DOCUMENTO DE LOS OBISPOS ESPAÑOLES: «VALORACIÓN MORAL DEL TERRORISMO EN ESPAÑA, DE SUS CAUSAS Y CONSECUENCIAS»
Publicado en Fuerza Nueva, nº 1.275, del 20 de diciembre de 2.002 al 15 de enero de 2.003
El documento a que nos referimos no es otro que la «Instrucción Pastoral», de noviembre de 2.002, aprobado por la Conferencia Episcopal Española, aunque sólo por mayoría, ya que fueron trece los obispos que votando en contra o absteniéndose -ignoro sus motivos, aunque me los figuro- no lo refrendaron con su voto. El hecho, en cualquier caso, es importante, ya que pone de relieve las diferencias que existen en nuestra jerarquía sobre un tema tan actual y tan grave como el terrorismo.
A mí, como católico y como español, me satisface que la Iglesia, en España, a través de sus pastores y de forma colectiva, se haya pronunciado, al fin, sobre las «causas y consecuencias» de un mal que da la impresión de haberse convertido en endémico y creciente, y nos ofrezca su calificación moral sobre el mismo; pues, no basta en este contexto con dejar el veredicto a la conciencia de cada uno, ya que, como el mismo Documento reconoce, «una de las obligaciones básicas de la Iglesia es la de iluminar las conciencias» y «ayudar a (su) formación». (números 3 y 4)
Acabo de dejar escritas las palabras «al fin»; y ello no habrá sorprendido, porque si, como en el Documento se lee, «el terrorismo de ETA se ha convertido desde hace años en la más grave amenaza contra la paz», parece lógico que lo adecuado, ante un fenómeno que se dictamina complejo, y para que las conciencias quedaran iluminadas desde la primera hora, era que una Instrucción pastoral colectiva se hubiera publicado en las postrimerías del Régimen anterior cuando tantos documentos, entonces, pudimos leer, en los que el episcopado se pronunciaba sobre cuestiones cuya calificación moral no era precisamente el objetivo contemplado.
Dejando al margen la demora del Documento -es decir, el de si hubiera sido oportuno que apareciese hace años- lo que resulta evidente es que, para la calificación moral del terrorismo, se tienen en cuenta datos históricos y políticos, que se consideran indispensables para llegar a dicha calificación. A mi juicio, también han jugado su papel decisivo los consejos de una cierta prudencia que obliga a no recordar posturas eclesiales diversas, pero no olvidadas, de un tiempo no lejano, y a guardar silencio o dulcificar el lenguaje, ante un Sistema en el que, pese al lema de «habla pueblo para que la violencia calle», la violencia ha hecho posible un clima de odio que «atenta cruelmente contra la vida humana, coarta la libertad de las personas y ciega el conocimiento de la verdad, de los hechos y de nuestra historia». (número 2)
Todo esto condiciona, sin duda, y explica, a mi modo de ver, el contenido del Documento, en el que se dice, por ejemplo, que «sin la verdad no será posible la paz» (número 37). Pues bien, la verdad exige, con relación a esa «lacra social» (número 2) que es el terrorismo de ETA -aunque se exprese con dolor e incluso con arrepentimiento-, que el mismo nació en recintos vinculados a la Iglesia; que en actos terroristas sangrientos hubo, de un modo u otro, participación de sacerdotes; que algunos obispos, apoyándose en un Concordato generoso, se negaron al procesamiento de aquéllos; que fueron muchas las Misas concelebradas en las que se hizo la exaltación de los terroristas, como héroes y casi como santos, y que, incluso, hubo una petición pública al más alto nivel, que preocupó mucho al cardenal Tarancón, estando en Roma, pidiendo el indulto para los más brutales asesinos, y en circunstancias realmente dramáticas, con olvido de «que la autoridad legítima debe emplear todos los medios justos y adecuados para la defensa de la convivencia pacífica frente al terrorismo. (número 20-2)
Antes de entrar más a fondo en la materia, quiero destacar unas frases del Documento, que implícitamente constituyen una denuncia valiente. Son éstas: «el peor de los silencios es el que se guarda ante la mentira», como la que supone «el uso tergiversado del lenguaje», pues ello comporta «la deformación progresiva de las conciencias» (número 19). Es necesario (pues) dar a cada cosa su propio nombre y hablar con claridad y precisión. (número 10)
Pues bien, está claro que cuando se llama -en lenguaje oficialista, hasta del jefe del Gobierno, o en lenguaje de partido, hasta del Popular- fascistas o nacionalsocialistas a los que, siendo etarras, asesinan, incendian o extorsionan, se está faltando a la verdad, mintiendo, tergiversando el lenguaje, aludiendo permanentemente a la mentira y deformando las conciencias.
