ABORTO E INTERRUPCIÓN VOLUNTARIA DEL EMBARAZO – Curso sobre el derecho a la vida – marzo de 1985
Si en la lección precedente nos ocupamos de las infracciones que en el proceso de la transmisión de la vida afectan al juego de la intimidad-fecundidad, pretendiendo, por una parte, la intimidad sin fecundidad, dando un carácter absoluto al sexo, y de otra, la fecundidad sin intimidad, dando un carácter absoluto al deseo procreador, vamos a ocuparnos ahora de las transgresiones que afectan a la «opus naturae», es decir, a la epigénesis o desarrollo ontogenético que transcurre desde la fecundación a través de la «actio hominis» correcta, hasta el parto o alumbramiento.
El tema es de una rabiosa actualidad, por varias razones, y, entre otras, las siguientes: porque se trata de una transgresión tan generalizada que hoy se la considera como un fenómeno masivo; porque pretende ahogarse cualquier escrúpulo de rechazo con una propaganda dirigida a un lavado de conciencia que justifique la transgresión o no la considere como tal; porque un reto desvergonzado pone en primera fila, para atraer la pública atención, a quienes se proclaman como heroínas por haber abortado (y no sólo en el extranjero, sino también en España, así, «Cambio 16″, de 4-XI-1.979, hizo referencia a “4.000 españolas firmantes de un documento en el que afirmaban haber abortado». Entre ellas -dice la Revista- están las representantes del mundo del arte, la cultura y la política, que ilustran nuestra portada»); porque la transgresión se ha convertido en un negocio tan lucrativo en sí mismo que los «abortoriums» hacen propaganda de su técnica, incluso más allá de la nación donde se hallan establecidos para atraer clientela de los países en que está penalizado el aborto (recuérdese las cartas recibidas por médicos españoles desde algunas clínicas inglesas, que recogimos en nuestra Revista y que provocó la reacción inmediata del doctor Soroa); porque a ese negocio se añade, para mayor escarnio, el que ha surgido con la venta del fruto abortado de la concepción, para fabricar cosméticos y productos de belleza (Ve. «El País», 28-11-1.985); porque la legislación abortista se extiende por el mundo respondiendo a lo que se ha llamado «anti-life mentality”; porque, desgraciadamente, también entre nosotros la legalización despenalizante del aborto fue aprobada por el Congreso y por el Senado, aunque se halle pendiente para su entrada en vigor de la sentencia que se dicte con motivo del recurso interpuesto ante el Tribunal Constitucional; y porque esta legalización despenalizante -de que se ocupó Pablo VI en su alocución al XXIII Congreso de la Unión de Juristas italianos- autoriza un crimen que fue calificado de «gravísimo» por la «Casti Connubi» (nº 23), de «plaga» por Juan Pablo II (7-XII-1.981) y de «abominable» por la Constitución pastoral «Gaudium et spes» (nº 51), fue querida por la voluntad mayoritaria del pueblo español, que, no obstante su catolicismo, votó el programa socialista «pro aborto», como votó antes la reforma patrocinada por los partidos de derecha o de centro, que dejó los criterios morales, inspiradores del ordenamiento jurídico, a la voluntad omnipotente de la mayoría. (Recuérdese que la «Congregación de la doctrina de la fe» declaró, el 8-XI-1.974, que «un cristiano no puede dar su aprobación a una ley que admita en principio la licitud del aborto, ley inmoral en sí misma»)
Como guías introductorias, y espero que clarificadoras, del tema objeto de nuestro estudio, me permita significar dos cosas: que no es lo mismo aborto que interrupción voluntaria del embarazo y que la aparición y difusión de esta última frase -interrupción voluntaria del embarazo- sirve a la política del lavado de conciencia a que antes nos referimos.
La frase «interrupción voluntaria del embarazo”, podría unirse a las que Rafael Gambra analiza en su trabajo «El lenguaje y los mitos” (Edit. «Speiro», Madrid. 1.984), o a las que comentó brillantemente en nuestro Aula Sebastián Mariner («Desde la trinchera lingüística, contra el Cambio», 14-VI-1.984). Se trata de un lenguaje superpuesto o de cobertura que, gramaticalmente, se denomina eufemismo. Ahora bien; en este eufemismo gramatical descubrimos, si lo observamos, tres propósitos diferentes, a saber: uno, muy simple e irrelevante, que pretende tan sólo eludir, no ideas, pero sí vocablos que en el uso social resultan hirientes o malsonantes, tal y como sucede cuando se dice: «voy al aseo», «empleada de hogar», «internos en una institución penitenciaria”, «Fulanita tuvo un desliz» o «a Don Fulano le pusieron a la sombra»; otro, que aspira a producir una desviación, o al menos un equívoco conceptual, de forma que el lector o el oyente entienda o vacile ante la idea de que el vocablo o la frase son portadores, tal y como sucede cuando se habla de «rectificación del frente» para no decir que ganó terreno el adversario, o que ha «subido el dólar» para ocultar que ha caído la peseta, o que continúa la «reconversión industrial», ocultando que sigue el desmantelamiento de las fábricas; el tercero y último aparece cuando lo que se busca es un juicio de valor moral diferente y hasta opuesto al que se considera como recibido y aceptado por la conciencia personal y colectiva, como sucede con la frase «interrupción voluntaria del embarazo».
La frase ha sido calificada de «aséptica»‘ por Monseñor Etchegaray (Ve. «Le Figaro», de 25/26-XI-1.979), Presidente de la Confederación episcopal francesa, pues con ella se trata de eludir la palabra aborto, ya que ésta conlleva un carácter delictivo; y de «hipócrita» por Julián Marías («Visión antropológica del aborto», en «En defensa de la vida», Madrid, 1.983) quien entiende que, admitida, se podría decir que el ahorcado tuvo una interrupción voluntaria de la respiración o que, como yo añado, el «golpe» del 23 de febrero no fue un «golpe», sino un intento de interrupción artificial de la vida parlamentaria.
Con la frase «interrupción voluntaria del embarazo» se desvía el juicio moral aceptado, que condena la muerte querida del fruto de la concepción, es decir, del «nasciturus» o nacedero, hacia los problemas planteados a la madre, a la que se contempla como mujer, no en estado de buena esperanza, sino de embaraza, de soportadora de una carga, que entra en colisión con sus derechos y de la que está facultada y legitimada para desembarazarse.
Por otro lado, y como decíamos, aborto e interrupción voluntaria del embarazo no son identificables, ya que no siempre significan lo mismo. En efecto; hay abortos que no se producen voluntariamente y que por lo mismo no constituyen interrupción voluntaria del embarazo, y, a su vez, hay interrupciones voluntarias del embarazo que no son abortos, porque en lugar de pretender la muerte del «nasciturus» tratan de conseguir su viabilidad mediante un parto provocado prematuro que interrumpe la ontogénesis intrauterina y, por consiguiente, el embarazo.
Esto nos lleva, y partiendo de la palabra aborto, a señalar sus diversas modalidades. A tal fin, los esquemas, según se considere el aborto, han de ser distintos. Trataré de exponerlos con la máxima brevedad y discriminación posibles, atendiendo al por qué, al estado de desarrollo del «nasciturus», al lugar en que se realiza, a los métodos que se emplean, a la intención que lo anima y a su contemplación por la ley.
Atendiendo al por qué, el aborto puede ser espontáneo, natural o «secumdum natura» o artificial, provocado o «contra natura». El primero constituye un método de selectividad natural que alcanza hasta un 15% de los embarazos (Botella Llusiá ha escrito que «la abortividad es un fenómeno fisiológico y espontáneo que pone en marcha la naturaleza: uno de cada medio millón de candidatos llega a realizarse de una manera completa», Ve. «Roca Viva», 1.984, pág. 360 y s.) y que no plantea, por ello mismo, ningún problema de carácter ético. El segundo, al ser obra del hombre y actuar contra naturaleza, supone una transgresión moral que proclama su ilicitud, y una transgresión del recto ordenamiento jurídico, que reclama su tipificación como delito.
Atendiendo al estado de desarrollo del producto de la concepción que se elimina, el aborto puede afectar al germen o blastocito brotado por la fertilización del óvulo, al embrión en marcha hacia el hábitat genético femenino, o a dicho embrión ya implantado, desde el comienzo de su anidación hasta el alumbramiento, pudiendo producirse un momento de menor o mayor madurez del mismo.
