MÍSTICA Y POLÍTICA DE LA HISPANIDAD – Enero de 1958
Conferencia pronunciada en la Academia de Jurisprudencia por el Ilmo. Sr. D. Blas Piñar, Director del Instituto de Cultura Hispánica, el 27 de Enero de 1.958
Antes fue pronunciada en el Palacio Errazuriz, de las Academias de Buenos Aires, en septiembre de 1.957
Academia General Militar, 4 de julio de 1.967
Excelentísimos e Ilustrísimos señores; señoras y señores:
La Hispanidad es un vocablo de uso corriente entre nosotros y hasta se atisban o vislumbran de un modo confuso, al pronunciarlo, algunas de las ideas que en el vocablo se esconden y contienen. Hoy, la Hispanidad circula como una moneda de valor y cuño conocidos. Pero a nosotros, ahora y en este momento, nos incumbe algo más que recibir la moneda, examinarla superficialmente y dejarla correr en el mercado. Desaprovecharíamos con estúpida frivolidad esta ocasión que la Providencia nos depara si no intentáramos -con la impresión de riesgo que la aventura implica- retirarnos con esa moneda a nuestro estudio, a fin de considerarla con atención y minuciosa simpatía, de repasar, despacio y con amor, las honduras y el perfil de sus relieves, de recitar con pausa sus orlas y leyendas y de entrañarnos en su hechura para conocer con detalle su ingrediente y la ley que norma y preside su íntima aleación.
¿Cómo y cuándo se ha elaborado y construido la doctrina de la Hispanidad? ¿Cuáles son sus principios ideológicos? ¿Cuál es la empresa, el programa, el quehacer de la Hispanidad?
Porque, ciertamente, nosotros no hemos inventado la Hispanidad. Nos hemos limitado a bautizarla, a darle un nombre. Monseñor Zacarías de Vizcarra, hoy Obispo Consiliario General de la Acción Católica Española, fue el feliz descubridor de la palabra. Y Ramiro de Maeztu, uno de sus teóricos y expositores, el que la propaga y vulgariza. Pero la Hispanidad estaba ahí. Nosotros no la hemos edificado ni constituido. Nos hemos limitado a declararla, a proclamarla, a quitar los velos que la cubrían. Nos ha sucedido con la Hispanidad aquello que acontece con los astros y con los dogmas. No son nuevos, no nacen de la noche a la mañana. No se crean, ni se inventan cada día.
El astro está en su sitio, girando en su órbita desconocida para nosotros, hasta que llega un instante en que la triple concurrencia de un observador agudo, de un tiempo bonancible y de un instrumento hábil, señalan, con precisión y exactitud, la diáfana presencia de la antes ignorada criatura sideral.
El dogma, igualmente, está embebido, navegando en el tesoro de la Revelación tradicional y escrita, vagamente percibido, expuesto a los choques de la discusión y la disputa, hasta que, agudizada la perspectiva histórica y asistido por la infalibilidad prometida cuando se trata de los graves asuntos que atañen a la fe, el Romano Pontífice declara la verdad que, so pena de herejía, deben aceptar y creer los hijos de la Iglesia.
Los mismos contradictores de la Hispanidad, los de dentro y los de fuera de nuestra dimensión geográfica, han contribuido, sin saberlo, a aclarar sus contornos. La reciedumbre y agresividad de sus ataques nos revelaban que había algo de peso que atacar y, como reacción y contraste, aquello que insultaban, menospreciaban y zaherían, atrajo la curiosidad de muchos; al principio con las precauciones y cautelas de algo que se reputa vergonzante y prohibido y, al fin, con el ímpetu, el entusiasmo y la generosidad de una causa que se estima grande y bella a la vez.
Fue así como una generación, luego conocida como la generación de la esperanza, pudo tener la sensación, espiritual y física, de que una entera y prolija comunidad humana había vivido en la plenitud de la Hispanidad. La Hispanidad comenzó a percibirse cuando, por paradoja, empezó a retirarse, cuando dejó de vitalizar el conjunto, y ello por la sencilla razón de que, al igual que el hombre, las colectividades tienen un sistema nervioso que acusa la incomodidad y la falta de salud.
Estamos en el camino de retorno, enfermos, sí, pero con la ilusión rejuvenecida y alimentada por el tesoro de la experiencia. Esa experiencia, necesaria siempre, que curte a los hombres y a las sociedades, que las da un cierto sentido para discernir y ponderar, nos ha revelado ahora, de un modo clarividente, que nuestro error, -el error grave y colectivo, no fue otro que asociar la quiebra del Imperio a la quiebra de la Hispanidad, es decir, de los principios ideológicos que la habían estructurado en el curso de tres siglos de amorosa convivencia. No fuimos capaces de percibir, que el Imperio -aquel Imperio sin imperialismo, como alguien ha estampado con letras de molde- era tan sólo una fórmula política, un expediente pasajero, contingente, susceptible de mudanza y de cambio, sin que por ello padeciera la Hispanidad.
La Hispanidad era lo permanente, el espíritu con fuerza y energía creadora y fecundante, capaz de corporeizarse, de hacerse visible y operar a través de esquemas distintos. Estimamos que, al devenir insuficiente e inservible la fórmula, también lo sustantivo se encontraba en liquidación y, con infantil alegría, emprendimos la subasta.
De otro lado, no supimos tampoco caracterizar y calificar el hecho doloroso de la separación. Creímos que las Provincias emancipadas hacían, con el gesto independiente, una manifestación tajante, definitiva y pública de repudio a la España materna y progenitora que, cubierta de luto, lloraba la incomprensión de sus hijas, cuando la realidad era que la España de comienzos del XIX era la hija mayor que había desfigurado su rostro, la «vieja y tahúr, zaragatera y triste», que dibujara Antonio Machado y que repelía a la más noble juventud de América. Las provincias españolas de América y de Asia, Hispanoamérica y Filipinas, repudiaron a esa España en metamorfosis que se había traicionado a sí misma, pero no repudiaron a la Hispanidad. Más aun, por ser fieles a la Hispanidad, por entender que la España de su tiempo no respondía a las exigencias ideológicas del mayorazgo, se hicieron independientes y soberanas. No fue la Enciclopedia, ni un afán de mimetismo -aunque todo ello tuviera su influjo- lo que produjo el parto de veinte naciones en la configuración política del universo. Fue un proceso desintegrador, incubado y desarrollado exclusivamente de puertas para dentro, la lucha entre el absolutismo centralizador de la Monarquía borbónica de signo francés y el régimen tradicional criollo de los Cabildos abiertos y de los Congresos generales, y aunque después el alejamiento de la Hispanidad se generalizara -que no fue vano el grito suicida de «¡Libertémonos de nuestros libertadores!»-, lo cierto es que la Independencia fue desgajamiento de España y afirmación de Hispanidad.
La España oficial, el equipo dirigente de la Nación había renegado de los valores que nos engendraron a la existencia histórica. Ya el 30 de marzo de 1.751, el Marqués de la Ensenada escribía al Embajador Figueroa: «Hemos sido unos piojosos llenos de vanidad y de ignorancia”.
De aquí, al análisis exacerbado y punzante ele los hombres del XIX no había más que un paso. Como escriben Areilza y Castiella en su magnífica obra «Reivindicaciones de España», «la postración nacional, subsiguiente a la Independencia y emancipación americanas, se halla atravesada por un río caudaloso de hipercrítica afrancesada y liberal que se suma satisfecha a la tesis de la «leyenda negra» que comparte, saboreándolos, los puntos de vista de nuestros enemigos y que asienta y consolida la tesis de la decadencia española como algo fatal e inherente a la nación.»
Cuando llega el año del desastre, cuando es preciso, ante la pérdida de Cuba y Filipinas, recoger la bandera y apretar los dientes, exclamando con versos del poeta Ramos Carrión:
«Hoy desmayada y triste
con humildad se pliega;
amarilla de rabia
y roja de vergüenza».
España se hunde en una atmósfera de hastío y de fatiga. Hay como un dolor amargo, como una temperatura alocada y febril que hace, en su delirio, bancarrota de valores. Todo se ha vuelto triste y feo. Se diagnostica, con náusea, de nuestra Historia y de nuestro presente. Para Unamuno, «los pueblos de habla española mides de pereza y de superficialidad». Baroja asegura que América y el catolicismo son las dos trabas que habían entorpecido la grandeza de España. Costa propone que se cierre con dos llaves el sepulcro del Cid, y Cánovas, el restaurador, comentando, a su modo la Constitución, de 1.876, afirma con sarcasmo y con burla que «son españoles… los que no pueden ser otra cosa».
¿Cómo sorprendernos, pues, ante esta condenación brutal de nuestro pasado histórico, de aquellas generaciones hispanófobas y positivistas que subsiguen a los libertadores de América? ¿Cómo admirarnos de los insultos de Sarmiento y de la frase terrible del ecuatoriano Francisco Eugenio de Santa Cruz y Espejo: «Vivimos en la ignorancia y en la miseria?» ¿Como extrañarnos de aquel grito; «¡Desespañolización!», que formula el chileno Francisco Bilbao, o del ímpetu sonador de Luis Alberto Sánchez, que quiere «hacerlo todo de nuevo, y todo sin España?»
Hoy, el transcurso del tiempo, la serenidad y la pausa de la investigación y el acontecer histórico nos permiten asignar a ese conjunto histérico y dramático de vejaciones y denuestos su alcance limitado.
Si en un principio los hombres que presentían la Hispanidad podían sentirse irritados e increpar a los enemigos, como se increpa a Calibán, el monstruo shakesperiano: «te doy el don de la palabra, y con ella me maldices», en la hora presente os habéis dado cuenta, vosotros los hispanoamericanos, de que «hablar mal de los conquistadores -como ha dicho el uruguayo José Enrique Rodó- es hablar mal de vuestros abuelos, porque más tenéis vosotros de tales conquistadores que aquellos que permanecimos en la Península», y nos hemos dado cuenta, nosotros los españoles, -como escribe Ramiro de Maeztu- que al fin y al cabo es preferible que nos insulte un hombre de Hispanoamérica a que nos adule Mr. Taff, porque cuando alguno de vosotros nos insulta, nos insulta porque nos quiere, porque, a despecho de sus palabras, le hierve la sangre española, le duele España y quisiera transfundirla y rehacerla a imagen y semejanza de su ideal.