Ocupémonos ahora de la calificación moral del terrorismo etarra y de «su entorno», palabra que subrayo, porque «entorno», en todo tiempo, es la clave para explicar su nacimiento, su desarrollo y su aparato defensivo. A ese entorno, y con la cautela a la que antes me referí, se refiere también el Documento que comentamos.
Para la calificación moral de terrorismo etarra la Conferencia Episcopal Española acude, por lo que se me alcanza, a tres métodos: el positivo (que es); el negativo (lo que no es) y el comparativo (con otro fenómeno muy grave).
Desde el primer punto de vista -método positivo-, el Documento afirma que ese terrorismo es «la más grave amenaza contra la paz» (número 2), “lacra social» (número 3), «una realidad intrínsecamente perversa», «una estructura de pecado» (número 4-2) y «compleja estrategia puesta al servicio de un fin ideológico» (número 5), que forma parte de «la cultura de la muerte». (número 17)
Esta calificación condenatoria del terrorismo etarra se completa y precisa en el Documento, al deslindarlo y diferenciarlo -método negativo- en evitación de confusiones; 1) de la ‘legítima defensa (como lo es la guerra o la guerrilla) frente a la agresión injusta» (número 6); 2) de la «delincuencia organizada» (número 7), que carece de finalidad política; y 3) de la «legitima revolución violenta, cuando se ha considerado el único medio de defensa ante una injusta agresión sistemática y prolongada». (número 12-4)
(Me permito añadir por mi cuenta que de esta doctrina tradicional de la Iglesia, corroborada por la encíclica Populorum progressio, de Pablo VI, y la Instrucción Libertatis conscientiae, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, se deduce que el Alzamiento del 18 de julio de 1.936 no fue un arbitrario golpe militar-fascista, como aprobó no hace mucho el Congreso de los Diputados, sino una exigencia moral «ante una injusta agresión sistemática y prolongada, tal y como declararon y probaron los obispos españoles de entonces, en su famosa Carta Colectiva de 1.937, que tengo por seguro que los autores del Documento no habrán olvidado).
Siguiendo el método negativo, el Documento dice que no se puede «equiparar la violencia terrorista con el ejercicio legítimo del poder coactivo que la autoridad (del Estado) ejerce en el desempeño de sus funciones, de acuerdo con la ley moral y (con) las garantías legales exigidas por los derechos de las personas». (número 8)
(Por ello -sigo dando mi opinión- las reiteradas condenas episcopales, anteriores a la transición política, de toda clase de violencia venga de donde venga y de forma absoluta, se apartó de esta doctrina y de algún modo apoyó una «concepción inicua contraria a la moral cristiana»), (número 8).