Atendiendo al lugar en que se realiza, el aborto puede practicarse en la mujer y fuera de la mujer. El que se practica en el complejo anatómico femenino puede tener lugar en la «opus naturae» en cualquier instante de su desarrollo, tal y como acabamos de exponer, o bien en el resultado anormal que supone la instalación patológica del germen fuera del hábitat genético femenino, en cuyo supuesto no puede hablarse propiamente de aborto, sino de aborto ectópico, o de método terapéutico, médico o quirúrgico, para evitar un proceso ontogenético imposible o maligno. El aborto que hoy, por los avances de la técnica, puede practicarse fuera del organismo de la mujer es el llamado aborto «in vitro», que consiste en la destrucción de los gérmenes conseguidos en el laboratorio por la fecundación artificial. (Ve. Rodríguez Castro: «¿Aborto ‘in vitro’?», en «Tapia”, 1.985, enero/febrero, pág. 2)
Atendiendo a los métodos empleados para conseguir el aborto, éste se puede lograr, en el caso de que el «nasciturus» se halle todavía en estado de germen o embrión, mediante el empleo de los fármacos llamados píldoras de la mañana siguiente, de los días siguientes («prostaglandinas»), que no actúan como antiovulatorios, sino como abortivos, impidiendo la marcha del germen hacia su hábitat o la implantación y anidación en el mismo, tal y como se logra con los DIU o dispositivos intrauterinos. En el caso de que el embrión haya anidado, la eliminación del mismo se realiza por procedimientos químicos, físicos y mecánicos, de un dramatismo espeluznante, como la succión de la criatura, por vacío y a través de una aspiradora; por embriotomía o craneotomía, que consiste en el troceo de la criatura mediante la utilización de la legra o cucharilla quirúrgica de bordes afilados; por la cesárea, seguida de la occisión del «nasciturus» por hierosotomía o corte del cordón umbilical; y por inyección intrauterina de un veneno de origen vegetal, animal o físico y generalmente de cloruro sódico.
Atendiendo a la intención, el aborto puede ser directo y querido, buscándose deliberadamente la eliminación del «nasciturus», o indirecto o inducido, que no se desea, pero que, no obstante, se produce a consecuencia del tratamiento médico o quirúrgicamente obligado de una enfermedad (ligaduras de vasos para contener hemorragias graves en la matriz, cáncer de útero o tumor maligno). En este caso, la licitud moral del aborto es un derivado del principio de causalidad de doble efecto, ya que el aborto no es el tratamiento de una dolencia grave, sino el resultado del tratamiento para curarla. (Ve. Pío XII: «Por la salvación de la familia», 27-XI-1.951, nº 13)
Atendiendo a la contemplación que del aborto hacen los ordenamientos jurídicos, puede ser el aborto «ad libitum» o libre, realizado después de una consulta privada de la mujer con el médico; prohibido, por hallarse «tipificado» como delito en el Código penal, sin perjuicio de una gama de atenuantes y eximentes; «indicado» o autorizado en los supuestos, plazos y condiciones que marca la ley. También, y desde este punto de vista, el aborto puede ser «legal» o clandestino y realizarse con o sin el consentimiento de la mujer.
Centrando nuestra atención en el aborto propiamente dicho, es decir, en el que se ha venido calificando, según la doctrina recibida, como criminal, al proponerse la eliminación voluntaria por medios artificiales del «nasciturus» (Ve. Sentencia del Tribunal Supremo de 30 de enero de 1.984), la primera cuestión -capitalísima, por cierto- que se ofrece a nuestro examen en el clima en el que hoy nos movemos, es el de su licitud moral y, como subsiguiente, el de su legalización por el ordenamiento jurídico.
Para defender las posturas abortistas se esgrime: a) que no siendo persona el «nasciturus», porque solo lo es el nacido, el aborto no puede ser calificado ni moralmente de ilícito, ni criminalmente de delito; b) que el «nasciturus» goza sólo de una vida «in fieri», sujeta a un proceso de hominización en la que el ser humano como tal sólo surge en la última etapa intrauterina; el que la colisión de derechos entre el «nasciturus» y la madre, ha de resolverse a favor de la última, por ser superiores los de ésta a los de aquél; d) que, en último término, no se trata de imponer el aborto, sino de respetar, en este campo como en tantos otros, la libertad de conciencia -«pro elección»- inherente a una sociedad democrática y pluralista. Vamos a examinar la argumentación expuesta:
Durante el proceso ontogenético -se dice- no hay más que aquello que los romanos definieran como «pars» o «partis viscerum matris», es decir, un apéndice del organismo de la madre, de no mayor significación que cualquiera de sus órganos no vitales. La «cosa», por llamarlo de alguna manera, que la mujer guarda en su seno, forma parte de su cuerpo, y no es más, al menos inicialmente, como ha escrito entre nosotros el profesor Gimbernat Ordeig («Por un aborto libre», en «Estudios de Derecho Penal», pág. 43), que un coágulo de sangre, del que la mujer, como de algo propio y que le estorba, se puede libremente deshacer.
La verdad es que el fruto de la concepción no es «algo», sino que es alguien, no es «postium matris», sino que es un otro, un «tú» frente a un «yo», como asegura con acierto Julián Marías. Afirmar que la «cosa» no deviene persona hasta el momento de la separación total del seno materno, ni siquiera se puede mantener en el campo de lo jurídico formal. Por ello, nuestro Código civil, sin perjuicio de establecer que el nacimiento confiere la personalidad, proclama que al concebido se le tiene por nacido para todos los efectos que le sean favorables (Arts. 29 y 30), y no cabe la menor duda que la primaria aplicación de este tratamiento favorable consiste en proteger la vida del «nasciturus» («infans conceptur pro nato habetur») y no eliminarla, precisamente para que adquiera, no el carácter de persona, biológicamente hablando, que aquí no se discute, sino la personalidad, en la órbita acotada del derecho.
El fruto de la concepción, como dato científico experimental, constituye, por lo tanto, un ser nuevo (analizaremos más tarde si ese ser nuevo es tan sólo «spes hominis» o un hombre en desarrollo). Este ser nuevo tiene, y no cabe dudarlo, una vida dependiente; pero vida dependiente no quiere decir vida indiferenciada o confundida o identificada con la vida de la madre. La vida de pendiente del «nasciturus» desde el momento de la fertilización, es una vida distinta, como lo prueban los hechos siguientes: 1) el fenómeno del rechazo sub siguiente a la implantación, que obliga al germen, para anidarse, a un esfuerzo increíble que conlleva la detención del periodo materno; 2) la vitalidad del embrión, producto de las fecundaciones “in vitro», fuera del claustro materno; 3) la necesidad de que los abortos voluntarios hayan de producirse, no a través del organismo materno, sino mediante una actuación occisiva directa sobre el «nasciturus»; 4) la invocación del embarazo para conseguir el retraso en la aplicación de la pena capital en algunos ordenamientos jurídicos; 5) el indulto que, por ejemplo, concedió Franco a varias mujeres terroristas condenadas a muerte, en atención, no a ellas, que lo habían merecido, sino a las criaturas inocentes que llevaban en su seno; 6) el hecho de que el canon 871, del nuevo Código de Derecho canónico, de 25 de enero de 1.983, ordene que «en la medida de lo posible, se debe bautizar a los fetos abortivos, si viven» (la Congregación del Santo oficio declaró, en 1.870, que si la madre fallece se debe sacar al ser que lleva en su seno -cesárea «post mortem»- para bautizarlo, cualquiera que sea el tiempo de la gestación).
Ahora bien; descartada la tesis de la «pars viscerum matris» y admitido que nos hallamos ante una vida nueva, cabe plantear si esa vida nueva, dependiente pero distinta, del «nasciturus» es, realmente y en todo momento, una vida humana, individualizada y personalizada, o se trata tan sólo de una «spes vitae» o «spes hominis», de una vida que por hallarse en gestación, «in fieri», o en proceso de hominización, no puede equipararse al hombre en acto o «in facto esse», exigiendo idéntica protección.
El tema, aunque supone una retirada de la primera línea, en la que se niega significación biológica diferenciada a la vida prenatal, no deja de ser apasionante, pues incide en la consideración que merece una vida diferenciada, que se admite, pero a la que se niega la calidad y la dignidad de vida humana propiamente dicha.
