, humedece y fertiliza el ideal que vosotros simbolizasteis: la España vuestra y nuestra, a la que amasteis hasta el último momento y a la que prometisteis servir hasta el último aliento de la vida.
Por eso, permitidme que, una vez más, en esta hora amarga de nuestra historia, sabiendo que la historia se hace o se padece, vuelva a recordar los versos que yo me repito cada vez que al acercarme al panorama viril de Cuelgamuros, se alza ante mis ojos la basílica del Valle de los Caídos:
«¿Tan sólo muerte guarda la montaña?
Guarda cenizas que se harán hoguera,
se harán antorcha y sol de amanecida
para abrasar el corazón de España».