Perfilando con mayor exactitud el comportamiento etarra, utilizan nuestros pastores el método comparativo. De acuerdo con dicho método hacen referencia al aborto, afirmando que «el terrorismo merece la misma calificación moral absolutamente negativa que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente prohibida por la ley natural y por el quinto mandamiento del Decálogo». (número 12)
Me atrevo a decir -y pido perdón si me equivoco- que la calificación moral del aborto no puede ser idéntica a la del terrorismo, sino que ha de ser más grave; y ello por varias razones, cuantitativas y cualitativas. Desde el punto de vista cuantitativo, porque las víctimas mortales ocasionadas por el aborto superan en España, anualmente, las 50.000, mientras que las del terrorismo no suman más que una decena por año. Desde el punto de vista cualitativo, resulta ocioso reconocer que el terrorista se expone a la muerte al cometer el acto terrorista bien por la represión lógica de los agentes del orden, bien porque los explosivos de que es portador le estallen en sus propias manos. En el aborto, en cambio, no hay, en principio, riesgo de ninguna clase, o este riesgo es muy escaso, pues el niño en gestación carece de defensa. Por añadidura, a nadie se le ocurriría legalizar el terrorismo, y hoy hasta se hace una llamada a la lucha, para terminar con él, enmascarando otros objetivos, mientras que, a nivel planetario el aborto se recomienda y legaliza, no sólo para supuestos determinados como ocurrió en España, durante el gobierno socialista, sino en cualquier supuesto. (el aborto libre, como derecho de la mujer tal y como hoy en España lo permite el Gobierno del Partido Popular, autorizando la píldora abortiva)
Estamos, pues, en presencia, según apunta la Conferencia Episcopal, de un «terrorismo criminal ideológico» (II). Este terrorismo al servicio de «la ideología marxista-revolucionaria» (número 8), puede, en síntesis, considerarse desde el punto de vista moral como un «nacionalismo totalitario, que se propone como objetivo y como valor absoluto, (el de un) pueblo independiente, socialista y lingüísticamente euskaldún; todo ello, además, interpretado en clave marxista». (núm. 33-3)
Conviene fijar la atención en esta terminología, que sirve de pauta para analizar reflexivamente el alcance del Documento que examinamos. Esta atención reflexiva nos induce a señalar: a) que el Documento quiere ocuparse tan sólo del nacionalismo totalitario (núm. 26), que en clave marxista actúa para conseguir su objetivo independentista por medio del terrorismo, y b) este tipo de terrorismo se condena con la máxima dureza que merece.
Ahora bien, los textos que citamos dan pie a la suposición de que hay otro tipo de nacionalismo no marxista, que no usa la violencia del terror (aunque puede hacer uso del dolo, de la ambigüedad, del doble juego y del poder político en sus manos, para conseguir la independencia).
Comprendo que hay que tener mucho valor en el tiempo presente para encararse con el segundo tipo de nacionalismo, teniendo en cuenta que, como puede demostrarse, un sector del clero y del episcopado de las provincias vascongadas simpatiza y apoya en ocasiones este tipo de nacionalismo que algunos llaman «civilizado».
Pero el servicio a la verdad, a fin de que las conciencias no se deformen, pide a gritos que ello no ocurra por cometer un pecado de omisión los que tienen que hablar por un deber de magisterio.
El problema -y creo que no estoy equivocado-, si se quieren buscar no sólo las causas sino el origen del terrorismo etarra, no tiene posibilidad de solución si no se plantea, sin titubeos ni vacilaciones, una cuestión básica, como lo es la de la licitud, es decir: 1) si la ilicitud del terrorismo etarra -que persigue con la independencia del País Vasco la implantación de un régimen totalitario marxista, y la imposición del euskera como el único idioma- procede de la inmoralidad de los medios que utiliza para conseguirlo; y 2) si es lícito pretender idénticos objetivos, no utilizando la violencia terrorista, a la manera como lo predica el nacionalismo no totalitario, lo que equivale a preguntar si la no utilización del terrorismo -medio inmoral- moraliza y hace bueno el fin, y, por tanto, pedir y exigir la independencia.