El tratamiento diferenciado del nacido y del «nasciturus», que hasta hace algún tiempo podía defenderse apoyándose en la incertidumbre teológico-moral derivada de un conocimiento reducido de la biología, se halla hoy en día superado.
Ya no es posible -salvo que se incurra en retraso científico- defender las antiguas fórmulas del «corpus informatus» y del «corpus formatus», que permitieron sostener a Santo Tomás («in generatione hominis prius est vivum, deinde animal, ultimo autem homo», «Summa Theologica, 2,2, q. 64-1), entre otros, y siguiendo a Aristóteles, Hipócrates y Galeno, que en el proceso ontogenético, la vida «in fieri» iba siendo animada por le infusión sucesiva, según el grado de desarrollo, de un alma vegetativa, primero, sensitiva, después, y humana más tarde. Si ello fuese así, y podía, con presunción moral reputada como cierta, fijarse el momento de la animación humana, era lógico que la ilicitud moral y la sanción como delito del aborto, fuera distinta según existiera o no alma humana en el «nasciturus» abortado. Tal era la tesis de la animación gradual, sucesiva o retardada, que se fijó para las mujeres a los 80 días, y en 40 para los varones, y su aplicación al derecho penal de la época en que dicha tesis imperaba. En este sentido, nuestro Fuero Juzgo castigó el aborto de la «spes huminis», es decir, del «nasciturus» sin alma humana, con la confinación, y la del «nasciturus» con alma humana, hombre en acto, con la pena de muerte a que se hacía creedor el homicida.
Pero la ciencia biológica ha demostrado hasta la saciedad que la tesis de la animación gradual o retardada no es cierta, que en el proceso ontogenético no van apareciendo sucesivamente tres almas distintas, sino que el alma que infunde la vida al óvulo fertilizado es única, y que esa sola y única alma vitalizante del ser promueve su epigénesis o desarrollo durante la vida intrauterina, y después de ella hasta la muerte. No habiendo, pues, como se ha escrito con acierto (Bauer: «Temas candentes para el cristiano», Edit. Herder, Barcelona, 1.976, pág. 22), modificaciones del ser, sino modificaciones de las manifestaciones del ser, el hombre es el mismo, antes y después, «in radice» y «a posteriori», «ad ovo usque ad mortem», y el código genético instalado en el germen garantiza la identidad de un sujeto «sui iuris», absolutamente irrepetible e infungible, que en la humanidad toda no encontrará otro que le sea igualable. Tal fue la postura de la animación inmediata de San Alberto Magno, y la que hoy se fortalece con las aportaciones experimentales de biólogos y genetistas. En este sentido, el famoso «rey del aborto», el Dr. Bernard Nathanson, ha dicho: «dramáticamente tengo que reconocer que el feto no es un trozo de carne, sino un paciente»; el profesor Jérôme Lejeune ha escrito que «no es una afirmación metafísica, sino, simplemente, una verdad experimental, que con la fecundación un nuevo ser viene a la existencia»; y Jiménez Vargas y López García («¿A qué se llama aborto?», Edit. Magisterio Español, Madrid, 1.975, pág. 48) aseguran que «desde la fertilización está viviendo una persona humana (y) que si el comienzo de la vida no se sitúa en la fecundación, no queda referencia ninguna para concretar en qué momento se produce».
En esta línea de pensamiento se pronuncian una serie larga de declaraciones médicas, políticas y morales, de las que entresacamos las siguientes:
Declaraciones médicas
La «Real Academia Española de Medicina», en Conclusión, de 10 de abril de 1.973, proclama: «prescindiendo de toda razón moral y teológica, sólo desde el punto de vista de la biología, el huevo fecundado es una vida independiente y dotada de individualidad propia. Desde el punto de vista biológico, pues, cualquier práctica abortiva, por temprana que sea, debe ser considerada como un homicidio».
El «Código Deontológico de la profesión médica española», prescribe, en su artículo 114, que «el médico está obligado a respetar la vida humana en gestación».
Las Resoluciones de Ginebra, de 1.948, y de Oslo, de 1.970, de la Asociación Médica mundial, desean que cada facultativo se comprometa a guardar «respeto absoluto a la vida humana desde la concepción».
La «Conferencia internacional sobre el aborto», celebrada en Washington en 1.967, declara que «entre la fecundación y el nacimiento no hay instante preciso en el cual pueda decirse que no hay vida humana (y que los cambios hasta el adulto son grados diversos de desarrollo y maduración».
Declaraciones políticas
La Resolución de 4 de octubre de 1.982, del «Consejo de Europa», subraya que «la ciencia y el sentido común prueban que la vida humana comienza en el momento de la concepción y que en ese mismo momento están presentes en potencia todas las propiedades biológicas del ser humano».
La «Declaración de los derechos del niño no nacido», de 6 de octubre de 1.979, de la «Asamblea del Parlamento Europeo», reza así: «la ciencia biológica y genética establece que la vida de cada ser humano, con todas sus características propias, empieza desde el momento de su concepción (estando de acuerdo al afirmarlo así) no sólo los que reconocen la vida como un don de Dios, sino -también… aquéllos que no comparten esta convicción».
Declaraciones morales
«Casti Connubii» habla del «delito gravísimo con el que se atenta contra la vida de la prole encerrada en el claustro materno» (nº 23).
«Humanae vitae», en su nº 14, declara ilícita «la interrupción directa de la generación ya iniciada y sobre todo el aborto directamente querido y procurado».
«Mater et magistra» señala que «la vida humana es sagrada desde que aflora».
«Gaudium et spes» (51,3), dice que «la vida, desde su concepción, ha de ser salvaguardada con el máximo cuidado; el aborto y el infanticidio son crímenes abominables».
La Declaración de la «Congregación para la doctrina de la fe», de 5 de mayo de 1.980, subraya que «nada ni nadie puede autorizar la supresión de la vida de un ser humana inocente, feto o embrión. Habría en ello una violación de la ley divina, una ofensa a la dignidad de la persona humana, un crimen contra la vida, un atentado contra la humanidad».
Pío XII, con la transparencia de su pensamiento clarividente, proclamó «hasta que un hombre no es declarado culpable, su vida es intocable y, por tanto, os ilícito cualquier acto que tienda directamente a destruirla (aunque se trate de una vida embrional)»; «la vida humana inocente… está sustraída -desde el primer instante de su existencia a cualquier ataque voluntario y directo. Este es un derecho fundamental de la persona humana… válido… para la vida escondida en el seno de la madre». (12-XI-1.944)
Juan Pablo II, con apostólica insistencia, ha dicho: «si se rompe el derecho del hombre a la vida en el momento en que empieza a ser concebido en el seno materno, se ataca indirectamente todo el orden moral» (8-VI-1.979; 7-X-1.979; 19-II-1.981 ); «la vida humana es sagrada… desde el momento de la concepción hasta el último instante de la existencia natural» (26-IV-.1980); «si desde el momento de la concepción… toda vida humana es sagrada…, todo aquél que intente destruir la vida humana en el seno materno, no solamente viola la sacralidad de un ser humano… oponiéndose así a Dios, sino que también ataca a toda la sociedad minando el respeto por toda vida humana» (19-II-1.981); «quien negare la defensa a la persona humana ya concebida, aunque todavía no nacida, cometería una gravísima violación del orden moral. Nunca se puede legitimar la muerte de un inocente. Se minaría el mismo fundamento de la sociedad. ¿Qué sentido tendría hablar de la dignidad del hombre, de sus derechos fundamentales, si no se protege a un inocente, o se llega, incluso, a facilitar los medios o servicios, privados o públicos, para destruir vidas humanas indefensas?» (Alocución en Madrid, Plaza de Lima, de 2-XI-1.982)
Por su parte, en los textos sagrados hay tres auténticas joyas sobre el tema que nos ocupa, el del Éxodo (21,22), que prescribe: «si algunos riñeren o hirieren a una mujer embarazada y ésta abortara, pagará vida por vida»; el de Job (31, 15): «in utero fecit me”; y el del Salmo 139: «Tú me hiciste en el vientre de mi madre; mi embrión vieran tus ojos».