¡Bienvenido sea el dolor si es causa de arrepentimiento! Porque hay un dolor que naufraga en la angustia y que termina en la tragedia suicida del nihilismo. Pero hay también un enfoque cristiano del dolor que nos refugia en la eternidad, que nos hace humildes, que nos purifica y eleva, que nos devuelve y retorna la voluntad de vencer, con un firme y definitivo propósito de la enmienda. Nosotros no detestamos el dolor de los hombres que vivieron la amargura del desastre, lo que repudiamos en algunos es el derrotero espiritual y político de su dolor, el ver tan solo «una España que muere y otra España que bosteza», el no descubrir, como Rodó, la España niña, la España núbil que aguarda la hora propicia de enviar al mundo el mensaje nuevo de su eterna y vigorosa juventud.
Por eso, porque en mi patria hubo una alegre y heroica juventud que creía en la España núbil, porque alguien dijo, frente al sarcasmo de Cánovas, que «ser español era una de las pocas cosas serias que se podía ser en el mundo», porque no creímos en la decadencia que es fruto de una enfermedad interna, sino en la derrota por imperios rivales; porque entendimos que es estúpido dar la razón a los vencedores por el hecho simple de su victoria; porque hay una diferencia clara entre los vencidos después de la lucha y los cobardes que de la lucha desertan, nos pusimos en pie dispuestos a romper para siempre las dos grandes losas que angustiaban la vida de la nación: por abajo, la losa de la injusticia social, y por arriba, la falta de un sano y autentico patriotismo. Aspiramos a empalmar el ayer con el mañana, a fundir lo social y lo nacional bajo las exigencias religiosas y aupar a España buscando su esencia y su quehacer histórico, porque, como reza un himno: «del fondo del pasado nace mi revolución»
– II –
Mas no creáis que aquella etapa de la amargura y del cansancio se presenta tan oscura y sombría. Un instinto casi irracional pugnaba por abrirse paso en una atmósfera saturada de reservas. A su conjuro, las naciones de nuestra común estirpe se sabían hermanas, compañeras de un destino unánime, personajes de igual categoría en una empresa universal y humana.
En la vía próxima de la auscultación, acercando el oído al aliento popular, estaba claro que una misma lengua permitía comunicarse y entenderse a los hombres que vivían del Norte al Sur y del Este al Oeste de aquella dilatada vastedad. Andrés Bello, el insigne venezolano, entiende que, frente a todo el separatismo lingüístico, «esta unidad de lengua hay que conservarla celosamente, como el vínculo inmortal de España con las naciones de América, que de España descienden, como un medio providencial de comunicación y un vínculo fraterno entre las naciones de origen hispano». Por esta razón, Andrés Bello, al escribir su «Gramática castellana para americanos», emula la misión de Antonio de Nebrija y, siguiendo su pauta, el argentino Amado Alonso, el venezolano Rafael María Baralt y los colombianos José Eusebio Caro, Rufino José Cuervo y Mario Fidel Suárez, con plenitud de facultad y de derechos, legislan acerca de nuestro idioma. José Martí, artífice de la independencia cubana, escribe sin ambages; «Buena lengua nos dio España», agregando: «Quien quiera oír Tirsos y Argensolas ni en Valladolid mismo los busque… búsquelos entre las mozas apuestas y los mancebos humildes de la América del Centro, donde aún se llama galán a un hombre hermoso, o en Caracas, donde a las contribuciones dicen pechos, o en Méjico altivo, donde al trabajar llaman, como Moreto, hacer la lucha». Y es que, de una parte, mientras más se estudia el habla criolla, tanto más se convence uno de que muchas voces y giros que en América se estiman de origen guaraní, quechua o araucano, son genuinamente españoles, y, de otra, que siendo patrimonio común el castellano, un giro que nace en Castilla no tiene más razones para prevalecer e imponerse que otro nacidoen Lima o en Tegucigalpa.
Se produce así un fenómeno de intercambio y osmosis. Rubén Darío y Valle Inclán popularizan entre nosotros los llamados americanismos. Se fundan, en pleno siglo XIX, las Academias americanas de la Lengua correspondientes de la española, y en el II Congreso de las mismas, celebrado en Madrid en el año 1.956, se reafirma la unidad del lenguaje y, como una prueba de tolerancia y de apertura, se reconoce, admite y legitima el «seseo».
Ese examen de lo auténticamente popular, por encima de la extravagancia y desentrañamiento de las clases más cultas, pone de relieve el origen peninsular del folklore de Hispanoamérica. Como dice Joaquín Rodrigo, la primera música que llega al nuevo mundo es la música popular española: los sones de guitarra, las coplas y los bailes del pueblo; y es esta música la que, al entrar en colisión con la música aborigen, la desaloja en parte de los oídos y de la memoria y en parte se mezcla y se funde con ella. De este modo, la ranchera de Méjico, el merengue de Santo Domingo, la marinera del Perú, la cueca de Chile, el tango carnavalito argentino, el joropo de Venezuela, el bambuco de Colombia, y el yaraví de Bolivia, responden a una temática común de ritmo y de armonía y denuncian el aire familiar hispánico. No hay en ellos, como escribe Barreda Laos, ni estridencias ni saltos acrobáticos; hay suavidad y dulzura de abandono. Hispanoamérica, cuando se aparta del esnobismo de la moda y baila con su propio sentido, busca la gracia leve del arte y no el automatismo mecánico de los pies; se entrega a la melodía del alma y huye del ruidoso estrépito» del «jazz».
En uno y otro lado se conservan, a través del tiempo, las mismas canciones populares. Pedro Massa, argentino, escucha emocionado, a la altura de Baeza, una seguidilla familiar en su patria:
«Me enamoré -jugando-
de una María
cuando quise olvidarla
ya no podía».
Y en Santiago del Estero aún se escuchan coplas del cancionero medieval de España:
«Las estrellas del cielo
son ciento doce;
con las dos de tu cara
ciento catorce».
¡Como admirarnos, pues, de la influencia de Albéniz en los músicos criollos y de la acogida fraterna en la península de vuestras canciones que repiten, sin cansancio de los oyentes, las orquestas y los tríos musicales y que se ponen de moda yse escuchan desde Madrid y Barcelona hasta los cortijos andaluces y los caseríos de Navarra! Es que existe un fondo lírico y musical común adentrado en la conciencia de los hombres hispánicos, los cuales, ante un ritmo concreto, levantan el espíritu, se contagian de alegría o de tristeza, esbozan una sonrisa de humor o empañan los ojos con lágrimas leves y furtivas.
En esa vida diaria y popular, lejos de las urbes abigarradas y cosmopolitas, se conserva profundo y enraizado el sentimiento hispánico de las nacientes soberanías. En los campos abiertos, en la pampa y en el llano, sobre los corceles que arrancan su linaje de los caballos andaluces que sirvieron de cabalgadura a los hombres de la conquista, los vaqueros de Méjico los guasos de Chile, los gauchos del Rio de la Plata, los llaneros de Venezuela y los «cowboys” de los Estados Unidos, contribuyen, con su anónimo cabalgar, a la extensión de las fronteras.
La estampa airosa del caballo sirve de trampolín para el recuerdo de la conquista. «Después de Dios, debemos la victoria a los caballos», había escrito Bernal Díaz. «A la jineta -asegura el Inca Garcilaso- se ganó mi patria».
Sin duda por ello, Santos Chocano canta la epopeya, de los corceles andaluces:
«¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Sus pescuezos eran finos
y sus ancas relucientes
y sus cascos musicales.
¡No! No han sido los guerreros solamente
de corazas y penachos ytizonas y estandartes
los que hicieron la conquista
de las selvas y los Andes.
Los caballos andaluces cuyos nervios
tienen chispas de la raza voladora de los árabes
estamparon sus gloriosas herraduras
en los secos pedregales,
en los húmedos pantanos,
en los ríos resonantes,
en las nieves silenciosas,
en las pampas, en las sierras
y en los bosques y en los valles.
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Todo aquello que sirve de talismán y de piedra de toque para que el alma del pueblo, sin engaño y sin artificio, se manifieste y se desborde, trasluce de inmediato una misma conformación espiritual. Y así el cine, ese espectáculo de masas, a pesar de la técnica y del respaldo económico de los que han convenido en llamarse países adelantados, no tiene eco y resonancia de taquilla, no desborda las salas de espectáculos hasta que Cantiflas, Sandrini o José Luis Ozores no reproducen la comicidad de nuestros ambientes, hasta que Pedro Armendáriz o Pablito Calvo no representan en la pantalla todo el tramado de pasión y de ingenuidad de nuestros hombres, hasta que María Félix o Carmen Sevilla no dibujan, con su donaire y con su garbo, un modo especial de entender la belleza.
Este trasfondo de unidad se palpa cuando lo «nuestro» lo de «todos», tiene que luchar y que enfrentarse con una circunstancia hostil o indiferente. Así, en Nueva York, todos los años se celebra el desfile de los «hispánicos”, cuyo contingente más numeroso, los emigrados de Puerto Rico, han hecho del castellano un idioma familiar en la urbe y obligatorio en las escuelas, y en Los Ángeles, donde los nietos de mejicanos continúan hablando su lengua de origen y donde los «espaldas mojadas», al rellenar los cuestionarios oficiales, ponen orgullosamente en la casilla señalada para el país de procedencia, «spanish», es decir, «hispánico».
Hombres de nuestros países luchan y trabajan en los países ajenos como en el propio. Los reveses de la fortuna o de la política no impelen ni constriñen a una radical expatriación, porque, sobre unas fronteras artificiales, se repite y reproduce el ambiente de familia.
Hay fenómenos que, no obstante afectar de un modo directo e inmediato a una de las naciones que integran nuestro mundo, dan origen en todas ellas a una tensión unánime, profunda y general. La guerra de España, el justicialismo de Perón, el APRA del Perú y los movimientos políticos de Belice son hechos palpables y suficientes que explican, sin aclaraciones ni comentarios, la realidad operante de esta conciencia colectiva de los pueblos hispánicos.
Esa conciencia colectiva está como traspasada e impregnada de una profunda religiosidad. Los avatares de la Independencia, la ausencia de clero y su falta de ejemplaridad en muchos casos, la instigación y la propaganda de las sectas, el Estado agnóstico o beligerante en la persecución, y la escuela laica, no han sido capaces de arrancar el sentido católico romano de nuestros pueblos. Aunque es verdad, como alguien ha dicho, que son muchos los hispánicos que no acuden a las iglesias, la realidad es que, en su inmensa mayoría en su unidad moral, viven en la Iglesia y se saben miembros de su mística corporeidad.
Por mucho que se haya intentado identificar a la Iglesia con la antigua Monarquía española, dando a entender que era patriótico luchar contra ambas, lo cierto es, como demuestra Richard Pattee, que la Independencia de las naciones hispanoamericanas nada tuvo que ver con la Iglesia como tal; no hubo entonces, durante las jornadas difíciles y turbulentas de la emancipación, ni un sólo caso de anticlericalismo ni de hostilidad a la Iglesia, y el mismo Bolívar, en sus consejos, tantas veces, por cierto, desatendidos, dice textualmente: «Me permitiréis que mi último acto sea el recomendaros que protejáis la santa religión que profesamos y que es el manantial abundante de las bendiciones del cielo».
