El Alcázar. Entre la ética y la política
Teatro Rojas, Toledo, 14 de marzo de 1.976
Señoras, señores, amigos, camaradas y paisanos:
No me es fácil sustraerme a la emoción de hablar en Toledo, donde están mis raíces, parte de mi infancia y de mi adolescencia, las tumbas de mis padres y de mis abuelos y la pequeña historia, llena de recuerdos indelebles de mi propia biografía.
Por eso, basta, viniendo de Madrid, que la ciudad se alce al fondo para que, haciéndose transitiva, conmuevan mi espíritu:
– el Alcázar, otra vez enhiesto, palacio castrense del emperador, con sus cuatro torreones como cuatro saetas disparadas hacia el cielo.
– la Catedral, sintonizando mensajes del Espíritu y enviando la oración fervorosa de un pueblo que pide, confía y agradece.
– San Juan de los Reyes, símbolo de la unidad y de la vieja monarquía, con el fleco multiplicado de las antiguas cadenas rescatadas, y de los yugos y las flechas de los Reyes Católicos.
Y el Alcázar, la Catedral y San Juan de los Reyes, y la ciudad entera, abrazada por el río, que la envuelve con la gasa sutil de la niebla de tantas amanecidas, o la acuna, runrunea y duerme, como un coro que levantara su voz en el silencio de la noche y callara, sobrecogido y reverente, cuando el alba despunta, los primeros rayos de sol se quiebran en los mil cristales de las casas antiguas y los campaniles de los conventos de clausura tocan alborozados a maitines.
¡Cómo me gustaría hacer un discurso lírico sobre Toledo, mi ciudad natal, de la que vivo pendiente y enamorado!: ciudad gris cuando las nubes la pasean, dorada en las noches de plenilunio, ardiente, cegada por la luz, en las tardes prolongadas del estío! ¡Cómo me gustaría fundirme con la llama viva de cualquier figura alargada del Greco!, para, a la misma entrada de la ciudad, en la puerta de Bisagra, ascender hasta el ángel que la custodia, y pedirle que en su lenguaje de amor me contara en días inacabables la vida de Toledo, la que él ha visto y contemplado, la que él ha ido más que escribiendo, bordando con el bastidor del tiempo con la divina lanzadera de su espada.
– II –
Pero no es posible, España no está hoy para lirismo. Cada tiempo tiene su afán, como dice el texto sagrado, y al nuestro, al de ahora, le corresponde con ansiedad un cometido épico y por tanto diferente. Rehusarlo sería una forma pusilánime de escapismo, un refugio egoísta e inconfesable, una manera de voluntaria e inútil neutralización, con el pretexto imposible de rehusar el puesto de actores o de víctimas.
Toledo, al acometer la tarea de acomodar nuestro trabajo al momento, nos trae a la mirada dos temas substanciales; el del heroísmo y el del martirio.
Heroísmo: El Alcázar
España se ganó a base de heroísmo. El Alcázar toledano elevó ese heroísmo a alturas impensables en un mundo burgués y cómodo: pacifista más que pacífico; entreguista más que entregado; sacrificante más que sacrificial.
El Alcázar presenta dos aspectos que recuerdan la doctrina de San Pablo sobre el hombre.
San Pablo descubre en cada uno de nosotros un hombre viejo, carnal, y un hombre nuevo, espiritual. El primero se deshace y desmorona. El segundo, con los auxilios necesarios de la gracia, se fortifica y crece. Es como un anuncio de la resurrección. El cuerpo de muerte se entierra y corrompe. El cuerpo de gloria salta de su entierro, tornándose incorruptible.
El Alcázar de piedra y de hierro, se desmoronó también, convertido en escombros y metal retorcido. Asaltos incesantes, disparos continuos, bombardeos de la artillería y de la aviación, voladuras de minas. Hasta la presión de dos emisarios y de un sacerdote se pusieron en juego.
Cayó la armadura externa, la arquitectura castrense de líneas verticales. Pero conforme el enemigo creía destruir lo que tanto odiaba y tanto le ofendía, el Alcázar nuevo, el Alcázar espiritual, el Alcázar de la resurrección, surgía ante España y ante el mundo, como una llamada, como un símbolo, como una antorcha en la que lucían todas las virtudes y todas las lealtades.
Parecía que, al acumularse el escombro y la muerte, el Alcázar moría. ¡Cómo engañan las apariencias! También parece morir el gusano de seda cuando se obscurece, encerrado en su capullo. Pero luego, horadando el tejido de oro, salta convertido en mariposa y asegurando su fecundidad.
No había muerto, ni estaba reducido a escombros el Alcázar espiritual. ¡Cuidado con los deformadores de la opinión! Mienten, y cuando se descubre la verdad y no se desdicen, sino que olvidan su impostura o crean otras nuevas, que imputan al adversario.
Pero qué inútil: En la noche del 27 al 28 de septiembre de 1.936, Moscardó pudo decir al general Várela «sin novedad en el Alcázar», Por eso el Alcázar devino un valor universal e inabrogable, venerado desde Quemoy en el Pacífico, hasta las promociones militares o las posiciones inconquistadas de cualquier bando durante la última guerra universal. Por eso, en los subterráneos de la fortaleza, unas tras otras, veréis lápidas interminables que expresan de muy diverso modo y en diferentes idiomas la admiración casi religiosa por tanto derroche de patriotismo y de valor.