Finalmente, tanto el antiguo como el actual Código de Derecho canónico comparten la misma idea y recordando, sin duda, la carta de San Bernabé, en la que leemos «no matarás a tu hijo en el seno de la madre» (Libro de Horas, III, pág. 376), castigan con la pena de excomunión a los que procuran y no solamente realizan materialmente el aborto; el primero, en su Canon 2.350, al decir: «procurantes abortum, matre non excepta, incurrunt, effectu seculo, in exconmunicationem latae sententiae ordinario reservatam», y el segundo, en su Canon 1.398, conforme al cual «qui abortum procurat, effectu seculo, in excomunicationem letae sententiae incurrit».
Carecen de valor, no obstante su falsa vestidura científica, los argumentos de quienes, refractarios a las exigencias de la moral y de la biología, pretenden desde posiciones autocalificadas de progresistas, retroceder a las tesis superadas por las aportaciones experimentales a que acabamos de hacer referencia. Para eludirlas, se habla otra vez de un proceso de hominización en el que cabría distinguir: vida naciente indiferenciada (simple conjunto de células informes), vida humana no individualizada (ante la posibilidad de su desdoblamiento gemelar), vida humana individualizada (que surgiría, como sostiene Muñoz Conde -«Derecho penal», Parte especial, Sevilla, 5ª ed., pág. 63- con el «inicio de la actividad cerebral a nivel cortical superior») y vida humana individualizada y personalizada (que sólo aparece hacia los tres meses, en que se puede hablar de «vida humana independiente»).
Creo que está argumentación proabortista ha sido refutada de un modo contundente, ya que en el «nasciturus» no hay soluciones de continuidad, por lo que es inútil todo intento diferenciador, a los efectos identificadores que aquí interesan, entre simple vida (en el momento de la fecundación), vida humana no individualizada (durante el camino del embrión hacia su hábitat), vida humana individualizada (al producirse la anidación) y vida humana personalizada (a los tres meses del embarazo). Por otra parte, resulta evidente que el encefalograma plano como anti signo de actividad cerebral es ambivalente, ya que en el hombre muerto certifica lo contrario que en el ser en proceso de gestación. En aquél, da testimonio de algo irrecuperable y, por ello, de la defunción. En éste, es anuncio de su aparición y, por ello, un testimonio de vida humana personal. Por lo que respecta al desdoblamiento gemelar univitelino, como respaldo a la tesis de vida humana no individualizada, está claro que esa individualización se produce, aunque en este caso por partida doble.
Retrocediendo a una tercera línea, el abortismo, luego de admitir que el ser en gestación es una vida humana «in fieri», e incluso una vida humana personalizada, entiende que entre esa vida y los derechos de la madre puede surgir una colisión, que ha de resolverse, por varias razones, a favor de la última, sacrificando la vida del «nasciturus».
La colisión no se plantea tan sólo en los supuestos de estado de necesidad, en los que teóricamente hay que decidir entre la vida de la madre o la vida del hijo, y que constituye uno de los supuestos de la indicación abortiva terapéutica, de la que después nos ocupamos, sino de la colisión entre el derecho del «nasciturus» a completar su desarrollo ontogenético y los derechos de la mujer, como el de disposición de su propio cuerpo, que incluye el derecho al placer, el de ser madre o no serlo (recuérdese el eslogan: «nosotras parimos, nosotras decidimos») y los que se alegan como «derechos constitucionales»: el derecho a la salud física y psíquica, el desarrollo de la personalidad y a la intimidad. (Ve. capítulo de «antecedentes» de la Sent. del Tribunal Constitucional, de 27 de junio de 1.984, B.O. del E. nº 181, de 30 de junio de 1.984)
La solución abortista para los casos de colisión no sólo continúa siendo inmoral, sino que es inconsistente, porque si hay colisión de derechos, y los derechos se ordenan a bienes jurídicamente protegidos, está claro que aun suponiendo que todos los derechos de la mujer que acabamos de relacionar fueran efectivamente derechos, son de calidad inferior al derecho fundamental de la vida, sin que pueda alegarse, como lo ha hecho el magistrado Francisco Tomás Valiente, en su voto particular a la sentencia mencionada, que «el feto y, antes, el embrión, no son persona humana, sino mera ‘spes hominis’ (por lo que) no son titulares de derechos fundamentales» y no se hallan incluidos en el artículo 15 de la Constitución.
El alegato contenido en tal voto particular, aparte de ser anticientífico, llevaría a no considerar lícito el cegamiento de los manantiales, porque aún no se convirtieron en arroyo, o a la destrucción de la semilla, porque aún no se ha convertido en árbol. Pero hay más; si la tesis vale, habrá que concluir que se viola el principio de igualdad ante la ley, ya que la no discriminación
constitucional (Art.14) quedará quebrantada atendiendo a que la vida sea intrauterina o extrauterina, en última instancia también, a su tamaño. La vida escondida diminuta sería así una vida inferior y despreciable, cuyo sacrificio y aborto a favor de los derechos de la mujer sería el caso más inicuo, como ha señalado el obispo de Oporto, de explotación del hombre por el hombre. (Ve. «La Gaceta del Norte», de 13 de diciembre de 1.979)
Pero hay más. ¿Hasta qué punto puede hablarse en este caso de un derecho al placer, del derecho a ser o no ser madre y del derecho a disponer de su propio cuerpo?
Si al placer se cataloga entre los bienes jurídicamente protegidos y se proclama como derecho fundamental, será lícito y legalizable el placer del ladrón, que disfruta robando, el del pirómano, que goza incendiando, y el del sádico, que se satisface mortificando; y será lícito y legalizable, del mismo modo, la explotación del hombre por sí mismo, como sucede con las víctimas de la droga, que la consumen, sin duda, por placer.
Si la decisión de ser o no madre se debe respetar hasta el límite del aborto, habrá que entender que esa libertad conlleva la violación del orden natural, y no solo -como se ha dicho con tristeza irónica- frente a la gestación, la autogestión del útero (Pino Rauti: «Perché no alla aborto». Discurso en la Cámara de Diputados de Roma, el 2-III-1.976), sino el derecho, en nombre de la libertad, a destruir la libertad y el derecho a vivir del otro ser que está en la madre, como deposito temporal y confiado, pero que no es ella ni de ella.
Si la posibilidad de disponer libremente del propio cuerpo se eleva -radicalmente a la categoría de derecho absoluto, no podría prohibirse el suicidio, ni las mutilaciones (aunque con las mismas se pretenda incumplir un deber, como la prestación del servicio militar).
Por último, y ya en la última trinchera defensiva, el abortismo, -aun admitiendo las tesis que lo rechazan, argumenta, como indicábamos, que no se trata de imponer el aborto, al despenalizarlo y legalizarlo, como asegura el movimiento “pro vida», sino del respeto, en una sociedad democrática y pluralista, de la libertad de elección de les ciudadanos.
El argumento esgrimido es falaz, porque incluso en una sociedad democrática y pluralista hay valores sustantivos que constituyen el fundamento de la sociedad, y que han de respetarse si no se quiere destruir la democracia misma. Como ha señalado el Cardenal Etchegaray (Ve. trabajo citado), «aquéllos que tienen la responsabilidad legislativa no pueden, bajo pretexto de respetar el pluralismo, replegarse a la distinción legítima entre lo legal y lo moral, como si entre uno y otro no hubiera ningún nexo, especialmente cuando se trata de proteger un derecho del hombre, tan fundamental corno es el derecho a la vida». Por su parte, el Dr. Bernard Nathanson (Ve. «Roma», Buenos Aires, nº 8º), ha dicho: «Todos estamos a favor de la elección, siempre que sea una elección ética. Si estoy en quiebra, puedo elegir entre conseguir dinero trabajando, asaltar un banco o quitar la cartera al prójimo. La primera elección es ética, sin duda. Las otras, sin duda, también, no lo son y, por lo tanto, no me es lícito optar por las mismas.
En esta línea de pensamiento, ha dicho monseñor Jesús Plá y Gandía, que el aborto no es un tema que permita pluralidad de opiniones (Pastoral de 15 de enero de 1.983), subrayando con meridiana claridad monseñor Guerra Campos que en casos como el del aborto hay que condenar necesaria y universalmente el permisivismo, «porque la vida de un niño prevalece sobre todas las opiniones: no se pueda invocar la libertad de pensamiento para arrebatársela» (instrucción de 28 de enero de 1.983). Tal es, por otra parte, la doctrina del magisterio pontificio, expresada por Juan Pablo II, el 5 de abril de 1.981, en términos que no dejan lugar a la menor duda: «los que piensan y afirman que éste es un problema privado y que, en tal caso, es necesario defender el derecho estrictamente personal a la decisión, no piensan y no dicen toda la verdad. El problema de la responsabilidad por la vida concebida en el seno de cada, madre, es un, problema que se halla en la base de la cultura moral de toda sociedad».