Entre esas bendiciones, aquella que ha servido para mantener esa conformación católica del Continente americano de origen español ha sido, sin temor a dudas, la devoción a la Virgen. Bajo el signo de María se descubre América. La jornada memorable del 12 de octubre estaba ya bajo el dulce y amoroso patrocinio de la Señora; y como si no fuera bastante su Pilar español y aragonés, se alzó en aquella mañana todo un mundo nuevo, arrancado de las tinieblas de lo desconocido, para elevarla aún más alta en el trono de su reinado maternal.
Bajo el signo de María se fundan las ciudades como LaPaz, La Asunción o Nuestra Señora del Buen Aire, se bautizan ríos y ensenadas, se erigen escuelas y universidades. Y, por si ello fuera poco, en la roca del Tepeyac se aparece nuestra Madre al indio Juan Diego, se dibuja y reproduce en su tilma y, como queriendo refrendar desde la altura la Hispanidad naciente, le habla al indio en castellano e inunda su mantón, cuando el Obispo Zumárraga le exige las pruebas del prodigio, con un manojo fragante de rosas de Castilla.
María deviene así la «Regina Hispaniarum Gentium». El Gobierno independiente de Caracas jura defender, como lo habían hecho tantos municipios españoles, el privilegio de la Concepción Inmaculada de la Señora, y la Señora, bajo las bellas y emotivas advocaciones de Lujan, del Carmen y la Aparecida, de la Caridad, del Cobre, de la Alta Gracia, de Chiquinquirá, de los Ángeles, de Suyapa y de Coromoto, es proclamada Patrona Celestial de los países soberanos e independientes de Hispanoamérica.
– III –
Este fenómeno de la unidad, lleno de vida y palpitación, no podía por menos de conmover y subyugar a quienes en América, España y Filipinas advenían a la cultura, libres de prejuicios y con lealtad, valor e intrepidez bastantes para hacer tabla rasa de los mismos. Ellos son los que integran esa generación de la esperanza a que antes aludíamos, una generación cuya perenne fidelidad nos asegura, para un futuro quizá próximo e inmediato, un trueque de rótulo y bandera. Porque la esperanza, como la fe, en frase de San Pablo, son virtudes para la dureza, la austeridad, la zozobra y la incertidumbre del camino, y siendo la caridad la virtud que permanece a la llegada, cuando a unión y la entrega se consuman, nos es lícito entender que, a muchos de estos esforzados caballeros de la Hispanidad, entrevistos por la mirada soñadora de Maeztu, cabrá en suerte la providencial tarea de tejer y edificar, con su amor y su talento, la comunidad de los pueblos hispánicos.
En esta línea de pensamiento, al proyectar sin celajes la mirada sobre el tremendo episodio de la conquista y del trasvase subsiguiente por España a los pueblos de América del tesoro envidiable de la cultura cristiana y occidental, que otros países europeos, por contraste, guardaron con celo para sí, se multiplican las frases, los párrafos, las estrofas, los libros de admiración, de agradecimiento y de sorpresa.
En Ecuador, Montalvo no vacila en decir: “¡España! Lo que hay de puro en nuestra sangre y de noble en nuestro corazón, de claro en nuestro entendimiento, de ti lo tenemos, a ti lo debemos. Yo, que adoro a Jesucristo y que hablo la lengua de Castilla, ¿cómo habría de aborrecerla?». Y Benjamín Carrión estampa sin miedo esta frase tan bella: «España, que nos hizo la visita de las carabelas, nos dejó la herencia de la cruz y la lengua, la lealtad, el honor y la aventura», Y José Rumazo, el poeta de hoy, escribe; «Recordada en la sangre, España mía».
«Renegar de España, el punto de partida, -escribe el argentino Manuel Ugarte-, es edificar en el viento». «España -dice el también argentino Julio Soler Miralles- nos ha dado la concepción del hombre cabal. Por ello y porque nos ha dado aquello que vale más que la vida, que es el estilo y la fe, que Dios la bendiga”. Y hasta el propio Juan Domingo Perón, en su etapa de lucidez, hubo de afirmar: “Si la América española olvidara la tradición que enriquece su alma… y negara a España, quedaría instantáneamente baldía.
“Si hemos de mantener alguna personalidad colectiva -argumenta el uruguayo José Enrique Rodó- necesitamos conocernos en el pasado, divisarlo por encima de nuestro suelto velamen y confesar la vinculación con el núcleo primero. Solo así -concluye- tendremos conciencia de continuidad histórica, abolengo, solar y linaje en las tradiciones de la humanidad civilizada”.
“Hemos sido educados en la leyenda negra -grita con ademán airado el chileno Augusto Fontaine Aldunate- cuando nos son precisas y con urgencia lecciones de hispanidad, es decir, de un modo noble y señorial de ser y de comportarse como hombre».
«¿Por qué se oculta en las historias oficiales de mi país -nos dice el mejicano Alberto Escalona Ramos- que durante los siglos virreinales Méjico era la capital de un mundo que se alargaba desde Honduras al Canadá?» «¿Es que acaso se quiere -como protesta Vasconcelos con su indignación justificada- que reneguemos de un pasado grandioso, que liquidemos nuestra médula cristiana y española y nos transformemos y convirtamos en parias del espíritu?» «¿Es que se olvida que tan solo España es -como afirma don Alfonso Reyes- el camino de nuestra América?»¿Es que acaso España no es la Madre y -como asegura Porfirio Díaz- sigue siéndolo, porque las maternidades no prescriben?»
«Nosotros somos, amigos europeos, -dice como en una arenga el nicaragüense José Coronel Utecho- la España americana”. “España está en nosotros» -agrega el colombiano Eduardo Caballero Calderón- “salvaremos la levadura española en los pueblos de Hispanoamérica, porque España es como una levadura sin la que el pan puede, desde luego, fabricarse, más con el castigo casi bíblico de que ni la masa crece ni el pan se degusta».
«España está, así como metida en el alma de Hispanoamérica, y son los versos, la expresión más alta y encendida de la belleza, los que se desbordan en amor a España. Y así en Méjico Amado Nervo, en su poema «Águilas y leones» escribe:
¡Oh España…!
Los pueblos hermanos que en ti fijos
tienen los grandes ojos, negros, soñadores.
Te brindan sus estrellas, sus manos enlazadas
sus vivos gorros frigios
¡Somos de raza de águilas y de leones!
Tengamos esperanza»
Y en Guatemala, Manuel José Arce y Valladares, en «Los argonautas vuelven»:
Y una raza -indios núbil- desgarrada
en la violencia del primer encuentro;
y el brazo de sangre del mestizo
como tierno maíz al sol granado.
La cruz proliferó las selvas vírgenes,
de sol de fe de España jamás puesto,
y un sol tropical hincho de zumos
de oro y de glorias nuevas toda España.
Y en Panamá, Enrique Greenzier:
¡Mentira! Tú no estás en decadencia,
noble, gloriosa, bendecida España.
No estás en decadencia, como dicen,
estás en gestación cual la crisálida.
Y en Venezuela, Andrés Eloy Blanco, en su «Canto a España”:
Yo me hundí hasta los hombros en el mar de Occidente.
Yo me hundí hasta los hombros en el mar de Colón,
frente al sol, las pupilas, contra el viento la frente
y en la arena sin mancha sepultado el talón.
Haya en España mimos y en América arrullos,
¡el mismo vuelo tiendan al porvenir las dos!
y el mundo estupefacto vera las maravillas
de una raza que tiene por pedestal tres quillas
y crece como un árbol hacia el cielo, hacia Dios.
Y en Colombia, José Joaquín Ortiz:
El recuerdo de España
seguíamos doquiera.
Todo nos es común: su Dios, el nuestro,
la sangre que circula por sus venas.
Y en Ecuador, Rafael Pino y Roca, en «Canto a la Raza»:
Moctezuma, Atahualpa, Campolicán, en vano
lucháis con lo imposible; sorprender el arcano
de la altivez insólita, y el indomable brío
de la raza española, acaso es desvarío…
Cada nueva conquista la precede una hazaña
porque así, simplemente, son las glorias de España.
Y recordando la emancipación:
«Que, si su sangre España por América inmola,
se inmola por España la América española,
y si cosecha América de libertad el fruto,
de su concha a España le rinde su tributo.
Porque así es el espíritu de la raza que un día
en el puerto de Palos tuvo la valentía
de armar tres carabelas y hacia el confin remoto
lanzose de los mares en busca de lo ignoto,
por brújula llevando al genio, y por corazón
al tope de la Punta el pendón de la Raza».
«y el hermoso lenguaje;
sus artes, nuestras artes; la armonía
de sus cantos, la nuestra;
sus reveses
nuestros también, y nuestras
las glorias de Bailén y de Pavía».
Y en Perú, Santos Chocano, en «Blasón»:
“Soy el cantor de América, autóctono, salvaje,
mi lira tiene un alma, mi canto un ideal.
Mi verso no se mece colgado de un ramaje
con un vaivén pausado de hamaca tropical.
Cuando me siento inca, rindo vasallaje
al sol, que me da el cetro de su poder real;
cuando me siento hispano y evoco el coloniaje
parecen sus estrofas trompetas de cristal.
Mi fantasía viene de un abolengo moro,
los Andes son de plata, pero el león de oro
y las dos castas fundo con épico fragor.
La sangre es española e incaico es el latido
y de no ser poeta, quizá yo hubiera sido,
un blanco aventurero o un indio emperador.”
Y en Chile, Gabriela Mistral, en «Salutación»:
«Y he dicho al descastado que destiñe lo nuestro
que en español es más profundo el Padrenuestro.
Soy vuestra y arde dentro la España apasionada
como el diente en el rojo millón de la granada.
Os fue dada por Dios una virtud tremenda:
el ganar el botín y abandonar la tienda;
perder supieron solo España y Jesucristo,
y el mundo todavía no aprende lo que ha visto».
Y en Argentina, Ignacio E. Anzoátegui: «Distancia y presencia de España»:
“Presencia
del cielo de España,
que puso una cruz en mi cielo,
para que la ausencia
tuviera un poco de España y de anhelo.”
Y en Paraguay, José Antonio Bilbao: «Soneto a España»:
Tú, Madre España, patria antigua, gozas
tu piel de mar a mar bien extendida
-camino de tu sangre y de tus rosas-
estás con sangre a nuestra piel cosida.
