Los obispos y la Constitución
En el Discurso pronunciado con motivo de la sesión inaugural de la CVI Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española (CEE), recientemente celebrada del 16 al 20 de noviembre, el Emmo. y Rvdmo. Sr. D. Ricardo Blázquez Pérez, Cardenal-Arzobispo de Valladolid y Presidente de la CEE, refiriéndose a «La Iglesia en la sociedad. Fe y vida pública», decía lo siguiente:
«Hace varios decenios hicimos los españoles la transición a un régimen realmente democrático con satisfacción de los ciudadanos e incluso con la admiración de muchos no españoles. Poner en cuestión, de manera unilateral, esta situación constitucional introduce inseguridad, inquietud, incertidumbre, riesgo de caos, división de la sociedad. ¿Cómo ha sido posible que unas actitudes y unos hechos nos hayan llevado hasta pretender cambiar el sentido de nuestra historia secular?
El deseo de un futuro compartido por todos, el acercamiento de unos a otros, el diálogo auténtico, fueron fraguando un consenso con el que se elaboró la Constitución, refrendada por todos, que regula nuestra vida en común, abiertos a un perfeccionamiento constante. Con clarividencia y magnanimidad, ganó en nuestra sociedad la esperanza al miedo, la serenidad a la inquietud, la reconciliación al distanciamiento».
No puede dejar de advertirse cierta autocomplacencia en estas palabras. La queja acerca de la inseguridad, la inquietud, el caos o la división social a la vez que se jalean la Transición y la misma «situación constitucional» de ella dimanante recuerda aquellas palabras que refiriera sobre los liberales de su tiempo nuestro gran Vázquez de Mella: «ponen tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias». Sin embargo, más allá de la flagrante contradicción, el foco de análisis es otro: ¿De veras todos refrendaron el texto de 1978? Porque se desprendería de palabras así, pronunciadas casi cuarenta años después, que la Iglesia peregrinante en España se sumó, dichosa y feliz, exultante y pletórica de sentimientos de agradecimiento y jovialidad, a ese consenso en torno a dicha Constitución que –contra factum non argumentum est– se queda bastante lejos de la apertura a un «perfeccionamiento constante».
Lejos de querer sacar de la inopia a quien no quiere ser expulsado de ella, se escriben estas líneas con ánimo -tan sólo- de poner los puntos sobre las íes recordando, para las víctimas de la (todavía no derogada) Ley de desmemoria histérica de todas las generaciones, lo que de veras aconteció al respecto. Quién sabe si una lectura más fina y menos solícita de la llamada Transición, que la historiografía ya debería de estar en condiciones de comenzar, nos ayudará a corregir el rumbo, si es que todavía estamos a tiempo.
Es preciso recordar, en primer lugar, el contenido exacto de la Nota sobre el Referéndum constitucional que publicara la Comisión Permanente de la CEE el 28 de septiembre de 1978:
- En el nº4 se indica que «[l]as ambigüedades, las omisiones o las fórmulas peligrosas que pueda presentar el texto del articulado deberán ser contrastadas con esos valores básicos para medir si pueden ser toleradas en aras de un voto concorde y para evitar alternativas más graves, o si pesan tanto sobre la conciencia personal que obligan al voto negativo o a la abstención».
- Más adelante, en el nº5: «Reconocemos en el proyecto unos valores intrínsecos innegables, junto al dato esperanzador de que sea fruto de un notable esfuerzo de colaboración y de convivencia. No somos ajenos tampoco a las reservas que se le oponen desde la visión cristiana de la vida; v. gr., en materia de derechos educativos o de estabilidad del matrimonio. Desde la misión de la Iglesia y sobre el texto aún no definitivo de la Constitución, los obispos de la Comisión Permanente consideramos que no se dan motivos determinantes para que indiquemos o prohibamos a los fieles una forma de voto determinada».
- Y en el nº7 se lee que «[l]os obispos esperamos que las leyes que han de desarrollar las normas constitucionales no turbarán la conciencia de ningún ciudadano».