El movimiento abortista en franca derrota científica y moral, se repliega y busca refugio en otros campos para librar en ellos su última batalla. Acude así, como explicación y justificación legalizadora del aborto, a la necesidad urgente de parar la amenaza de una superpoblación que quedará desabastecida; el hecho de evitar los abortos clandestinos, tan peligrosos para la mujer y a reconocer, huyendo de toda hipocresía farisaica, que el aborto es un fenómeno masivo, que está en la calle; a la injusticia que supone el tratamiento penal distinto del aborto según se practique en el extranjero, lo que pueden permitirse sin castigo las mujeres ricas, o en España, donde han de practicarlo con sanción las mujeres pobres.
Vamos a analizar brevemente tales alegatos.
En primer lugar, la superpoblación, como ya indiqué en la conferencia inicial del curso, no es un fenómeno universal, sino localizado en áreas conocidas del planeta. En otras, como ocurre en las naciones industrializadas, el fenómeno es diametralmente el contrario, poniendo en ridículo las previsiones del «Massachusetts Institute of Technology» y del famoso Club de Roma. Sólo en Europa, la tasa de natalidad ha descendido en un 50% en los últimos 15 años, calculándose, por ejemplo, que, de continuar el ritmo decreciente en forma análoga, en el año 2.050 -de no cubrirse el déficit con la inmigración- Francia tendrá 27 millones de habitantes, en lugar de los 53 que hoy la habitan, y la Alemania federal 33 millones, en lugar de 61, con lo que pasará a ser, como se ha escrito, de un pueblo sin espacio vital a un espacio sin pueblo.
El abortismo, como un instrumento más del antinatalismo, nos aproxima a la generalización del crecimiento cero -previsto ya en Italia para 1.995-, tal y como fue anunciado en la «Conferencia mundial sobre la población» de Bucarest. A la anticoncepción, la esterilización y el aborto, se agrega la impotencia «coeundi» y «generandi», fruto del clima de tensión sicológica y del género de vida de las sociedades industrializadas, lo que da, entre otras consecuencias, a plazo próximo, y nada favorables al optimismo abortante, las siguientes: un nacimiento por cada 3,5 fallecimientos; una sociedad con un 40% de sexagenarios, en gran parte improductivos; una desproporción insoportable, por ello mismo, entre la población activa y el número de jubilados que aquélla deberá mantener, una política educacional de cierre de escuelas y cese de maestros, por falta de alumnos y una no fácil acomodación del profesorado para hijos únicos y, por lo tanto, y en general, difíciles y egocéntricos.
En segundo lugar, el argumento del número creciente de abortos y el del peligro que para la mujer acarrea su práctica clandestina, carece de valor. En efecto; por una parte, y a manera de presión social, se ha aumentado caprichosamente el número de abortos reales, a sabiendas de que no hay estadísticas fehacientes, por las circunstancias de intimidad y secreto en que el fenómeno se produce; porque de tal forma se ha magnificado el número de abortos, que en España, de ser cierta la cifra que se ofrece (la memoria de la Fiscalía del Tribunal Supremo, de 1.974, señala la de 300.000 anuales), habrán de producirse dos abortos por minuto; porque no es cierto que la despenalización del aborto los haga disminuir, en general, y en particular, los que se realizan clandestinamente por los que se llaman en el «argot» médico francés, fabricantes de ángeles (en Italia, después de la despenalización, los abortos pasaron de 50.000 a 400.000 anuales); porque el hecho desgraciado de que la inmoralidad y el delito estén en la calle, debe movilizar las voluntades del poder político para erradicarlas, y no para legalizarlas, ya que de no ser ésta la actitud lógica, habría que legalizar la inseguridad ciudadana y el terrorismo, por entender, como ha escrito Ramón Cermeño («El Imparcial», de 20-XI-1.979) que la calidad ética de un acto depende del grosor de la estadística.
En tercer lugar, la injusticia que lleva consigo el tratamiento de favor a quienes abortan fuera de España, en países donde abortar no es delito, tiene en su contra, al menos, tres asertos incontestables, a mi juicio: uno, que disfrutar de medios económicos, propios o facilitados por determinadas instituciones, para abortar en el extranjero, no puede considerarse corno un privilegio, porque no puede ser un privilegio -en su acepción correcta- la facilidad para delinquir (Ve. Carrera Llansana: «Reflexiones sobre el aborto», en «Tapia», 1.983, abril, pág. 23); otro, que la legalización del aborto, para evitar la discriminación que conlleva tener o no tener medios para escapar a su castigo, no es una demanda que postule la igualdad ante la ley, sino la igualdad ante el crimen; y, por último, que constituye un claro fenómeno de doble conciencia el hecho bien reciente entre nosotros de que en evitación de la desigualdad de trato, una vez aplicada la sanción correspondiente (la del art. 411 del Código penal) , a unas abortistas españolas en el extranjero, por una resolución de la Audiencia Nacional, de 10 de noviembre de 1.981, que confirmó el Tribunal Supremo por sentencia de 15 de octubre de 1.983 (estimando el fraude de ley y la extraterritorialidad de ésta al supuesto contemplado, por el juego de los principios de personalidad y protección al ser indefenso, víctima del aborto), el Tribunal Constitucional, en Sentencia de 27 de junio de 1984, la anule y mantenga la desigualdad que tanto se critica, reconociendo «el derecho de los recurrentes a no ser condenados en España por el aborto cometido en el extranjero». (En análogo sentido a la Sentencia de 15 de octubre de 1.983 se pronunció el Tribunal Supremo en Sentencia de 20 de diciembre de 1.980.
– II –
Acosada la postura abortista, realiza su último y definitivo esfuerzo aceptando, como principio, el «Sí» a la vida, y excepcionándolo tan sólo en casos graves, que señalan las indicaciones. Con ello, se incurre en una petición de principio, pues, de una parte, no hay coincidencia abortista en su número, y aun partiendo de un sistema indicativa de «numerus clausus», la praxis demuestra que el propósito abortivo los desborda, consiguiéndose en la realidad un aborto «ab libitum».
Como indicaciones comúnmente aceptadas por los ordenamientos jurídicos vigentes se hallan: la indicación médica, para el aborto terapéutico; la indicación genética, para el aborto eugenésico; y la indicación ética, para el aborto «honoris causa». Tales son las indicaciones qué recoge el art. 417 bis. del Código penal español, hoy recurrido, y que luego vamos a examinar.
Otras indicaciones son: la social (por excesivo número de hijos; situación de pobreza; la demográfica (para detener el crecimiento de la población; China, Japón, India, países africanos); la étnica o selectiva (para la depuración de la raza); la de inmadurez (para los casos de mujeres subnormales a menores de 15 o 16 años, Ve. la ley sueca de 17 de junio de 1.983); y la complementaria (para el supuesto de que fracasara el tratamiento anticonceptivo)
En todo caso, y admitido legalmente el aborto, es preciso hacer una serie de consideraciones genéricas para tener una idea lo más acertada posible de su contexto, incidencias y repercusiones.