En Filipinas, Aguinaldo, el que acaudilla las huestes tagalas contra los ejércitos de la metrópoli, escribe en 1.924 que España es «la querida Madre de Filipinas». Manuel Bernabé, el poeta nacional, termina así un lindo soneto:
«Filipinas, La Virgen Marinera
salta de una ribera a otra ribera
montante en trampolín de nipa y caña
y os trae, como regalos del Oriente,
los dos soles que bailan en su frente:
la fe de Cristo y el amor a España».
Y Claro Mayo Recto, en su «Elogio del castellano», escribe:
«No en vano, por tres siglos, tus ejércitos
han levantado en mi solar sus tiendas
y vieron el prodigio de mis lagos
y de mis bellas noches el poema;
no en vano en nuestras almas imprimiste
de tus virtudes la radiosa estela
y gallardos enjoyan tus rosales
plenos de aroma las nativas sendas…
No morirás jamás en este suelo
que ilumina tu luz; quien lo pretenda
ignora que el castillo de mi raza
es de bloques que dieron tus canteras».
Y Rubén Darío: Y así, al inaugurar en Buenos Aires, el Ateneo hispanoamericano, recita:
«Yo siempre fui por alma y por cabeza
español de conciencia, obra y deseo.
Y yo nada concibo, ni nada veo
sino español por mi naturaleza.
Con la España que acaba y la que empieza,
canto y auguro, profetizo y creo».
En 1.904 cuando Teodoro Roosevelt pronuncia la frase «I took Panamá»:
“Eres los Estados Unidos, eres el futuro invasor
de la América ingenua, que tiene sangre indígena
que aún reza a Jesucristo y aún habla el español.
Los Estados Unidos son potentes y grandes.
Mas la América nuestra, que tenía poetas
Desde los viejos tiempos de Netzahualcoyoet
la América del gran Moctezuma, del inca,
la América fragante de Cristóbal Colón,
la América católica, la América española,
que tiembla de huracanes, y aún vive de amor;
hombres de ojos sajones y alma bárbara, vive
y sueña y ama y vibra y es hija del sol.
Tened cuidado. ¡Vive la América española!
hay mil cachorros sueltos del león español;
Se necesitaría, Roosevelt ser, por Dios mismo
el Riflero terrible y el fuerte Cazador,
para poder tenernos en vuestras férreas manos
y, pues contáis con todo, os falta una cosa: ¡Dios!”
En la balada «Al Rey Oscar»:
“Sire de ojos azules, gracias.
Mientras el mundo aliente, mientras la esfera gire,
mientras la onda cordial alimente un ensueño,
mientras haya una viva pasión, un noble empeño,
un buscado imposible, una imposible hazaña,
una América oculta que hallar, vivirá España».
En la «Salutación del optimista”:
¿Quién será el pusilánime
que al vigor español niegue músculo
o que al alma española
juzgare áptera, ciega y tullida?
Únanse, brillen, secúndense tantos vigores dispersos,
formen todos un sólo haz de energía ecuménica.
Vuelva el antiguo entusiasmo, vuelva el espíritu ardiente.
Juntas las testas ancianas ceñidas de líricos lauros
y las cabezas jóvenes que la alta Minerva decora
¡Y así sea Esperanza la visión permanente en nosotros,
ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda!
Ganivet, en su «Ideario español», ya había escrito: «Noli foras ire: In interiore Hispaniae habitat veritas». Pero es Ramiro de Maeztu, el convertido, el que había anhelado ir «hacia la otra España», el que escribe, sembrando la fe: «La obra de España, lejos de ser ruina y polvo, es una fábrica a medio hacer, como la Sagrada Familia de Barcelona o la Almudena de Madrid, o, si se quiere, una flecha caída a mitad del camino que espera el brazo que la recoja y lance al blanco, o una sinfonía interrumpida que está pidiendo los músicos que sepan continuarla. El ideal hispánico está en pie y, por mucho que se haga por olvidarlo, mientras lleven nombres españoles la mitad de las tierras del globo, la idea nuestra seguirá saltando de los libros de mística a las páginas graves y solemnes de la historia universal».
– IV –
Este bagaje ideológico y emotivo movilizó a los nuevos alarifes, a los músicos noveles, a los guerreros barbilampiños a continuar la obra interrumpida, la sinfonía inacabada, a encorvarse hasta el suelo, a tomar la flecha y acerarla con precisión para abrirse camino en la fronda y en la maraña de los errores, de las calumnias y las desidias.
Ahí estaban las más recientes interpretaciones de la América Española, que era preciso examinar con agudeza y desenmascarar con denuedo.
En primer lugar, la que estima el paso de España como algo advenedizo y extraño que se yuxtapone a la población autóctona y que es preciso sacudir y expulsar con objeto de que aquellas esplendidas civilizaciones vernáculas recobren su vigor y su grandeza primitivos. La América española es una creación artificial, lo que cuenta es Indoamérica, e indigenismo se llama la doctrina redentora que es necesario predicar frente a la expresión de la conquista.
Se utilizan los tópicos conocidos, se montan leyendas con hecatombes de indios pacíficos e inocentes y de tal modo se exagera la nota de brutalidad de los españoles que Clemente Orozco, uno de los más grandes pintores mejicanos, no ha podido por menos, criticando el indigenismo, que escribir estas páginas humorísticas: «La Conquista no debió haber sido como fue. En lugar de capitanes crueles y ambiciosos, España debió mandar una delegación numerosa de etnólogos, antropólogos, arqueólogos, ingenieros civiles, cirujanos, dentistas, veterinarios, médicos, maestros rurales, agrónomos, enfermeras de la Cruz Roja, filósofos, filólogos, biólogos, críticos de arte, pintores murales y eruditos en historia. Al llegar a Veracruz, desembarcar de las carabelas carros alegóricos enflorados y en uno de ellos Hernán Cortés y sus capitanes, llevando sendas canastillas de azucenas y gran cantidad de flores, confetis y serpentinas para el camino de Tlascala. Y después de rendir pleito homenaje al poderoso Moctezuma, establecer laboratorios de bacteriología, urología, rayos-X, luz ultravioleta, un departamento de asistencia pública, Universidades, «kindergarten», bibliotecas y bancos refaccionarios. Poner a Alvarado, a Ordaz, a Sandoval y demás varones fuentes de gendarmes, a cuidar las ruinas… Aprender ellos mismos los 782 idiomas diferentes que se hablaban. Respetar la religión indígena… Impulsar los sacrificaos humanos, con departamento de engorde y maquinaria moderna para refrigerar y enlatar, y sugerirle, muy respetuosamente, al gran Moctezuma que estableciera la democracia en el pueblo, pero conservando los privilegios de la aristocracia».
Pero es que la construcción ideológica de Indoamérica es radicalmente falsa en su base y deletérea, además, si de la misma se deducen sus naturales consecuencias.
Es falsa en su base porque, sin perjuicio de los abusos inherentes a toda empresa humana, la medula del quehacer español en América no fue otra que la expansión del Evangelio. La Conquista no fue encomendada a empresas comerciales, provistas de concesiones yprivilegios, que asegurasen, en todo caso, rentas ajustadas a la Corona, ni fue tampoco el resultado de una huida de grupos disidentes que buscaban cobijo a su preciosa libertad. La empresa española fue una empresa del pueblo y del Estado, fieles, absolutamente fieles, a la convicción ortodoxa que pliega y subordina los intereses temporales al más alto servicio de Dios y de las almas.
Por esto -y vuelvo a repetir que sin ocultar la existencia de pecados y pecadores-, cuando Alonso de Ojeda desembarca en las Antillas en 1.509 no les dice a los indios que los descubridores pertenecen a una raza superior y distinta, sino que, animándolos, les enseña que «Dios Nuestro Señor, que es único y eterno, creó el cielo y la tierra y un hombre y una mujer de los cuales vosotros y yo, y todos los hombres que han sido y serán en el mundo, descendemos». «Nuestros amigos los indios», repetirán los Reyes de España, y para ellos, para que fueran respetados y amados como iguales, se dicta ese monumento de las Leyes de Indias, que ahí está para gloria de los hispanos y vergüenza de los fariseos que han querido ocultar sus lacras vergonzantes lanzando manotadas de cieno sobre la estampa limpia de la verdad.
Pero la construcción ideológica de Indoamérica no sólo es falsa en su base, sino que es absurda en sus resultados, sobre todo si entre ellos se aspira a buscar estímulos y resortes a la unidad de nuestros pueblos. En primer lugar, países como Argentina, Uruguay y Costa Rica, donde apenas si existen vestigios de la población autóctona, quedarían automáticamente separados del movimiento. Por otro lado, habría que detener el mestizaje, que los auténticos indigenistas han de considerar como producto híbrido, como una yerba malsana que es necesario expulsar o destruir con tanto o con más ahínco que a aquellos cuyo color y contextura siguen representando la conquista. Finalmente, conseguidas las metas deseadas y repuesta la situación en el punto de partida, en el instante mismo en que las culturas aborígenes quedaron paralizadas, nos encontraríamos con el espectáculo desesperante de miles de tribus, ligadas tan solo por el vínculo lugareño, separadas por abismos de incomprensión yde idioma, sin conciencia histórica nacional, entregadas a prácticas y costumbres primitivas y, en muchos casos, despóticas y sanguinarias.
La construcción ideológica de Indoamérica es inadmisible. Si hay algo en el indigenismo que merece beligerancia y que ha de recogerse con cariño y con amor es aquello que tiene de inquietud por mejorar el nivel de vida de los indios, en demasiadas ocasiones bajo, desolador e infrahumano; lo que tiene de afán por ir agregándola la cultura a las tribus en estado salvaje; lo que tiene de ambición por ofrecerles la posibilidad de ser, como ha escrito Laín, lo que fue en su época y con respecto a los hombres de su raza, el Inca Garcilaso.
Pero esto no es otra cosa que Cristianismo a secas, continuación de esa sinfonía inacabada que hemos llamado la Hispanidad. La que prolongan, ensanchan y continúan los misioneros en las duras avanzadas de los infieles; la que hace de lo español, como escribe el chileno Jaime Eyzaguirre, no un elemento más en el conglomerado étnico, sino el factor decisivo y aglutinante con fuerza y genio capaz de atarlos a todos, de armonizar las lenguas dispares de Méjico, y hacer de Chile, no ya el nombre de un valle, sino la denominación de una vasta y plena unidad territorial.
Si alguna vez hubo desprecio hacia los indios, no fue realmente durante la Colonia, sino en los años inmediatos y subsiguientes a la emancipación. Jamás fueron escuchadas de labios peninsulares sentencias tan duras como ésta de Sarmiento: «Los araucanos son indios asquerosos a quienes habríamos hecho colgar y mandaríamos colgar ahora»; y jamás, durante la época colonial, se produjo la situación de Guatemala en 1.870, cuando el presidente Barrios anuló e incluso ordenó destruir los títulos de propiedad otorgados a los indios quiché por la Corona de España, aboliendo una situación legal avalada por siglos de existencia y deshaciendo, con daño del país, un orden económico que había traído la paz y la ventura a los indígenas.