Quisiera hacer un inciso por lo que se refiere a la violencia que vicia la conducta, tanto la individual como la de grupo, olvidando que hay otro vicio que enferma esa conducta, y que los juristas, y entre ellos los canonistas, conocen muy bien. Se trata del dolo, en ocasiones más dañino que la violencia, pues, ante el golpe ajeno, es más frecuente la reacción defensiva que frente a la artimaña malévola del engaño. Rechazar la Constitución, como lo hicieron los nacionalistas «civilizados», en la que, a pesar de todo, se habla de la unidad de España, para luego aceptar la Autonomía y la tarea de gobierno y lograr que esa unidad se quiebre, exigiendo la independencia, a voz en grito, dentro y más allá de nuestras fronteras, en manifestaciones, con pancartas bien explícitas al respecto, acompañadas de banderas que la simbolizan, con exclusión deliberada de la enseña nacional española, es evidente -y espero que se me perdone la extensión del párrafo- que no son actos del terrorismo violento del nacionalismo totalitario, pero sí lo son del nacionalismo no totalitario que practica lo que podría llamarse, por la intervención del dolo, terrorismo psicológico, sobre cuya moralidad podría, al menos, dudarse.
El Documento, examinado con la atención reflexiva, permite en un principio, y a mi juicio, llegar a la conclusión de que no se explicita esa condena en los mismos términos con que se califica duramente, y con acierto, el nacionalismo totalitario. Llego a esta conclusión porque en el Documento se distingue, y con apelaciones al supremo magisterio, la autodeterminación de la secesión. La autodeterminación equivale a un derecho absoluto a decidir aisladamente sobre el propio destino (como lo quieren el jefe del gobierno vasco, señor Ibarreche, y su partido, el PNV, así como Eusko Alkartasuna), alcanzando la independencia y conquistando la soberanía. Pues bien, este derecho, «conforme a la Doctrina social de la Iglesia -el derecho real y originario de autodeterminación política- (sólo se da) en el caso de una colonización o invasión injusta, pero no en el de una secesión». (número 30)
Ahora bien, si como puede demostrarse históricamente, no obstante la propaganda odiosa del nacionalismo (totalitario o no, me tomo la libertad de corregir el Documento, ya que puedo probarlo) el País Vasco no es «una nación sojuzgada y anexionada a la fuerza por poderes extranjeros» (número 33), ni ha sido colonizada, ni objeto de una invasión injusta, está claro que ese nacionalismo, totalitario o no, lo que quiere es una secesión, a la que no tiene ningún derecho. Acierta el Documento, por lo tanto, y luego de proclamar que España es el fruto de un complejo proceso histórico, al expresarse así: «poner en peligro la convivencia de los españoles, negando unilateralmente la soberanía de España, sin valorar las graves consecuencias que esta negación podría acarrear, no sería prudente ni moralmente aceptable».
Pero hay algo más, y de sumo interés e importancia, en el Documento, y que tiene que ver con el «entorno» del nacionalismo totalitario y terrorista. A ese «entorno» se hace alusión, sin duda, al calificar de «pecado gravísimo que clama al cielo» y de «gravísima inmoralidad» el que comenten: a) «todos aquellos que, sin intervenir directamente en la comisión de atentados, los hacen posibles, como quienes forman parte de los comandos informativos o de su organización, encubren a los terroristas o colaboran con ellos; b) quienes justifican teóricamente sus acciones o verbalmente las aprueban; c) quienes rechazando la acción terrorista quisiera(n) servirse del fenómeno del terrorismo para sus intereses políticos (números 13-1 y 14); d) quienes guardan silencio y no rechazan y condenan el terrorismo y cualquier forma de colaboración con los que lo ejecutan o lo justifican, particularmente los que tienen alguna representación pública o ejercen alguna responsabilidad en la sociedad». (número 15)
Conviene, para terminar este análisis reflexivo del Documento, análisis que no es desde luego agotador del tema, que traigamos a colación tres observaciones que se derivan de la lectura del mismo. Se trata de dos binomios, el de Estado-Nación, y el de soberanía espiritual y política y de la propuesta de hacer de la Constitución de 6 de diciembre de 1.978 la base para la resolución del problema planteado por el proyecto de secesión.