a) Al polarizar la atención sobre la mujer, tratando, sin duda, de crear un clima que simpatice con su decisión abortiva, se oscurecen los efectos patológicos que el aborto ejerce sobre la propia mujer, expuesta a mayores peligros por su práctica, clandestina o no, que, por el parto natural, y dejando en la penumbra las alteraciones fisiológicas, psíquicas y morales subsiguientes, que incluyen hemorragias internas, infecciones, desórdenes mentales y complejos de culpabilidad. (denunciados per la «Organización mundial de la Salud», en su Informe de 1.970)
b) Se prescinde de los problemas morales planteados a quienes en principio colaboran con la práctica abortiva, como el médico y los facultativos que en ella han de intervenir, y al contribuyente que, en los casos de prestación gratuita de la intervención por las dependencias de la Seguridad Social, aporta su dinero para la dotación económica de la misma. La cláusula de conciencia, invocada, por ejemplo, en la profesión periodística, y la objeción de conciencia, legalizada constitucionalmente en favor de los que se oponen al servicio militar, debieran también, y en pura lógica, admitirse para que los profesionales rehúsen su colaboración en la práctica abortiva (la Cámara de médicos ce Alemania federal, acordó en 1.972 que «ningún médico puede ser obligado a cooperar a la supresión del embarazo y que éste no puede ser objeto de prestación del seguro médico») y los ciudadanos eludan o desgraven los impuestos que les son exigidos para contribuir al asesinato. (Ve. Luis Madrid Corcuera, en «Roca Viva», 1.983, pág. 274)
c) No se explica -salvo que se pretenda una revancha contra el «machismo”- que para la práctica legal del aborto sólo se exija el consentimiento de la madre, sin tener en cuenta para nada el del padre, olvidando la contribución del mismo a la formación del nuevo ser, la circunstancia de que su paternidad juega como oficio, incluso tratándose de la vida intrauterina de su hijo, y contradiciendo toda la orientación legislativa moderna encaminada al ejercicio conjunto -que aquí se desconoce- de la patria potestad.
d) Se prescinde, en contraste con la reiterada exaltación de lo social, del interés y aun del derecho de la sociedad a la protección de su patrimonio genético, de mayor alcance y significado que su patrimonio forestal o artístico. Con el aborto, lo social cede ante una decisión privadísima de la mujer-individuo, que destruye un ser cuya aportación al progreso de la Sociedad pudiera ser decisiva. Si el Estado, como gerente de la Sociedad, no puede arrebatar los hijos a la madre, tampoco la mujer puede apropiarse de ellos y, en pleno ejercicio del «ius abutandi», arrebatárselos a la Sociedad.
e) En el aborto hay una cita necrológica en el Valle de la muerte, a la que concurren la madre, el médico y el Estado. La madre, que rechaza al hijo y se niega a convertirse en sujeto activo del «acontecimiento grande y misterioso de la maternidad» (Juan Pablo II, 3-I-1.979); el médico, que, por una inversión profesional, no sirve a la vida, sino que la destruye («nuestros maestros nos ensenaron a curar, nunca nos enseñaron a matar», escribe Antonio Garrido Lestache, en su obra inédita: «El quehacer de cada día»); y el Estado, que, en lugar de cumplir con su misión protectora de los más débiles e indefensos, deja sin castigo, como escribe entre nosotros el obispo de Guadalajara, Monseñor Pla Gandía, el «asesinato de miles de niños».
f) Se estimula la autodestrucción de una sociedad a la que con acierto se califica de dimisionaria al arruinar, cada día más velozmente, los cimientos básicos de la civilización. La civilización no surge espontáneamente. Es fruto de la entrega y del sacrificio que implican el cumplimiento del propio deber. Si la carga penosa del cumplimiento del propio deber se soslaya con el pretexto de la comodidad o de la libertad, sobre todo en situaciones difíciles, el médico no tratará al enfermo contagioso, el soldado huirá ante el adversario, el religioso no se expondrá al martirio, el minero no descenderá al pozo y la mujer no soportará las molestias del embarazo, y querrá nunca mejor dicho que ahora- desmadrarse. Tal es la sociedad dimisionaria de nuestro tiempo, que ha perdido, como diría José Antonio, el sabor de la norma, el sentido de la misión, la alegría del trabajo hecho a conciencia y que, erradicando todo ello, ha sembrado el egoísmo, la frivolidad, y hasta la brutalidad de un Código que enarbola solamente derechos y desconoce la noción del deber. La legalización del aborto es un síntoma más del talante dimisionario de la época, que coadyuva, empujando hacia su declive a la sociedad contemporánea. «Cuando el Estado autoriza el aborto -han dicho los obispos italianos (8-XII-1.978)- compromete de forma muy grave todo el orden jurídico, ya que introduce un principio que legitima la violencia contra el inocente sin defensa».
g) Por último, se pasa por alto un sucursalismo colonizante que se materializa por influencias poderosas del exterior. Ciertas ayudas financieras de carácter electoral han sido condicionadas a la legalización del aborto. En este sentido, Emilio Cruz Hermosilla ha denunciado, apoyándose en información extranjera, que David Rockefeller y los Sindicatos norteamericanos del automóvil, entregaron al P.S.O.E. 13 millones de dólares, a cambio de la despenalización del aborto. (artículo publicado en “El Alcázar» y reproducido en «Roca Viva», 1.983, pág. 295)
– III –
Sentado lo dicho, nos queda una aproximación apasionante al ordenamiento jurídico español. Comencemos por decir que la II República española, no obstante su sectarismo religioso, mantuvo tipificado el aborto como delito, y que ha correspondido a la presente monarquía parlamentaria el «honor» -así, entrecomillado- de despenalizarlo y legalizarlo, en las dos Cámaras legislativas, por el Congreso (el 14 de octubre de 1.983) y por el Senado (el 6 de diciembre de 1.983, con el apoyo, explícito o implícito, de quienes respaldaron el cambio y la reforma precedente, y el de 38 Comunidades cristianas de base, de la Diócesis de Madrid.
Quede constancia de la oposición tenaz de «Fuerza Nueva» a la corriente abortista, manifestada de palabra y por escrito, en nuestra revista y fuera de ella, en la publicación del libro “No matarás», ya agotado, de Antonio Soroa y Pineda (Madrid, 1.973), con prólogo del Cardenal primado D. Marcelo González, y en la manifestación del 26 de marzo de 1.982, celebrada en la capital de España.
La Monarquía parlamentaria, distanciándose de la línea consecuente de la II República, y enlazando con el Decreto de la Generalidad de Cataluña de 23 de diciembre de 1.936, que, en plena guerra, y siendo consejero de Justicia el señor Tarradellas, legalizó la llamada «interrupción artificial del embarazo», hizo llegar a las Cortes el proyecto aprobado por el Gobierno sobre la reforma urgente y parcial del Código penal (Ve. B.O. de las Cortes Generales, de 2 de febrero de 1.983), del que, por razones de consenso, se desglosó, para ser tramitado como ley ordinaria independiente, el art. 417 bis.
Conforme al texto de este artículo, aprobado por ambas Cámaras y recurrido ante el Tribunal Constitucional, nuestro ordenamiento jurídico se inclina por el sistema de las indicaciones con «numeros clausus», exigiendo en los tres supuestos despenalizadores el consentimiento tan sólo de la mujer, y que sea practicado por un médico. Las indicaciones que el artículo señala son la terapéutica, la eugenésica y la ética; y de las tres nos vamos a ocupar seguidamente.
Indicación médica que legaliza el aborto terapéutico: Solo cabe cuando «sea necesario para evitar un grave peligro para la vida o la salud de la embarazada». Obsérvese que el aborto como terapia no se autoriza tan sólo para el supuesto de grave peligro para la vida de la embarazada, sino también, cumpliendo la propuesta del programa electoral socialista, al de grave peligro para la salud. Con ello, se ponen en colisión dos derechos de calidad diferente, el derecho a la vida del «nasciturus» y el derecho a la salud de la mujer, y no creo que a nadie le quepa la menor duda que aquél, por su carácter de fundamental y primero debe prevalecer sobre el segundo. Por otra parte, el concepto de salud, que prima en el texto legal sobre la vida, es un concepto ambiguo y lo suficientemente vago para comprender, con la imprecisión caprichosa y subjetiva de sus límites, todas las posibilidades que existen, desde la no enfermedad al estado de bienestar físico, psíquico y social de la persona, tal y como la definía, en 1.946, la «Organización Mundial de la Salud».
Por lo que hace referencia al aborto como terapia en caso de grave peligro para la vida de la embarazada, está claro que el planteamiento de la colisión se hace entre dos vidas, decidiéndose el texto legal a favor de la vida de la madre y sacrificando la vida del hijo.
Lo que ocurre es que, con independencia del dictamen moral, en este supuesto de colisión, el texto del art. 417 bis, olvida que tal colisión no se produce en el tiempo presente, y que por ello el famoso y posible «estado de necesidad», justificador del aborto, no existe; y no existe porque los adelantos científicos permiten hoy día salvar la vida de la madre y la del hijo, aun en los casos más difíciles, como son las cardiopatías, nefropatías y tuberculosis.