Lo que hay de auténtico y de valioso en el indigenismo es patrimonio de la Hispanidad, en cuanto que la Hispanidad tiene un núcleo medular cristiano.
Ramiro de Maeztu, al enfrentarse con el problema «nativista”, como se llama en el Brasil a los que militan en la tesis de Indoamérica, ha escrito de modo admirable; «Cuando el azteca culto compare un día la gran promesa que significa la Catedral de Méjico con la miseria, la ignorancia y las supersticiones de muchos de sus hermanos, es muy posible que se le ocurra renegar de la promesa y declararse enemigo de la Iglesia Católica. Pero también es muy posible que vislumbre que la obra de la Hispanidad no está sino iniciada, que consiste precisamente en sacar a los indios y a todos los pueblos de la miseria y de la crueldad, de la ignorancia y de las supersticiones. Y acaso entonces se le entre por el alma un relámpago de luz que le haga ver que su destino personal consiste en continuar la obrar en la medida de sus fuerzas. Al reflejo de esa chispa de luz, habrá surgido un caballero de la Hispanidad, que también podrá ser un duque castellano o un estudiante de Salamanca, o un cura de nuestras aldeas o un hacendado brasileño, un estanciero argentino, un negro de Cuba, un indio de Méjico o Perú, un tagalo de Luzón o un mestizo de cualquier país de América, así como una monja o una mujer intrépida, porque si un ideal produce caballeros, también han de hacerlo damas que le sirvan.»
Pues bien, si la construcción doctrinal de Indoamérica es inadmisible, no lo es menos la que, volviendo los ojos hacia el Norte, defiende la postura panamericana y hace santo y seña de lo que Rodó ha llamado la «nordomanía», y que se conoce con el nombre de panamericanismo. El panamericanismo cuenta con una declaración pública, oficial y solemne en la doctrina de Monroe.
El panamericanismo parte de dos principios que considera incontrovertibles: 1) que la concepción católica e hispánica es una concepción medieval fracasada y superada en la historia, y 2) que la concepción sajona y protestante constituye el nervio del porvenir. Por ello, el panamericanismo pretende la aglutinación de América y la unificación política y cultural del Continente, con arreglo a las normas e instituciones del pueblo norteamericano.
Con dicho fin, y con carácter sucesivo, a) se han aplicado los sistemas del «big stick» y de la ayuda económica y técnica, y b) se ha pasado del terreno puramente especulativo al terreno institucional, mediante la creación y perfeccionamiento de la Organización de los Estados Americanos.
En virtud de la política del «big stick», el balance para las naciones de origen español en América ha sido tan satisfactorio como el siguiente: Los Tratados de Guadalupe y de Gadsden arrancan a Méjico e incorporan a la Unión los Estados de Texas, Nuevo México, Arizona y California, es decir, la mitad del territorio patrio; Nicaragua y Costa Rica ven hollados sus puertos y aldeas, en 1853, por las tropas de Guillermo Walker, derrotadas, al fin, en Santa Marta. Cuba y Santo Domingo son ocupadas por el ejército yanqui, quedando intervenida la aduana; Panamá se transforma en república independiente, y la zona del Canal, que los Estados Unidos adquieren como una concesión perpetua, viene a ser algo así como el precio que la joven nación americana tiene que abonar para obtener su anhelada soberanía.
De la política del «big stick”, el panamericanismo pasa a la ayuda económica y técnica, que va poniendo en manos de las grandes empresas de los Estados Unidos la enorme riqueza potencial de los países de Hispanoamérica: los bananos, el azúcar, el petróleo, las industrias extractivas, los nudos y sistemas de comunicación y de transporte. No se trata de préstamos a largo plazo para crear riqueza nacional, sino de inversiones absorbentes del patrimonio que monopolizan fuerzas económicas tan hábiles y potentes que, a despecho de las fórmulas, tienen en sus manos la orientación social y política de los partidos y de los gobiernos. La fijación de los precios topes a las materias primas y la libertad de precio para los artículos manufacturados hace deficitaria la balanza de pagos de muchos países de Hispanoamérica, clientes únicos en el doble juego de la importación y de la exportación de los Estados Unidos.
Pero, como antes apuntábamos, el panamericanismo no se ha limitado a una formulación doctrinal y a un aprovechamiento de las distintas coyunturas para adentrarse en Hispanoamérica. El panamericanismo ha cuajado, además, institucionalmente en la Organización de los Estados Americanos, cuyo punto de partida corresponde al año 1.890, en Washington, y cuya culminación se produce al firmarse, en abril de 1.948, la Carta de Bogotá. Durante este lapso relativamente corto de tiempo el panamericanismo ha dado sus frutos y las naciones americanas de origen español han visto mediatizada, manejada y dirigida desde fuera su política internacional, puesta al servicio de intereses distintos y a veces opuestos a los suyos.
En efecto, como escribe Mario Amadeo, en ningún caso el mecanismo de seguridad colectiva o de coordinación que prevén los acuerdos suscritos por los Estados integrantes de la Organización, se ha puesto en marcha para defender puntos de vista que no sean precisamente los de Estados Unidos. Cuando los Estados Unidos eran neutrales en la segunda guerra mundial, la reunión de consulta de Panamá proclamó la neutralidad más estricta. Cuando los Estados Unidos comenzaron a aproximarse a la guerra, la reunión de consulta de la Habana declaró la solidaridad ante la amenaza exterior. Cuando los Estados Unidos entraron en la guerra, la reunión de Río de Janeiro recomendó declarar la guerra. Cuando los Estados Unidos empezaron a tener dificultades con Rusia, la Conferencia de Bogotá señaló el peligro de la infiltración comunista.
El panamericanismo ha despertado así una atmósfera de recelo y de resentimiento cada día más agudizado, estimándose, como dice Icaza Tijerino, que Norteamérica no puede imponer, ni siquiera con el pretexto de la amenaza comunista, a la Organización de los Estados Americanos, al Continente y a las Repúblicas hispanoamericanas, su propio estilo de vida, sus preocupaciones políticas y sus concepciones para la realización planológica de su destino.
La hora del momento es lo suficientemente trágica y decisiva para que soslayemos el problema bajo la excusa de la amistad. Precisamente porque admiramos, más aun, porque amamos de verdad a los Estados Unidos, porque nos damos cuenta de su papel protagonista en la historia del momento y de la responsabilidad cósmica que la Providencia ha querido encomendarle, tenemos la obligación de apuntar los errores que, a la larga o a la corta, pueden redundar en su perjuicio y en perjuicio de la humanidad.
Tarea de amigos, de amigos sinceros, es la de señalar los fallos, no para recrearse cuando los mismos se cometen, sino para evitarlos y prevenirlos en el futuro.
Pues bien, constituye un error tremendo y lamentable identificar con los intereses de los Estados Unidos la lucha contra el sistema comunista, de tal manera que cualquier movimiento político, cualquier reivindicación social, cualquier orientación de las corrientes comerciales que se oponga a sus programas deba estimarse que favorece al comunismo.
En primer lugar, los Estados Unidos no han sido siempre los campeones de la lucha anticomunista, ni son, desde luego, los más ejemplares. Durante la segunda guerra mundial, los Estados Unidos fueron aliados de la URSS, y a la URSS entregaron una gran parte de Europa. En Asia cometieron la terrible torpeza de abandonar al Ejército nacionalista chino, dejando a merced de la “democracia popular» una inmensa área de territorio y más de 600 millones de almas. Y hoy en día, los Estados Unidos protegen y ayudan, militar y económicamente, a Yugoslavia, que vive bajo la dictadura del Mariscal Tito, en régimen comunista, aunque este régimen, por circunstancias más bien de tipo personal, no se halle de acuerdo con Moscú.
Yo no voy a entrar en las razones de peso que justifican este proceder de los Estados Unidos; pero quiero afirmar, de un modo rotundo, que pueden existir otras líneas de conducta de signo anticomunista mucho más tajantes y enérgicas, como lo es, a no dudarlo, la que ha seguido y viene manteniendo la política española.
Frente a un anticomunismo de coyuntura, puede existir y de hecho existe un anticomunismo sustancial, fruto de una postura radical y esencialmente hispánica.
Realizar en los países hispánicos una política que menoscabe su personalidad, tolerar o admitir que los pastores protestantes disuelvan nuestra fe, anular el ímpetu y el coraje de los movimientos nacionalistas que pretenden la consolidación política y la superación económica de nuestros pueblos, equivale a seguir una política miope, dando a entender, como sin duda lo entienden los grupos comunistas, ortodoxos o disidentes -y ahí está el libro de Jorge Abelardo Ramos, como prueba-, que determinadas exigencias de Justicia, irrebatibles e inexorables, puedan conseguirse solamente, únicamente, adoptando una postura opuesta y refractaria a los Estados Unidos.
El panamericanismo es, por consiguiente, rechazable. Implica una desviación de nuestro sentido histórico que desconoce y ahoga la personalidad cultural y política de Hispanoamérica.
No quiere decir ello, claro es, que no sea posible aunar los esfuerzos y establecer, en el esquema mismo de la Organización de Estados Americanos, una atmósfera de convivencia fraterna. Mas para ello es preciso que, de buena gana, lealmente, con hidalga caballerosidad se reconozcan y rectifiquen los errores cometidos, se tracen las coordenadas de una actuación sincera y, sobre todo, exista un equilibrio de poder, de tal modo que no haya, como al presente -y según apunta Humberto Pasquini Usandivaras- algo así como unas acciones preferentes y de voto plural privilegiadas y de soberanía en la caja fuerte de los Estados Unidos y otras acciones vulgares, ordinarias, que aseguran un puesto en la Asamblea para hacer bulto y contribuir a la farsa y que están en manos de las naciones de Hispanoamérica.
Pero si son falsas e inadmisibles, como acabamos de demostrar, las construcciones doctrinales del indigenismo y del panamericanismo, no lo es menos la tesis, más hábil, argumentada y sutil que, partiendo de una supuesta filiación espiritual, minoriza la aportación española a la creación de las naciones de Hispanoamérica y habla con desenvoltura y desparpajo de la América Latina.
No sólo se ha intentado, por toda clase de medios, arrancar a España la gloria del Descubrimiento de América, acotando y aislando la figura del Almirante para centrar las ofrendas y las conmemoraciones en torno al llamado «Día de Colón», sino que, además y por añadidura del escarnio, quiere desconocerse el esfuerzo, el tesón y la energía de más de trescientos años de entrega y sacrificio. Con tal fin, se inventó la frase, hoy vulgar y generalizada, de la América Latina, que muchos de vosotros y de nosotros repetimos haciendo el juego a quienes, con interés y con falacia, la han puesto en circulación, la han impuesto en las organizaciones oficiales y la han vulgarizado a través de sus medios poderosos de difusión y propaganda.