Nuestros obispos, así, constataban, con lenguaje meloso, que el proyecto de Constitución (1) se oponía en algunos aspectos a «la visión cristiana de la vida», (2) poseía ambigüedades, omisiones y fórmulas peligrosas, (3) podía dar lugar a leyes que, en su desarrollo, turben la conciencia de algunos ciudadanos. En consecuencia, la CEE (1) en crasa ejecución del fenómeno conocido como whisful thinking, «esperaba» que tal desarrollo legislativo no aconteciese, (2) contemplaba como posibles el «sí» como mal menor y el «no» o la abstención como oposición a dicho proyecto por motivos de conciencia, y (3) finalmente, se abstuvo de orientar de modo explícito el voto de los católicos. La Nota fue aprobada por la Asamblea Plenaria de la CEE con 60 votos a favor, 10 en contra y 5 abstenciones.
En los meses anteriores ya eran varios los pronunciamientos contrarios al proyecto constitucional. A las cartas pastorales de los obispos de Orense y de Orihuela-Alicante se sumaba, el 17 de agosto de 1978, la del obispo de Cuenca, Mons. José Guerra Campos, titulada ¿Constitución sin Dios para un pueblo cristiano?, donde ya se exponía, negro sobre blanco, tanto las maldades explícitas (supresión de toda referencia a Dios, divorcio) como las bombas de relojería (aborto) del proyecto constitucional y, en consecuencia, su nítido rechazo desde el juicio moral de la Iglesia. Sin embargo, ha sido la Pastoral de Don Marcelo el documento que ha pasado a la historia como aglutinador del episcopado español contrario a la Constitución de 1978. En efecto, el Cardenal-Arzobispo de Toledo y Primado de España, el Emmo. y Rvdmo. Sr. D. Marcelo González Martín, publicaba con fecha 2 de noviembre de 1978 la Instrucción Pastoral Ante el referéndum sobre la Constitución, cuya reflexión pivotaba sobre el contenido del proyecto constitucional en cinco puntos:
- La omisión, real y no solo nominal, de toda referencia a Dios: se proponía «a una nación de bautizados» «una Constitución agnóstica», siendo esto inconciliable con el “deber moral de las sociedades para con la verdadera religión” reafirmado por el Concilio Vaticano II en su declaración Dignitatis Humanae sobre libertad religiosa.
- La falta de referencia a los principios supremos de ley natural o divina: consecuencia lógica del punto anterior, queda a merced de los poderes «turnantes» la orientación moral de las leyes y actos de gobierno. Es esto un «salvoconducto para agresiones legalizadas contra derechos inalienables del hombre». «Al equiparar la libertad de difundir aire puro y la libertad de difundir aire contaminado, la libertad resultante no es igual para todos, pues en realidad se impide la libertad de respirar aire puro y se hace forzoso respirar aire contaminado».
- La falta de garantía para la libertad de enseñanza y la igualdad de oportunidades: «Sobre todo, no se garantiza de verdad a los padres la formación religiosa y moral de sus hijos». «La orientación educativa de la juventud española caerá indebidamente en manos de las oligarquías de los partidos políticos». Es más, se «somete la gestión de los centros a trabas que pueden favorecer a las tácticas marxistas». En definitiva, «el mal que esto puede hacer a las familias cristianas es incalculable».
- La Constitución no tutela los valores morales de la familia: «se abre la puerta para que el matrimonio, indisoluble por derecho divino y natural, se vea atacado por la “peste” (Conc. Vat.) de una ley del divorcio, fábrica ingente de matrimonios rotos y de huérfanos con padre y madre». «La introducción del divorcio en España no sería un mal menor, sino ocasión de daños irreparables para la sociedad española».
- «En relación con el aborto, no se ha conseguido la claridad y la seguridad necesarias. No se vota explícitamente este “crimen abominable” (Conc. Vat. II). La fórmula del artículo 15: “Todos tienen derecho a la vida”, supone, para su recta intelección, una concepción del hombre que diversos sectores parlamentarios no comparten. ¿Va a evitar esa fórmula que una mayoría parlamentaria quiera legalizar en su día el aborto? Aquellos de quienes dependerá en gran parte el uso de la Constitución han declarado que no».