Por si fuera poco, conviene advertir: 1) que el estado de necesidad y la legítima defensa, que podrían teóricamente justificar el aborto (art. 8-4º y 7º del Código penal), no se dan en el caso que se contempla, pues al ser el niño inocente y, por ello, no culpable del embarazo, no puede merecer nunca el calificativo de agresor injusto al que se puede sacrificar; 2) que la apreciación del estado de necesidad como eximente es algo que corresponde al juez, pero no al médico; y 3) que en un supuesto teórico de colisión entre dos vidas nadie puede supervalorar una de ellas en demerito de la otra, pues todas las vidas humanas tienen, por serlo, e intrínsecamente, en cuanto tales, idéntico valor, por lo que la verdadera terapia ha de dirigirse a salvar tanto la una como la otra.
Ello no obstante, la Audiencia de Bilbao, en sentencia de 24 de marzo de 1.982, estimó la existencia del delito necesario, en algunos de los supuestos sometidos a examen, introduciendo, como ha escrito Santiago Mir Puig (Revista Jurídica de Cataluña, 1.982, pág. 1043 y s.) por vía judicial una eximente nueva, a saber, la del estado de necesidad, no objetivo, sino imaginario, añadiendo que la prohibición del aborto atentaría a la libertad de la mujer, compulsándola a una maternidad no querida por ella.
La indicación médica para el aborto terapéutico ha sido contemplada por la Iglesia.
Pío XI, en la «Casti Connubii» (nº 23), señaló que «ya se cause la muerte a la madre, ya a la prole, siempre será contra el precepto de Dios y la voz de la naturaleza que clama: ´no matarás´». (Éxodo, 20,13)
Pío XII (27-XI-1.951) señaló que «en ningún caso ha enseñado la Iglesia que la vida del niño deba ser antepuesta a la de la madre. Es un error plantear la cuestión con esta disyuntiva: o la vida del niño o la de la madre. No; ni la vida de la madre ni la vida del niño pueden ser sometidas a un acto de occisión directa. Por una parte, u otra, la exigencia no puede ser más que una sola: hacer todo esfuerzo para salvar la vida de ambos, la de la madre y la del Hijo. La aplicación de la teoría de la balanza de los valores al caso que ahora nos ocupa (no es admisible alegando que) la vida de la madre, principalmente de una madre de familia numerosa, es siempre de un precio incomparablemente superior a la de un niño no nacido aún, (pues) la inviolabilidad de una vida inocente no depende de su mayor o menor valor (y porque, además) el exterminio de la vida estimada sin valor está condenado (y porque) ¿quién, sino la Divina Providencia, puede juzgar con precisión cuál de las dos vidas es más preciosa en realidad?» (nº 9, 10 y 11)
Indicación genética, que legaliza el aborto eugenésico: Hace referencia el art. 417 bis., para despenalizarlo, al supuesto de que «sea probable que el feto habrá de nacer con graves taras físicas o psíquicas, siempre que el aborto se practique dentro de las veintidós primeras semanas de la gestación y que el pronóstico desfavorable conste en un dictamen emitido por dos médicos especialistas distintos del que intervenga a la embarazada».
Se trata aquí, no de un grave peligro para la vida y la salud de la madre, sino del grave peligro de malformaciones en el «nasciturus» que afecten a su calidad posterior de vida.
Tampoco en este caso es lícita la despenalización del aborto, y ello por las siguientes razones:
– porque, no siendo posible un diagnóstico exacto, sino tan solo probable, como el propio artículo reconoce, de las taras físicas o psíquicas del «nasciturus», se acude al criterio de probabilidad, que permite, en nombre de lo probable, el aborto de niños sanos o con malformaciones leves y no graves;
– porque el hombre, en su vida intrauterina, puede enfermar, como enferma el ya nacido, y así como a este último no se le elimina por razón de sus taras físicas o psíquicas, sino que se le súmete a tratamiento, de igual modo debe someterse a tratamiento al «nasciturus» y a este fin se ordenan con éxitos notables la Neonatología, la cirugía prenatal, la ecografía y la amniocentesis.
– porque la realidad ha demostrado que la indicación eugenésica está contraindicada, como ha sucedido en las 679 mujeres embarazadas y afectadas por el síndrome tóxico del aceite de colza, que alumbraron 671 niños absolutamente sanos y 8 con malformaciones no derivadas del mencionado síndrome;
– porque justificado el aborto eugenésico, que equivale al homicidio intrauterino, nada impide el asesinato de los que nazcan con malformaciones, teniendo en cuenta que, si la malformación probable basta para legalizar la muerte del “nasciturus», las malformaciones ciertas, por detectables, la harán, con más razón, recomendable, tal y como escribe Platón en su «República;
– porque, sentado el principie de no respeto a la vida cuando su calidad no satisfaga, se abre el camino para la eliminación de los subnormales, minusválidos y ancianos, en contradicción con el verdadero progreso social que postula su acogimiento y cuidado;
– porque la pena de muerte para el «nasciturus» probablemente tarado, la decidirán, los médicos y no los tribunales de justicia, lo que justificaría -encomendar a los electricistas y no a los jueces, como ha escrito Bernard Nathanson, la condena de los criminales a la pena capital en los Estados Unidos.
Indicación ética, que legaliza el aborto «honoris causa»: por ser el embarazo, dice el art. 417, 2º, «consecuencia de un hecho constitutivo de delito de violación del art. 429, siempre que se practique dentro de las doce primeras semanas de la gestación y que el mencionado hecho hubiese sido denunciado.
La despenalización del aborto llamado «honoris causa», por entender que con el mismo se salvaguarda el derecho al honor de la mujer, no solo es rechazable porque no es el honor, sino la deshonra, lo que entra en juego, y porque, de ser así, no llega a entenderse la razón por la cual se limita al supuesto de violación y no se extiende a los de incesto, estupro, rapto o adulterio, si de los mismos se sigue el embarazo de la mujer.
Pero con independencia de la contemplación restrictiva e incoherente por parte del legislador -dentro de su perspectiva- de la indicación ética, cabe reiterar su rechazo por las razones siguientes:
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– porque la experiencia médica ha puesto de relieve la imposibilidad práctica del embarazo como fruto de una verdadera violación, ya que la misma, por las circunstancias que en ella concurren, tiene un resultado inhibitorio;
– porque contentarse, para legalizar el aborto, con la simple denuncia, sin especificar quién debe realizarla y en qué momento, y sin exigir comprobación judicial de ninguna clase de su fundamento y veracidad, abre la puerta a todos los abusos;
– porque se prescinde de la conducta de la mujer a la que, en algunos supuestos, y dados los ambientes en que tales violaciones se producen, podría ser considerada como incitadora y coculpable de la violación;
– porque es el médico, suplantando en cierto modo al juez, el que dictamina «a priori» sobre la certeza de la violación, denunciada y no comprobada, para legalizar su intervención abortiva, con lo que de algún modo se convierte en juez y parte;
– porque el castigo por la violación no recae sobre el culpable que comete el delito, sino sobre la criatura inocente, incurriéndose así en una flagrante injusticia, tratando de reparar un delito cometiendo otro más grave y añadiendo a la monstruosidad de la violación la monstruosidad del aborto;
– porque, luego de propugnar y conseguir que el ordenamiento jurídico derogue la distinción entre hijos legítimos e ilegítimos, con el argumento poderoso de que tal discriminación no les puede ser imputada, se condena a la peor de las ilegitimidades al niño producto de una violación, que consiste en asesinarle en el seno de la madre;
– porque, como ha escrito Carreras Llansana («Tapia», 1.983, abril, pág. 24), calificar de ético el aborto «honoris causa» constituye un verdadero sarcasmo;
– porque, no pudiendo aplicarse la pena de muerte al violador, tal y como ordenaba el Deuteronomio (22, 25/27) para el que la consumase con mujer casada, por haberla abolido la Constitución de 1.978, se aplica sin embargo al niño, al que ni siquiera se concede el derecho de ser escuchado ni de dirigirse a través del ministerio fiscal al Defensor del pueblo para que proteja su vida.