De acuerdo con su tesis, la noción de Hispanoamérica es incomprensible porque, en la constitución espiritual de las naciones oriundas de España, han intervenido tanto o más que los valores españoles, los italianos y los franceses.
No es posible negar que los valores franceses e italianos, como los alemanes, los ingleses o los eslavos, han producido un acrecentamiento del panorama cultural de los países de Hispanoamérica, pero negamos de una manera categórica que tales valores hayan influido en la constitución de aquellas naciones.
Si estas -escribe Oswaldo Lira- son cada una de ellas, la misma esencialmente que en los momentos de la Independencia -cosa que ningún patriota puede poner en duda sin renegar de sí mismo-, es necesario admitir que afluencia de valores extranjeros no puede tener otro alcance que el de un prodigioso enriquecimiento adjetivo del espíritu nacional.
Los valores europeos llegaron a la hora undécima ysus posibilidades de influjo y asimilación se debieron a que, como afirma el peruano Alberto Wagner de Reina, las naciones americanas de origen español habían recibido la cultura de España. Fue esta cultura, forjada al amparo de la cruz y de las cinco declinaciones latinas la que, al convertirse en columna medular de dichas naciones, las hizo capaces de entender y asimilar las otras culturas occidentales.
El argumento de la América Latina se vuelve así en contra de sus defensores. Si en ella hay algo que no sea estrictamente peninsular, algo del espíritu francés, del italiano, del inglés o del germánico, se debe a España, que no dudó en transferirles sin reservas el tesoro de su idioma y de su bagaje intelectual.
Hoy, esta verdad, clara y tajante, empieza a ser reconocida por hombres ajenos a nuestro ambiente, y así Jacques de Lauwe, en su obra «L’Amérique Ibérique», escribe que la misma «constituye un mundo aparte y que es mentiroso el calificativo de latina, que se le atribuye», y Waldo Frank, escribe que «España está más próxima a América que las corrientes complejas de París».
Por tanto, si los términos Latino-América y América Latina sólo pretenden con torpeza diluir el nombre español en fórmulas amplias y genéricas que den cabida y preponderancia -como apunta Jaime Eyzaguirre- a otras naciones, muy ilustres, pero que estuvieron ausentes en las etapas culminantes de la Conquista y de la Colonia, si dicha terminología supone, como escribe Lohman, una aberración conceptual, debemos con justicia exigir, en nombre de la historia, como pide Oswaldo Lira, y de los principios más elementales de la filosofía de la cultura, que tales denominaciones sean eliminadas y abolidas.
En los ambientes populares, incontaminados por los juegos del idioma, se palpa de inmediato lo artificioso de estas construcciones. «Vista desde Europa -dice Rodó-, toda la América nuestra es una sola entidad que procede históricamente de España y que se expresa en idioma español. Y apreciada desde dentro está claro, como señala el argentino Enrique V. Corominas, que, no obstante la presión artificiosa de indigenistas, panamericanistas y latinoamericanistas, hay como una fuerza emocional y telúrica que vincula y ata a los pueblos de América en lo español y que los convierte en comunidades de ciudadanos hispanoamericanos.
Toda la argumentación desemboca, pues, en el lógico e indiscutible corolario de que la única denominación ajustada y, ala vez, comprensiva de las naciones americanas que se emanciparon de la Península, es precisamente la de Hispanoamérica o Iberoamérica, bajo la cual se comprende a la América española y a la portuguesa.
Ahora bien, si lo ibérico es algo así como la infraestructura, lo espontáneo, lo étnico y temperamental subyacente en lo español y portugués, y lo hispánico, en cambio, es la alta estructura, ladeterminación cultural y la forma histórica de lo español y de lo luso, resulta congruente que el vocablo más preciso es Hispanoamérica.
Almeida Garret confirma esta tesis al decir, con harta razón: «Somos hispanos e devemos chamar hispanos a cuantos habitamos a península hispánica». En el mismo sentido Ricardo Jorge dice: «Chame se hispana a península, hispano ao seu habitante onde quer que demore, hispânico ao que lhes diz respeito». Y Miguel Torga, el poeta portugués de nuestro siglo, no vacila en decir que su patria «termina en los Pirineos».
Por su parte, el escritor brasileño Gilberto Freire escribe que «Brasil es una nación doblemente hispánica, la nación más hispánica del mundo por el hecho feliz de haber tenido, ala vez, una formación española y portuguesa».
Y es que hay algo entrañable que enlaza y complementa alos pueblos de la Península, cantados por Camoens en la época de su máxima extensión territorial con los versos hermosos:
“Del Tajo al Amazonas el portugués impera,
de un polo al otro el castellano boga.
Y ambos extremos de la terrestre esfera
dependen de Sevilla y de Lisboa».
– V –
La tradición hispánica pertenece por igual a las dos naciones peninsulares, como pertenece y forma parte del patrimonio cultural de Hispanoamérica. El secreto consiste en rendir culto a la continuidad, en contribuir con un esfuerzo colectivo a mantener y desarrollar esté sentimiento de tradición, en darnos cuenta del fraterno quehacer que se nos brinda, en comprender a fondo aquellas palabras de Menéndez y Pelayo, según las cuales los pueblos no pueden renunciar a la cultura que les es propia, sin mengua de la parte más noble de su ser, sin comenzar una segunda infancia muy próxima a la imbecilidad senil.
Tal es la tarea de nuestra generación y de nuestro tiempo: dar plenitud de vigencia al ser histórico de las naciones hispánicas. Cierto que son muchos los impacientes a los que ahoga y desespera la lentitud, que son muchos los que ambicionan una superación inmediata del estadio floral, pero también es cierto que, con independencia y aún a pesar de las disquisiciones líricas y de las evocaciones sentimentales, nuestra obra está en marcha.
En un mundo industrial y mecanizado como el mundo moderno, la enorme empresa hispánica parece caminar con lentitud, con una engañosa impresión de retraso, mas ello se debe, como apunta Coronel Urtecho, a que la misma no opera, en primer lugar, sobre la superficie de la tierra, modificando los aspectos aparentes de la civilización, sino que trabaja secretamente, como un fermento en las profundidades oscuras de la vida del hombre, en la entraña insondable de las naciones, en el subsuelo de la cultura y en el “humus» fecundante del sentido católico de nuestros pueblos.
En este operar callado, hemos visto aparecer, limpia y recortada, lafigura de Hispanoamérica, es decir, de un conjunto de naciones que, por encima y por debajo de su lozana diversidad, tienen el común apellido de hispánicas. Mas al occidente de América, el archipiélago filipino, que los españoles descubrieron y civilizaron, -constituye una nación de la misma raíz y estirpe. Por último, en Europa, Portugal y España, los dos países ibéricos, peninsulares y fundadores, son también, y por las razones antes señaladas, substantivamente hispánicos.
Es decir, que, allado de los hispanoamericanos, existen loshispanofilipinos y los hispanopeninsulares. Todos ellos gozan de la hispanofiliación e integran, por consiguiente, la Hispanidad.
Pero la Hispanidad no es sólo el conjunto de hombres que gozan de la hispanofiliación, ni el marco geográfico y político en que los mismos habitan. Hispanidad, es, sobre todo, como apunta Laín Entralgo, un modo de ser o, como nosotros indicábamos alcomienzo, el conjunto de principios vitales que un día cuajaron en un cuerpo político y que hoy, por tener como nunca el más alto grado de vigencia histórica, pueden y deben operar y manifestarse de nuevo.
La diferencia en el «modus operandi» radica, con respecto al pasado, en que, en la oportunidad presente, no es España (y Portugal con ella) la nación portadora de tales principios. Si las naciones peninsulares fueron entonces las que infundieron Hispanidad, ahora es el conjunto de pueblos en que la Hispanidad quedó trascendida, los que, de un modo solidario, han de incorporarse a la tarea. No es, por consiguiente, que Hispanoamérica, como han dicho Pablo Antonio Cuadra y Alfredo Sánchez Bella, comience en los Pirineos; es que la unidad de Hispanoamérica procede de España y luego la comprende con el nombre de Hispanidad. Lo hispánico no es, por consiguiente, lo español; la Hispanidad no fluye, en consecuencia, de la España del momento, sino que, partiendo de la España de entonces, mana a través de los pueblos hispánicos y nutre o debe nutrir la corriente del gran Amazonas de nuestro espíritu. La Hispanidad es como una llama que, encendida con la leña ancestral de los olmos, los robles y las encinas de la Península, prende y a la vez se nutre, vigoriza y alimenta -como con bella metáfora ha dicho Alejandro Gallinal- con las maderas y los troncos de vuestros montes y vuestras cordilleras vírgenes.
La España actual es una entre los pueblos hispánicos, tan hija de la España progenitora, como pueden serlo Ecuador o Venezuela. La Madre Patria de que hablan con tanto amor como respeto hispanoamericanos y filipinos, es también la madre de nuestra España, a la que solo corresponde, por razón de su mayorazgo la custodia yno la propiedad de los viejos papeles de familia. El centro de gravedad de los pueblos hispánicos, su nivel no está aquí ni allá, en Europa, en América o en Oceanía, está en aquel grupo de hombres que representen, en cada instante, de un modo más fiel, exacto y preciso, los ideales de la Hispanidad.
Por eso ha podido escribirse desde América que, si España dejara de existir, tragada por el mar, o hiciera traición a sus propias esencias hispánicas, la Hispanidad realizaría su propia misión sin España, esforzándose como un primer objetivo en reconstituirla yen rehacerla. Si la Hispanidad es, por consiguiente, un fluir de vida y exigencias, se equivocan aquellos que la reducen, la empequeñecen y esterilizan, confundiéndola con una mera contemplación embobada y narcisista de España en los estratos históricos superados.
La Hispanidad, sin desentenderse del pasado, aspira a transcenderlo con una dinámica permanente, pensando en la España actual y concreta, con sus virtudes y defectos; en la nación filipina, enfrentada en una lucha heroica contra valores extraños a su plasma vital; en las naciones, grandes o chicas de América, pero orgullosas de su destino.
Bajo este punto de vista, la Hispanidad supone una auténtica revolución histórica. Es más que recuerdo, empresa; más que sentimiento, voluntad de fundación. En la Hispanidad ya estamos -escribe Mariano Picón Salas- lo que nos hace falta es su actuación eficiente; crear -como arguye Sandro Tacconi- un orden hispánico nuevo; dar forma jurídica -como quiere Martín Artajo- al conjunto de naciones hispánicas.