El marco está lleno de episodios singulares, magníficos que exigirían una larga exposición. Saltan los nombres de Méndez Parada, Romero Basart, Ricardo Villalba, Pedro Villaescusa, Vela Hidalgo… Pero hay, a mi juicio, tres figuras síntesis del honor, de la audacia y de la santidad.
Del honor: Moscardó
El honor fue llevado a lo sublime, al sacrificio máximo, por el jefe de la fortaleza. Había recibido el Alcázar y asumido su defensa «como un depósito de honor».
La conversación con su hijo Luis, será inolvidable, pasará a todas las antologías, «encomienda tu alma a Dios, di un ¡viva Cristo Rey!, y otro ¡Viva España!, y muere como un héroe y un mártir. Adiós hijo mío: un beso muy fuerte. Adiós papá: un beso muy fuerte”.
Y dirigiéndose al jefe de las milicias: ¡El Alcázar no se rinde y sobran los diez minutos para su rendición!
El honor de Moscardó, y el honor de los defensores, que prefirieron que el Alcázar fuera, si ello era necesario, un cementerio, a un muladar, es admirable.
De la audacia: El capitán Alba
Que sale voluntario al encuentro con Mola y se ofrece diciendo: “Yo, mi coronel».
De la santidad; Antonio Rivera
Que entra en el Alcázar como Antonio y sale herido de muerte, y sin un brazo, como un ángel, luego de proclamar una y otra vez durante la gesta: «tirad, pero tirad sin odio». Dios quiera que continúe instruyéndose, para ejemplo y estímulo de la juventud, su proceso de beatificación.
Y luego,
– el periódico: ¿hubiera sido posible la heroica resistencia si en lugar del minúsculo «Alcázar» se hubiera repartido «Cambio 16» o el «Papus»?
– las mujeres: «¿coaccionadas nosotras?, -responderá una de ellas al canónigo Vázquez Camarasa- no, queremos salir libres con nuestros esposos y con nuestros hijos o morir abrazados a ellos entre las ruinas”. Y
– la Virgen; en torno a Ella, bajo la advocación Inmaculada, patrona de España y de la Infantería, se reunían los defensores a rezar.
Por eso, al contemplar el Alcázar desde fuera recordamos lo que Moscardó nos pedía: “rezad una oración por los que cayeron y reforzad vuestra fe en Dios y en España», y al recorrerlo por dentro y observar el panorama que nos circunda, nos repetimos: «antes un Alcázar que una alcantarilla».
Martirio: un pueblo victimado
Fueron muchas las víctimas de Toledo y su Provincia, y ello por varias razones:
– El veneno marxista y anarquista sembrado en abundancia.
– La proximidad a Madrid.
– El resentimiento por el Alcázar imbatible.
– Las victorias continúas de Franco.
Todo ello espoleo las matanzas, saqueos e incendios y sacrilegios.
En la Capital, dos hitos del martirologio se cifran en los fusilamientos de la Puerta del Cambrón del día 23 de agosto de 1.936, y en la caza brutal del padre La Madrid, en el callejón de las Gaitanas.
En la Provincia, esos dos hitos pueden representarlo en Consuegra: la matanza de los Franciscanos, y en Torrijos la del párroco don Liberio González Nombela, que prefirió la muerte a blasfemar.
Ante este mar de sangre, concurren los elogios: el del Cardenal Gomá: «arrodillaos ante los mártires. Cada ciudad puede comparecer ante Dios, con su propia ofrenda». El del Cardenal Pla y Deniel: «los nombres de nuestros gloriosos mártires no pueden ser olvidados sino enaltecidos». Y el de Pío XI: «verdaderos mártires en todo el sagrado y glorioso significado de la palabra».
Y así, a base de heroísmo (El Alcázar) y de martirio (la Puerta del Cambrón), España triunfó. El genio nacional se levantó sobre las cenizas del exterminio y contra el látigo de los déspotas. Europa y el mundo nos miraron con estremecimiento. Se embanderaron a favor y en contra de nosotros. Fuimos y somos signo de contradicción, propio de los pueblos claves de la Historia.
Los que se alinearon enfrente, los que hoy ocupan puestos directores en tantos países, y los neutros, los que se engañan a sí mismos, nos reprochan por aquello que nos hizo grandes y aspiran:
– a que nos avergoncemos de nuestra gesta,
– a que peguemos fuego con nuestras propias manos a todos nuestros alcázares y
– a que salgamos -ahora de verdad-con los brazos en alto y pidiendo perdón por haberlos vencido.
A esas peticiones ignominiosas podemos responder con energía:
– Nos calumniáis, porque no podéis soportar que camináramos unidos y pacíficos, después de nuestra contienda.
– Nos insultáis, porque nuestra existencia os resulta incomoda, porque mientras España sea leal a sí misma, será la conciencia de una civilización, y esa conciencia os reprocha vuestra malicia y vuestra cobardía.
– Nos odiáis, en fin, porque nuestro pueblo como nos recordaba Günther Krauss, prefiere dar un «Viva la muerte”, como la legión de Millán Astray, que un «Viva el suicidio», como la Europa oficial y decadente de nuestro tiempo.