El Documento nos dice que hay dos clases de soberanía, una espiritual y otra política. La primera corresponde a la Nación y la segunda al Estado. La soberanía espiritual de la nación no conlleva necesariamente la soberanía política, por lo que, en consecuencia, puede haber Estados plurinacionales.
Todo esto es teóricamente cierto, pero en la práctica -y ello no puede extrañamos- lo que sucede es que la nación demande una superestructura, que es el Estado, que se ponga a su servicio y que defienda a toda costa su soberanía espiritual. Que ello es así, lo demuestra que las naciones regidas por un solo Estado, como las que integraban artificialmente los Imperios ruso o austrohúngaro, o las Repúblicas que surgieron por la fuerza, como Yugoslavia o Checoslovaquia, se han independizado y proclamado su propia soberanía tan pronto como les ha sido posible.
Me parece que el Documento ha marginado -quizá por lo delicadísimo del tema-, que es preciso, cuando se habla de Nación y Estado, no olvidar que aparte de los Estados plurinacionales, que naufragan pronto, las Naciones-Estados se componen, en general, de regiones integradas en aquéllas, como diversidad en la unidad, y vinculadas políticamente, sin propósito disgregador, a un solo Estado. Llámense como se quieran, los cantones suizos -con su diversidad lingüística y cultural-, los «Länder» alemanes -con su antigua configuración política-, o los Estados de Norteamérica -con habitantes procedentes de una inmigración intensamente diferenciada en lo cultural, racial y religioso-, no son otra cosa que regiones en las que no hay ni siquiera brotes de secesión independentista.
Por ello, si lo que se trata es de «respetar y tutelar el bien común de una sociedad pluricentenaria» y de no «poner en peligro la convivencia de los españoles negando unilateralmente la soberanía de España» (número 43), como quiere el nacionalismo en sus dos facetas, la totalitaria y la no totalitaria, es evidente, a todas luces, que no puede afirmarse que la «Constitución (sea) hoy el marco jurídico ineludible de referencia para la convivencia». (número 34)
Y no escribo esto a la ligera. Primero, porque no hace al caso lo que está escrito en el texto constitucional, sino en su aplicación, y en su desarrollo en el ordenamiento jurídico ordinario, en su influencia en las costumbres de la sociedad y en el comportamiento de los ciudadanos. No creo que se pueda poner en duda que al amparo de una Constitución agnóstica, para la que se pidió el voto afirmativo por la mayoría de nuestros prelados, por no encontrar en su texto nada que, religiosa o moralmente, lo prohibiera, se está descristianizando y paganizando a nuestro pueblo, que, bajando apresuradamente las cotas morales alcanzadas no hace mucho tiempo, admite con indiferencia escandalosa cuanto contraviene a los preceptos del Decálogo.
En segundo lugar, y dejando al margen la enumeración de las consecuencias del periodo postconstitucional, el texto de lo que se viene llamando la «Carta Magna», aunque esté redactado con «una voluntad sincera de entendimiento y como instrumento y primicia de un futuro de convivencia armónica entre todos» (número 35-2), la verdad es que al más inexperto de los estudiosos del Derecho político, o al menos experimentado de los historiadores, se le puede escapar que la Constitución está llena de lamentables contradicciones y ambigüedades, que permitían pronosticar la situación dramática en la que estamos.
Si en concreto nos fijamos en el artículo 2 de la Constitución comprobamos que en el mismo se habla de «la indisoluble unidad de la Nación española», como base fundamental de aquélla. Sin embargo, en el mismo artículo se habla de «nacionalidades». Ahora bien, ¿qué se entiende por nacionalidades? ¿Se trata de un tertium genus entre Nación y Región? ¿Cuál es la línea diferenciadora entre ambas? ¿No se ha asignado de forma arbitraria una u otra denominación?