Había, hasta la fecha, como una cierta timidez, al llegar a este punto de las conclusiones. Expuesta la doctrina, se estancaba aquí, como temiendo que alguien se escandalizara ante el anuncio de un posible encuadramiento formal de la estirpe hispánica.
¿Acaso no sería todo ello una argucia, hábilmente tejida por la España del momento, para recobrar su pasada hegemonía? Más aún ¿acaso no sería la Hispanidad, si se llegaba a tales consecuencias, un artilugio para exportar de contrabando cierta mercancía política que puede no gustar o no ser apta para ciertos ambientes?
Pero hoy, tales reservas, han sido, afortunadamente superadas. El esquema jurídico en que la Hispanidad cristalice no se encuentra «a priori» al servicio de ninguna hegemonía, sino al servicio perfecto y completo de la Comunidad.
De aquí que hoy se propugne, sin rebozos, dar contenido plástico a la unión de nuestros pueblos y realizar de algún modo, -como sea, dice Alfonso Junco- su unidad política. Aunque la Hispanidad postula una actitud frente a la vida y una forma de catolicismo y de cultura, pretende, como señala Ycaza Tijerino una finalidad política. Por eso, el que no tiene conciencia política no entiende del todo la Hispanidad.
Esta exigencia política de la Hispanidad ha sido y es irrenunciable y permanente. La idea de una comunidad de naciones hispánicas -escribe el uruguayo Carlos Lacalle- no ha surgido de pronto ni la han discurrido en torno de una mesa un grupo de doctrinarios, sino que ha sido elaborada desde el día siguiente a la emancipación.
El examen de los años subsiguientes a la Independencia pone de manifiesto dos cosas: de un lado, a) la nostalgia de la unidad perdida, y, de otro b), el anhelo, siempre reiterado, de lograrla.
Sarmiento no vacila en exclamar: «hace veinte años, un habitante de las pampas de Colombia se abrazaba, en medio del Continente, con otro de las pampas de Buenos Aires y ya no ha quedado ni un vínculo entre los Estados vecinos». Y Ugarte escribe que no es posible regocijarse completamente de una emancipación que, multiplicando el desmigajamiento de los antiguos Virreinatos en Repúblicas a menudo minúsculas e indefensas, ha venido a sembrar el porvenir de responsabilidades históricas».
La profunda miseria moral de las medianías que hostigaban el genio de América -dice el ecuatoriano Ulpiano Navarro- el caudillismo montaraz de algunos jefes de Venezuela, la intriga del subsuelo, roedora y terrible, de los libertarios de Bogotá, la ingratitud de los antiguos áulicos del Virreinato de los Reyes, la envidia de los estadistas del Plata… fueron parte a que nuestro nuestra América, después de la guerra de la Independencia, no se constituyese con la integridad de los territorios patrimoniales.
La Independencia ha significado la disgregación -subraya Mariano Picón Salas- por haber sido realizada traicionando el ideal de los auténticos libertadores. Por ello, si la enfermedad, como asegura D´Ors, se llama nacionalismo, la salud debe llamarse anfictionía.
Y fue, efectivamente, una confederación, una anfictionía, lo que hoy, con términos más exactos, conocemos con el nombre de Comunidad, lo que se buscó incluso antes de que aparecieran los primeros conatos libertadores.
En esta línea, el célebre Francisco de Miranda imaginó, por los años 1.785 y 1.790, formar, una vez terminada la Independencia, un Imperio Americano que se extendiera desde el Mississippi hasta la Patagonia, con un Monarca incaico y sistema parlamentario a la inglesa que evitara la anarquía en el orden político y la desmembración en el orden geográfico.
La Infanta Carlota-Joaquina, hermana de Fernando VII y esposa de Juan VI de Portugal, ofrece desde el Brasil, a los diferentes Virreyes y a las diversas Juntas de Defensa hispanoamericanas, una serie de ideas políticas renovadoras que tienden a salvar la unidad supranacional, amenazada peligrosamente por la invasión napoleónica de la Península.
José Gregorio Argomedo propone en Chile, el 18 de septiembre de 1.810, un Congreso de todas las provincias de América que habría de celebrarse en el caso de ser derrotada España por los franceses.
Y el mejicano Lucas Alamán propone a las Cortes de Cádiz una relativa independencia de las Colonias y una confederación de las mismas con España.
De los libertadores, sabido es cómo José de San Martín sacrificó su presencia en América al logro de la Unidad; O’Higgins, después de Maipú abogó por ella, y en favor de ella se pronunciaron las Constituciones de la Independencia; e Iturbide suscribió el Tratado de Córdoba con el ultimo Virrey de Méjico tratando de establecer una interdependencia jurídica entre la Nueva España y la Corona.
Por su parte, Simón Bolívar, antes y después de Boyacá y de Carabobo, levanta la bandera confederal, y el 6 de septiembre de 1.815 escribe: «Puesto que estas naciones tienen un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, deben tener igualmente un sólo gobierno que confedere los diferentes Estados que hayan de formarse».
Con absoluta fidelidad a esta idea, el Libertador, como Presidente de Colombia y Don Pedro Gual como Ministro de Asuntos Exteriores, facultan a don Jaime Mosquera para la suscripción de tratados con los países fraternos, y así, después de penosas negociaciones, se firman, en 1.822, con Perú, en 1.823, con Méjico y en 1.825, con Centroamérica. En el espíritu y en la letra de estos acuerdos aparece el deseo de constituir «una sociedad de naciones hermanas», «un cuerpo anfictiónico o Asamblea de plenipotenciarios que de impulso a los intereses comunes y dirima las discordias que puedan suscitarse entre pueblos que tienen las mismas costumbres».
Los acuerdos mencionados fueron el punto de partida del Congreso de Panamá y de Tacubaya de 1826; Bolívar, al convocarlo en 7 de diciembre de 1.824, insiste en la necesidad de una «asamblea de plenipotenciarios que nos sirva de consejo en los grandes conflictos, de punto de contacto en los peligros comunes, de fiel interpretación de los tratados… y de conciliación, en fin, de nuestras diferencias».
El Congreso de Panamá, que terminó suscribiendo el 15 de junio de 1.826 un «Tratado de unión, liga y confederación perpetuas entre las Repúblicas de Perú, Colombia, Centroamérica y Estados Unidos Mejicanos, vino a resultar inoperante no sólo porque dicho acuerdo fue ratificado sólo por Colombia, sino porque en 1.830, la Gran Colombia, que había nacido en diciembre de 1.819, se dividió en tres Estados independientes: la actual Colombia, Ecuador y Venezuela, y el 30 de mayo de 1.838, el Congreso Federal de las Provincias Unidas de Centroamérica, que había surgido el 1 de julio de 1.821, dejó en libertad a las mismas para constituirse como gustaren, naciendo los Estados de Honduras, Guatemala, El Salvador, Costa Rica y Nicaragua.
Pero los esfuerzos comunitarios han proseguido sin desaliento, tratando de suturar las piezas desatadas, Y así, Ecuador, Colombia y Venezuela firman, el 29 de octubre de 1.948, la Carta de Quito, en la que, reconociendo la existencia de los «vínculos especiales que unen entre sí a los Estados hispanoamericanos por su comunidad de origen y cultura», dan nacimiento a la Organización Económica Grancolombiana. Honduras, Guatemala, El Salvador, Costa Rica y Nicaragua, con la conciencia de sentirse y saberse «partes disgregadas de la misma nación», suscriben, el 14 de octubre de 1.951, en San Salvador, la Carta fundacional de la Organización de Estados Centroamericanos. Y Chile y Argentina, el 8 de julio de 1.953, firman un tratado por el que constituyen su Unión Económica.
A su vez, los países hispánicos de la Península, al calor de los embates de la última contienda universal, constituyen el llamado «Bloque Ibérico», confirmado después con las entrevistas de sus gobernantes y ampliado a colaboraciones y entendimientos que rebasan la esfera militar como han puesto de relieve las conversaciones de Ciudad Rodrigo.
Es decir, que lenta y gradualmente, salvando prejuicios y distancias, se abre paso la empresa de comunidad iniciada en áreas regionales económica y geográficamente definidas, como un paso firme y seguro hacia la estructura más amplia, completa y general.
En este aspecto, estimamos un error de enfoque el considerar, como lo han hecho algunos escritores hispanoamericanos y la declaración de Salta -obsesos por sus graves problemas de vecindad con los Estados Unidos-, que lo más importante y urgente es conseguir la integridad de Hispanoamérica y luego ofrecer un “status» especial a los países peninsulares, toda vez que la ubicación europea de los mismos les desplazan de aquella órbita continental,
Y decimos que esta corriente de opinión es equivocada porque la urgencia por atender y cubrir frentes determinados no puede oscurecer el enfoque del movimiento y la vastedad de la estructura.
La Hispanidad, modo de ser, conjunto de principios vitales, anima y federa una comunidad, a un puñado de pueblos que de ella se alimentan con el fin de realizar, a través de los instrumentos de ayuda y de trabajo que constituyan, su quehacer histórico.
Si en la hora prima de la fundación de la Comunidad estuviera ausente alguno de nuestros pueblos, se apreciaría al instante, en ese Amazonas del espíritu a que antes hicimos referencia, no sólo una falta de caudal, sino también la especie o ingrediente propio de una forma específica de vivir la Hispanidad por el ausente.
Por otro lado, el destino de la Hispanidad es ecuménico y necesita realizarse en todas las latitudes. Habrá, pues, una Hispanidad operante en Europa, en América y en Asia que adoptará, acomodándose a las necesidades del clima y a las coyunturas del momento, las formas de actuación que estime prudentes y acertadas.
Cada una de nuestras naciones, aislada o desconfiante, devendría estéril y acabaría siendo anulada o absorbida. El ejemplo que nos ofrece la nación filipina, combatiendo a solas en un mar de indiferencia, que ahora tan solo comienza a transformarse en simpatía, pero que aún no ha llegado a cuajar en ayudas prácticas y concretas, es espectáculo y escándalo para todos y ejemplo bastante para no reducir y acortar nuestros puntos de mira.
El enfoque del movimiento hispánico y el conjunto de la estructura formal y jurídica en que el mismo se manifiesta, ha de reconocer como efectivo y operante el hecho de que en América constituimos, desde Méjico hasta la extremidad patagónica, como dice Federico García Godoy, «un gran todo sólidamente cohesionado», y que en Europa los dos países hispánicos peninsulares, y en el Oriente lejano la nación filipina, están unidos por vínculos que nada ni nadie puede desconocer o ignorar.