– IV –
No es el aborto solución a ninguno de los problemas examinados, sino la antisolución. Ni siquiera la pauta de las indicaciones es válida, porque la realidad es que en la mayoría de los supuestos el aborto no es terapia, ni eugenesia, ni cuestión de honor, sino simple y brutalmente el deseo de desembarazarse, de desmadrarse, de no querer al hijo, al que se considera como una carga de momento y como un estorbo después.
La responsabilidad, ha escrito monseñor Guerra Campos (instrucción de 28-I-1.983) es «de los propagandistas y sembradores de confusión, pero (se concentra) en los autores de la ley: el Presidente del Gobierno y su Consejo de Ministros, los parlamentarios que la voten y el jefe del Estado que la sanciona», el cual, como añadiera, en otro sitio («El Alcázar», 8 de marzo de 1.983) puede encontrarse en una situación límite, ya que aun cuando carente de responsabilidades jurídicas y políticas, según el texto constitucional (art. 56), no queda liberada de su responsabilidad en conciencia.
Por su parte, la Comisión permanente del Episcopado español, en su Declaración de 5 de febrero de 1.983, afirmaba: «no podrán escapar a la calificación moral de homicidio lo que hoy se llama aborto provocado o, de forma encubierta, interrupción voluntaria del embarazo».
En esta misma línea condenatoria del aborto se han pronunciado numerosas instituciones, y entre ellas la «Hermandad Sacerdotal española» («Roca Viva», 1.983, pág. 332), que explícitamente ha dicho que «todo cambio social que sea racional y humano busca salvar la vida». «Y ninguna vida más desamparada que la que vive y se desarrolla en el vientre de la madre. (La ley del aborto se convierte así en la ley del más fuerte». (Ve. la «Declaración de la Unión Seglar», en «Iglesia-Mundo» de 25 de mayo de 1.983, págs. 13 y s.)
¡Con qué capacidad de síntesis Pío XII, en su famoso discurso a las Comadronas (29-XI-1.951, nº 8) dijo!: «No existe ningún hombre, ninguna autoridad humana, ninguna ciencia, ninguna indicación médica, eugenésica, social, económica y moral., que pueda presentar o dar título jurídico valedero para disponer de modo deliberado y directo de una vida inocente».
Vamos a concluir, pero a concluir elevándonos un poco hacia algo que me parece importante en una sociedad en proceso de descristianización; porque si el aborto se presenta hoy como fenómeno masivo, incluso en naciones de conformación y configuración histórica cristianas, resulta evidente que los propagandistas de la confusión han logrado éxitos amparados sin duda por la autoridad moral de su oficio.
Por ello, conviene presentar la vida como un don de Dios. Si la «humanae vitae tradendae» corresponde a la pareja, es Dios, como narra el Génesis (2,7), el que «inspiravit…, spiraculum vitae et factus est homo”. La pareja, como el conmutador eléctrico, da paso a la luz, pero no la produce. Pues bien; ese hombre, ya concebido, «in animam viventem», es tan «imago Dei» cuma cualquiera de nosotros. Por eso, el aborto borra una imagen de Dios, y contesta negativamente, con un gesto de oposición y de rechazo, al «sí» divino otorgado a esa vida personal y naciente. (Ve. Juan Pablo II, 7-II-1.982)
Más aún, los concebidos y no nacidos son los más niños entre les niños, a, los que se impide con el aborto que se acerquen a Cristo, negándoles el bautismo, incluso el de deseo. De otro lado y en contrapunto, si, como recuerda San Mateo (25,40), «lo que hicisteis con alguno de mis hermanos más pequeños (“fratribus meis minimus») conmigo lo hicisteis», lo que se hace abortando, eliminando y arrancando la vida a la criatura que alienta en el seno materno es algo que con propósito aniquilador se hace contra ese «alter Christus» que es el «nasciturus».
El aborto, pues, para un cristiano no es sólo un delito contra la vida, contra la persona, bien jurídico que, contra toda duda, ha de ser objeto de protección por el derecho penal (Ve. Martínez del Val: «El sujeto pasivo en el delito de aborto», en «Rev. Gral. de Leg. y Jurisprudencia», 1.957, págs. 400 y s.), sino que es una transgresión de la ley divina, del «no matarás», que considera la vida del hombre, nacedero o nacido, como sagrada. El aborto es un pecado que excluye y destierra de la comunidad de amor que es la Iglesia, por ser un atentado contra la “imago Dei» y contra el Cristo, que la criatura humana representa y con la que el Señor ha querido identificarse.
La bienaventuranza del seno, que en un instante jubiloso proclama una mujer israelita (Luc. 11,27), dirigiéndose al Maestro, y el salto gozoso del niño en el vientre de Isabel (Luc. 1,41), son cantos bellísimos, evangélicos y populares a la vida, respaldados, más tarde, por la tierna devoción a nuestra Señora del Buen Parto, cuyas imágenes grávidas y devotas he venerado en España y América, y ante las que he visto rezar a mujeres jóvenes en estado de buena esperanza.
¡Qué contraste más rudo entre ese canto fervoroso a la vida, propio del Evangelio y de la civilización cristiana, que suena jubiloso a villancico, y ese otro canto funeral, amedrentado y desesperanzado ante la vida, de una sociedad que se envilece, y que suena a responso por ella misma! A veces, comparando el misterio de la gracia con el misterio de la iniquidad, a la Vida y a la Muerte, con mayúsculas, al gozo del niño que nace y al dolor del niño al que se niega el nacimiento, me ha venido a la memoria la simbología del vagido y el estertor, de la cuna y el ataúd, del «Te Deum» y del «Miserere».
Dios no sólo creó, sino que se recreó en su obra; si «in principio creavit», al terminar la creación «viditque Deus cuneta quae facerat, et erant valde bona» (Gen. 1,1 y 31) que también se recrea, complaciéndose, en esa imagen microscópica de «Sí» mismo, brote inicial que es apenas un punto de alfiler o quizá una pepita de manzana, ¡no importa que las imágenes divinas sean pequeñas o grandes, macroscópeas o microscópicas! Más aún, es posible que esa imagen, apenas perceptible, sea a sus ojos más querida, que otra mayor, porque el diamante, que es un trozo de la naturaleza cósmica, es más apreciado también por el hombre que una montaña de granito, parte igualmente del cosmos, que está llamada a dominar. Pues bien; por esa miniatura, a la que Dios ama, el Hijo de Dios se hizo hombre, se hizo su hermano, lo proclamó coheredero de su patrimonio celeste y le conquisto, con su sangre y en la cruz, una morada en la Ciudad eterna, feliz y luminosa, de su Padre. ¿Se comprenderá ahora la razón por la cual el aborto se califica de «crimen abominable»? («Gaudium et spes», nº 51)
Permitidme tres citas finales, la de un médico, la de un sacerdote y la del mismo Dios:
La del médico corresponde a Antonio Garrido Lestache, que, en su obra inédita, a la que ya aludí, «El quehacer de cada día», recuerda el drama -de Ionesco «El Rey se muere», y pone en los labios de un niño nacedero las palabras conocidas, dirigiéndolas a su madre dispuesta a abortar: «Decidme, ¿a qué viene ese aire desolado? ¿Al corriente de qué debéis ponerme? ¿Qué os ocurre?» Y veremos si vas a tener valor de responder a tu propio hijo: «Señor, debe anunciaros que vas a morir”. «Madre, no me eches de tu casa, -grita el niño con palabras que el médico le presta- porque ‘vocavit et renuisti´, parque me llamaste a la vida y me la arrebatas».
La del sacerdote corresponde a nuestro queridísimo P. Cué, S.J. En su precioso «Villancico de las abortistas», con el desgarro de su alma apostólica, nos dice:
«en cada aborto se mata
a un cristo-niño, otra vez».
Y recordando, ya que su madre no quiere recordarle, el poeta le dedica estos versos cargados de lirismo:
«su niño muerto no tiene
nombre, tumba ni ciprés.
Quejido eterno en la noche
-me matas, mamá, ¿por qué?»
La cita a lo divino la tomo nuevamente del Génesis (4,10). Parece dirigida a todos los que procuran y no sólo realizan instrumentalmente el aborto:
«Qui fecisti?, Vox sanguini fratris tui clamat ad me de terra”. Y Dios, juez y vengador de la sangre inocente, recoge ese clamor que demanda justicia no sólo en la otra vida, sino también en la presente, y responde con esta frase que produce escalofrío: «maledictus eris super terram». (Gen. 4, 11)