A mi leal saber y entender el término nacionalidad, fruto del consenso de las fuerzas políticas que elaboraron la Constitución, es un neologismo, y no porque este vocablo no existiera en nuestro idioma, sino porque se aplica a una realidad diferente a la que antes y tan solo hacía referencia. La nacionalidad, in radice, es una vinculación subjetiva del hombre con la nación a que pertenece. Por eso, cuando se pregunta a un español por su nacionalidad, contesta que es la española. Ello, no obstante, en la Constitución se da otro contenido a la palabra, objetivando la idea, de forma que nacionalidad es un ente que supera al de carácter regional, pero que no se configura como nación.
Todo este ensayo de arquitectura política está al margen no sólo de la experiencia histórica sino de toda perspectiva de futuro. La Transición, que impulsa el texto constitucional, nos convence de que la nueva acepción del término nacionalidad, no hace otra cosa que encubrir el de nación; y tan es así, que, sin réplica oficial, quienes al frente de las llamadas nacionalidades se expresan públicamente y hasta oficialmente, afirman, de forma reiterada y desafiante, que sus respectivas «nacionalidades» son naciones, pidiendo con más o menos descaro la independencia del resto de España.
Un ejemplo de que es así lo revela el hecho de que estableciendo el artículo 4 de la Constitución que las «banderas y enseñas propias de las Comunidades Autónomas se utilizarán junto a la bandera de España en sus edificios públicos y en sus actos oficiales», esta última no aparece -violando, por ello, este artículo- en muchos de estos edificios y en muchos de los actos a que se alude.
Concluyo -en la línea argumental en que me muevo- que no llego a comprender cómo el gravísimo problema del separatismo, que con violencia terrorista o prescindiendo de ella, pretende la mutilación independentista, puede resolverse y superarse desde una Constitución cuyo articulado da pie a la misma, e incluso la estimula, si como ha sucedido y continúa sucediendo permite que una parte -y no pequeña- del poder político, económico, cultural, y me atrevo a decir que religioso, se ponga en manos de quienes lo ponen en juego para conseguir, con la independencia, el fraccionamiento de España. Si alguien tuviese la paciencia y el valor de averiguar cuántos etarras terroristas se han formado en las «ikastolas», en las que se enseña a odiar a España, y que tan decidido apoyo han recibido y reciben del nacionalismo no totalitario de los gobiernos del PNV y de EA, se llevaría las manos a la cabeza.
Es el Sistema político vigente el que, ante el drama del terrorismo, no aplica la Constitución que tanto exalta, ya que, en ningún caso, por brutal que haya sido, ha declarado ni siquiera el estado de alarma, que con el de excepción y el de sitio prevé el artículo 116 de la misma.
Creo que, por lo que al terrorismo etarra se refiere, aquí y ahora, no interesan tanto las causas del mismo, sino su origen; y este origen está en el nacionalismo independentista, inicialmente católico (recuérdese aquello de «Dios y leyes viejas») que, aun moviéndose en clave no marxista, quiere la secesión y se abraza y colabora con lo que el Documento episcopal define como «lacra social» y «estructura de pecado». El pacto de Estella, suscrito por ambos nacionalismos -marxista y no marxista-; la participación de este último en la guerra de liberación, en el bando rojo, autor de innumerables mártires por odium fidei, a pesar de la advertencia de Pío XI en la encíclica Divini Redemptoris (1), y la consideración por Arzallus, presidente del PNV, de los etarras, no como terroristas sino como combatientes por la libertad e independencia del País Vasco, nos mueve a buscar, creo que con acierto, la raíz del nacionalismo totalitario y terrorista. En tanto que con la prudencia política necesaria no desaparezca dicha raíz el problema no tendrá solución.
Nota:
1) «El comunismo es intrínsecamente perverso; y no se puede admitir que colaboren con él, en ningún terreno, quienes deseen salvar la civilización cristiana. Y si algunos, inducidos al error, cooperasen a la victoria del comunismo en sus países, serían los primeros en ser víctimas de su ceguera». (Divini Redemptoris, número 57)