LOS CATÓLICOS Y EL ALCÁZAR
Artículo publicado en ABC. Madrid, 27 septiembre 1.961
Con la perspectiva histórica que los veinticinco años transcurridos desde la liberación del Alcázar toledano, puede afirmarse que aquella gesta heroica y gloriosa constituye un auténtico símbolo.
En un mundo agitado, como el nuestro, donde las posiciones blandengues y enfermizas no sirven, el Alcázar supone un ejemplo y un desafío. Un ejemplo para los que preconizan una política de concesiones y de entregas, acaban perdiendo la vida después de haber perdido el honor. De desafío a las fuerzas que de un modo tenaz y cruel tratan de subvertir el orden social e imponer a los pueblos la más odiosa de las dictaduras.
Fulton J. Sheen, uno de los obispos auxiliares de Nueva York, ha escrito con frase acertada que las únicas causas que mueren son aquellas por las cuales los hombres rehúsan morir.
De nada sirven las afirmaciones enfáticas de ciertos grupos cristianos que hoy juegan a la política en esquemas turbios donde todo compromiso es aceptado si a la hora de la verdad no existen militantes llenos de ardor y de ímpetu apostólico dispuestos a jugarse la paz, el bienestar y la vida en defensa de sus ideales.
Repugna pensar en el juego peligroso y suicida de esos grupos cristianos que, en aquella hora del Alcázar, estuvieron al lado de los que incendiaron las Iglesias, martirizaron a sacerdotes y fieles, e hicieron mofa, sacrilegio y escarnio de las cosas sagradas.
El juego continúa y a expensas de la intriga y del derrotismo es fácil diagnosticar en todos los países de nuestra órbita, agrupaciones y órganos de expresión que recogen la línea del colaboracionismo con las fuerzas que, en sus dogmas y en su política, reniegan de Dios y de todos los valores sobrenaturales.
La división de los católicos, deseada por el enemigo y condenada por los Pontífices es un hecho en muchos países. La división no se produce en torno a aspectos secundarios y de matiz, sino que incide en lo fundamental. Frente a una concepción de la Sociedad y del Estado, perfectamente definida por el Magisterio de la Iglesia, se propugna una sociedad laica y un Estado agnóstico separado de la esposa de Cristo. Frente a una táctica firme, resuelta, beligerante contra todo aquello que pueda descristianizar al individuo o a la sociedad se preconiza un método flexible, plegado a las exigencias de la hora, donde, ocultando el cristianismo de un modo vergonzante, se puedan conservar algunas posiciones.
Los Resultados de este método han sido deplorables. La colaboración y la mesa redonda con quienes han hecho del ateísmo bandera de combate ha ofrecido a los sagaces de la acera de enfrente, sin lucha ni esfuerzo, posturas claves de los círculos cristianos. No han sido estos los que han ganado o al menos conservado zonas en las que tradicionalmente se mantenían. Han sido los compañeros de actuación conjunta los que han ido desplazando a los ilusos de sus posiciones y deshaciendo, además -lo que es más grave- su armazón ideológico. Así es como esos grupos de la izquierda cristiana, tan próximos al comunismo, reniegan de sus hermanos en la fe, critican a la Iglesia y en un orden estrictamente político se asocian con los enemigos de Dios y les sirven de pantalla y disfraz para su torpe maniobra.
Los mártires de España, como escribía Ernesto Laorden en versos admirables, han tenido que sufrir el inmenso dolor de ver su sangre martirial despreciada por alguno de sus hermanos. Han sido ellos piedra de escándalo y de contradicción, no para dividir y separar a los cristianos de los enemigos de Cristo, sino para alborotar o silenciar, según los mementos, a los que se proclaman hijos de la cruz. Frente a un Claudel que canta que canta con unción la sangre derramada por los españoles en la mayor y más brutal de las persecuciones religiosas, cuántos escamoteos, cuánta tierra echada encima, cuanta falacia hecha montón, hacinada muchos que se llaman cristianos y que ejercen su influencia en círculos oficiales de la propia Iglesia.
El próximo Concilio Ecuménico tendrá, sin duda, mucho y claro que decir sobre estas infiltraciones ideológicas y sobre este reiterado desobedecer a las normas que condenan sin paliativos toda colaboración con los ateos militantes. Empalaga a veces esta dualidad de posiciones en el campo cristiano y son muchos los que anhelan que con prudencia y caridad se deslinde lo ortodoxo de lo heterodoxo, la sumisión filial y enardecida a la Iglesia y la sumisión aparente, plagada de distingos y reservas mentales, llena de sutiles distinciones y resabiada en último extremo, de libre examen de rebeldía y de falsos irenismo.
En esta hora en que esas posiciones se agudizan y extienden, resquebrajando la unidad operante de los católicos, recordar la gesta del Alcázar estimula y alienta.
El puñado de hombre que allí se encerró, lucho y sufrió durante más de dos meses, desafiando a un ejército infinitamente más numeroso y bien pertrechado de armas y de odio, constituye un símbolo para los católicos de España y del mundo entero.
Los héroes del Alcázar creían en sus ideales. Amaban a Dios y a España. Combatían por Él y por Ella. Tenían el convencimiento de que la paz, el bienestar y la vida, no eran valores absolutos a los cuales se podía sacrificar todo. Al contrario, porque eran cristianos y patriotas sabían que –y lo practicaron con el ejemplo- hay ocasiones solemnes en las que es preciso hacer holocausto y ofrenda de la vida, del bienestar y de la paz, para conseguir o defender otros bienes y valores más altos.
Los derechos de Dios sobre el hombre, la sociedad y el Estado y la idea de nación, hecha de historia, de realidad y de futuro no solo merecían, sino que exigían el sacrificio y la ofrenda.
A la larga, esta actitud heroica es la única evangélica. La fe mueve las montañas, y la fe de aquellos hombres hizo posible lo imposible. Todo el furor de la horda, herida en su amor propio, no pudo con los valientes. Las voladuras de dinamita acumulada en los subterráneos que hormigueaban los cimientos y que manos habilidosas fueron recabando con tesón; los bombardeos de la artillarla y de los aviones; los ataques en masa, animados por todos los gritos, todas las voces de mando y todas las banderas enemigas; los negociadores comprometidos; el hambre, la sed, el dolor y la muerte no fueron bastante para envilecer o aniquilar a los héroes. Como una antorcha de esperanza, entre las piedras del asedio alumbraron dos madres. El Alcázar -pensé por entonces- no era sepulcro sino icono de la patria.
El amor, más fuerte que el odio, triunfa. El 27 de Septiembre, un ejército aguerrido trajo la liberación y el pan, y hoy a los 25 años, la historia hecha piedra y las ruinas, enderezadas por artífices cuidadosos, se descubren ante un mundo cobarde que, se atemoriza por las amenazas de Kruschev, y ante un mundo frívolo que se divierte sin freno.
Detrás de las piedras pulidas duermen los caídos, los que en el Alcázar encontraron la muerte y los que fieles al Alcázar y, habiendo combatido en su defensa, allí fueron a encontrar su último reposo.
Hoy menos que nunca, al entrar en el recinto sagrado que corona la Cruz, los que en la cripta del Alcázar esperan la resurrección, nos mueven a lástima. Les envidiamos. Los únicos que nos dan lástima son los cobardes y los traidores. Y lastima también tendremos de nosotros mismos, cristianos y españoles, si no sabemos a la hora y en la hora de la verdad, combatir como ellos.