Los párrafos finales no dejaban de dirigirse a los católicos españoles de una manera que ilustra a las claras la presión que se estaba viviendo en aquel entonces en el seno del propio episcopado:
«Lamentamos que muchos católicos se vean coaccionados a votar globalmente un texto, algunos de cuyos artículos debieran haber sido considerados aparte. Hay muchos creyentes que, con toda honradez y con la misma elevación de miras que invocan los demás, sienten repugnancia en el interior de su espíritu a votar a favor de un texto que muy fundamentalmente se teme que abra las puertas a legislaciones en pugna con su concepto cristiano de la vida. Su repugnancia nace de motivos religiosos, no políticos. Decirles simplemente que es después de la Constitución cuando tiene que luchar democráticamente para impedir el mal que puede producirse, y negarles que también ahora democráticamente tengan derecho a intentar evitarlo, es una contradicción y un abuso».
«Cuando por todas partes se perciben las funestas consecuencias a que está llevando a los hombres y a los pueblos el olvido de Dios y el desprecio de la ley natural, es triste que nuestros ciudadanos católicos se vean obligados a tener una opción que, en cualquier hipótesis, puede dejar intranquila su conciencia hasta el punto de que si votan en un sentido, otros católicos los tachen de intolerantes, y si votan en sentido diferente hayan de hacerlo con disgusto de sí mismos. A aquellos precisamente me dirijo para decirles que hagan su opción con toda libertad según se la dicta su conciencia cristiana, y sepan contestar a los que les atacan por su actitud negativa, si es que piensan adoptarla, que la división no la introducen ellos, sino el texto presentado a referéndum. Es solo su conciencia, rectamente formada con suficientes elementos de juicio, la que debe decidir, sin aceptar coacciones ni de unos ni de otros».
A la Pastoral de Don Marcelo se adhirieron el arzobispo de Burgos (D. Segundo García de Sierra y Méndez), los obispos de Cuenca (el ya aludido José Guerra Campos), Orihuela-Alicante (Pablo Barrachina), Tenerife (Luis Franco), Ciudad Rodrigo (Demetrio Mansilla), Sigüenza-Guadalajara (Laureano Castán Lacoma), Orense (Ángel Temiño Saiz) y el Administrador Apostólico de Vitoria (Francisco Peralta). Demostrado queda que, gracias a Dios, no hubo consenso episcopal en torno a la Constitución elaborada en 1978. A la luz de todo lo ocurrido durante estos cuatro decenios, no puede soslayarse –al menos sin riesgo de perder la cordura- el carácter profético de la postura de este «grupo de los nueve». Y digo profético en una doble vertiente: por la manera en que las advertencias realizadas se han ajustado a los hechos acaecidos, y por la constatación de que, también en el episcopado y en la Iglesia españoles de aquel entonces hubo quienes supieron anteponer un sano realismo a la complacencia dominante de aquella coyuntura histórica. Hablando claro: para quienes –como el que esto escribe- no vivieron aquellas horas, consuela saber que no todos se plegaron a la tontuna ambiental, sino que al menos unos pocos, nueve, supieron vislumbrar lo que había de venir si se brindaba apoyo a aquel aciago bodrio constitucional. Con su habitual clarividencia, de camino a nuestra tierra con motivo de su viaje apostólico a Santiago de Compostela y Barcelona, dijo Benedicto XVI, el 6 de noviembre de 2010 (festividad litúrgica de los Mártires del siglo XX en España), que «en España ha nacido una laicidad, un anticlericalismo, un laicismo fuerte y agresivo, como lo vimos precisamente en los años treinta».
¡Gracias, monseñores, a buen seguro el Señor ya os lo paga, orad por nosotros! Sirvan estas líneas como reconocimiento y homenaje.
Juan Enrique Arruabarrena
Para quien quiera estudiar a fondo la cuestión, cfr. Blas Piñar, Mi réplica al Cardenal Tarancón, Fuerza Nueva, 1998.