Estos vínculos hacen que la anhelada comunidad de naciones hispánicas sea mucho más hacedera de aquello que nosotros -encima de la menudencia y prolijidad de los hechos- nos figuramos.
Vivimos en la era de los grandes sujetos supranacionales. La Comunidad Británica, la Liga Árabe, las Organizaciones de cooperación en Europa, la Agrupación Regional Soviética, la SEATO, la misma Organización de Estados Americanos, nos indican con claridad meridiana, que ha llegado el momento de hacer efectiva esa homogeneidad de que hacemos gala y superar las disputas entre naciones pequeñas que sólo redundan en beneficio de las grandes, de consumar la unidad antes de que otros la consoliden y antes, incluso, de que nos sea impuesta con un signo ideológico distinto.
Porque el problema no está en sí esa unión de nuestros pueblos, esa comunidad que armonice lo diverso y variado ha de consumarse o no, sino en si tal fenómeno ha de producirse, como señala Mario Amadeo, bajo el lema de «Cristianismo y libertad» o bajo el lema de «Comunismo y dictadura».
Vamos, pues, como dice el Padre Juan Ramón Sepich, a constituir nuestro mundo según nuestro ser, a aunar a la «gran familia», como añoraba el poeta uruguayo Magariños Cervantes, fundador de la «Revista española de ambos mundos», y a llevar a término su doble tarea, una que mira hacia dentro de la comunidad y otra que mira hacia afuera.
Desde el punto de vista interno, al Comunidad tiene que partir de un hecho evidente, a saber: que bajo su rúbrica no sólo se federan los Estados, sino que se aglutinan también los hombres de la Hispanidad. Fojo Colmeiro, observa con exactitud que «los hispánicos no llegan entre sí a considerarse extranjeros». Mariano Picón Salas dice que «aun cuando empleen pabellones distintos un chileno ésta emocionalmente más cerca de un mejicano que un habitante de Australia de otro del Canadá»; y Carlos Lacalle avanzando aún más, estima «que es necesario fomentar la conciencia íntima de que el ser ciudadano de un país hispánico supone -con los derechos y deberes consiguientes- la afiliación a la Hispanidad».
No es, -como dijera Menéndez Pelayo, todavía perplejo por la incertidumbre de suépoca- que «gentes con un mismo origen, un mismo culto y un mismo idioma, pueden ser de distintas naciones, pero ante Dios forman una sola familia»; no se trata de crear simplemente una pura nacionalidad literaria común que haga ciudadanos de nuestro mundo, sin vinculaciones provinciales, a Agustín de Foxáa Enrique Larreta, aGabriela Mistral y aJuana de Ibarbourou; no se trata, en fin, de una imprecación unamunesca: «la sangre de mi espíritu es mi lengua y mi patria está allí donde resuene». Lo que se busca es la declaración y reconocimiento de la «común nacionalidad» que pide Barreda Laos; del hecho traslúcido de que «somos parte de una misma nación», como dice Gustavo Kosling; de abolir entre hispánicos lasfronteras que el escritor salvadoreño Viera Altamirano considera malditas y proclamar la existencia de la unidad supranacional hispánica que propugna Ycaza Tijerino y que Menéndez Pelayo, en la orilla europea dela Hispanidad, conoce por «Hispania Maior» y José Enrique Rodó, desde la orilla opuesta,denomina con entusiasmo y con orgullo «Magna Patria».
En estalínea, elCongreso Hispano-Luso-Americano y Filipino de Derecho Internacional, celebrado enMadrid enel año 1.951, estudió la ponencia deFederico Castro Bravo sobre «El problema de la doble nacionalidad», recomendando la formación de unproyecto de ley uniforme y la concesión, por cada país, a los hispánicos de las otras naciones, de una condición jurídica especial que les separe de la rúbrica de extranjeros y les vaya gradualmente equiparando a los nacionales.
En España, la nueva ley de 15 de julio de 1.954, que ha derogado los artículos correspondientes del Código civil, admite la doble nacionalidad y, recogiendo las disposiciones especiales que se habían venido dictando, facilita la adquisición de la ciudadanía española a hispanoamericanos y filipinos.
Mas no basta, en el frente interior, con llegar, como sin duda llegaremos, a ser ciudadanos de la Hispanidad. Hace falta constituirnos en bloque cultural, económico y castrense.
El bloque cultural postula un libre intercambio y una circulación sin trabas aduaneras de libros y revistas. Una depuración de nuestros textos escolares, arrancando de los mismos todo resabio de hostilidad y planteando en ellos el acontecer hispánico en un clima fraterno y de conjunto. Un intercambio recíproco de profesores entre las facultades universitarias. Un encuentro periódico de estudiantes, graduados, profesionales y artistas, como pretenden nuestros Colegios Mayores «Nuestra Señora de Guadalupe”, «Hernán Cortés» y «Junípero Serra», y el propio Instituto de Cultura Hispánica, nacido en aquellas reuniones históricas celebradas en San Lorenzo del Escorial en el verano de 1.946. Un especial interés por la pureza del idioma, apasionando en la tarea a periodistas y hombres de radio. Una validez universal de nuestros títulos académicos. Una creciente unificación legislativa, que tiene su punto de arranque en un derecho histórico común y en una forma análoga de vivirlo y de aplicarlo. Una sincera y eficaz colaboración en la esfera cinematográfica. Y una agencia, en fin, de noticias, como aquella que propugna Fernando Mora, Subdirector de «Novedades», de Méjico, que transmita con fidelidad el latido diario de nuestro vivir, que evite el silencio de la noticia importante o u difusión con falta de espíritu constructivo de que, refiriéndose a otras agencias extrañas al mundo hispánico, se quejaba el colombiano Alberto Lleras, siendo secretario de la Organización de Estados Americanos.
En este orden, los esfuerzos de la Oficina Iberoamericana de Educación, cuyo III Congreso acaba de celebrarse en Ciudad Trujillo, y los de la joven Asociación Iberoamericana de Periodistas, son un trampolín brindado y abierto a las más anchas e ilusionadas ambiciones.
Y, junto al bloque cultural, el bloque económico, cuyos postulados fundamentales han de ser los siguientes: la Hispanidad constituye un área económica y un mercado común. Sobre esta base, es preciso superar el estadio presente de coloniaje económico, salir del monocultivo (estaño en Bolivia, cobre y nitrato en Chile, petróleo en Venezuela, café en Colombia y Brasil, azúcar en Cuba y Santo Domingo, carne y lana en la Argentina y Uruguay), diversificando la producción; crear corrientes comerciales nuevas que eviten la tiranía de los monopolios; especializar la mano de obra; industrializar, de acuerdo con las necesidades generales , evitando los planes inorgánicos y haciendo posible que una fábrica de botones en Costa Rica, con una población de 800.000 habitantes, pueda construirse a sabiendas -de que está destinada no sólo a saturar el reducido mercado del país, sino a suministrar el producto a una población adecuada de consumidores y de usuarios.
Las reuniones de la C.E.P.A.L. las conferencias económicas celebradas al amparo de la Organización de Estados Americanos han puesto de relieve la urgencia de la llamada emancipación económica. Mientras el ingreso anual «per cápita» en los Estados Unidos excede de los 1.900 dólares anuales, en los países iberoamericanos dicho ingreso alcanza solamente a 211,45, y ello a pesar de que Iberoamérica es hoy el mercado más grande para las exportaciones norteamericanas, la fuente principal de importaciones y el campo de mayor inversión privada en el extranjero.
Aunque las cifras son engorrosas, tienen valor edificante y es necesario reproducirlas. Así, en el año 1.953, Iberoamérica provee a los Estados Unidos del 100 por ciento del quebracho que importa; del cien por ciento del asbesto; del 98 por ciento del cuarzo en cristales; del 65 por ciento de la bauxita; del 62 por ciento del antimonio; del 42 por ciento del berilo; del 43 por ciento del sisal; del 37 por ciento del cadmio; del 29 por ciento del cobre; del 25 por ciento del espato flúor; del 23 por ciento del manganeso; del 20 por ciento del vanadio; del 18 por ciento del estaño y del 17 por ciento del wolframio.
En el mismo año, Iberoamérica importó de los Estados Unidos el 27 por ciento de su producción de maquinaria industrial; el 33 por ciento de la maquinaria eléctrica; el 52 por ciento de autobús es y camiones; el 43 por ciento de automóviles; y el 35 por ciento de grasas, leche, carne y otros productos alimenticios.
El desequilibrio de la balanza de pagos se debe en gran parte, a que cuando el dólar norteamericano va a Hispanoamérica, en pago de materias primas, materiales estratégicos o productos agrícolas, ese dólar sirve para pagar el salario de un hombre en un día; en cambio, cuando ese dólar retorna a los Estados Unidos solo alcanza a pagar el salario de un hombre en media hora.
El sistema actual, que se reduce, en suma, a vender barato ya precios determinados por el comprador, y a comprar cada vez más caro, sólo puede romperse estimulando el comercio entre las naciones hispánicas, viendo la forma de autoabastecerse dentro de la Comunidad, reduciendo las tarifas aduaneras, dándose el trato reciproco de nación más favorecida, utilizando los servicios de la Organización Iberoamericana de Cooperación Económica y creando la Unión Iberoamericana de Pagos que, al facilitar la compensación múltiple, evite el movimiento improcedente de divisas y engrase y haga más fluido el engranaje total de la economía.
Dentro de esta consideración económica no puede olvidarse el aspecto demográfico. Hoy tiene Iberoamérica más de 160 millones de habitantes, es decir, una población absoluta superior a la de los Estados Unidos; y decimos absoluta porque la relativa es de 6,7 por kilómetro cuadrado pare Iberoamérica y de 247 para la Unión. El aumento entre los años 1.920 y 1.940 ha sido del 41 por ciento para la primera y del 26 por ciento para los Estados Unidos. Pues bien, si el ritmo actual persiste, en 1.970 las naciones americanas de origen peninsular tendrán una población de 225 millones que, unidos a los países fundadores y a los de filipinas hacen un total de 300 millones de habitantes.
Esta población no ha de verse obligada a buscar puestos de trabajo fuera de la órbita comunitaria. El caso de los «espaldas mojadas» de Méjico, que atraviesan a nado el río Bravo, clandestinamente, y cuya situación ilegal aprovechan los granjeros norteamericanos haciéndoles efectivos salarios inferiores a los normales, es un motivo de sonrojo para la Hispanidad, como lo es, igualmente, la política de exterminio a base de prácticas neomalthusianas que oficialmente se divulgan en Puerto Rico (por las entidades oficiales y por la Organización Mundial de la Salud), para evitar el incremente de la población puertorriqueña y cortar de raíz su inmigración a los Estados Unidos. Con una economía más fuerte y con un nivel de vida más alto, la Comunidad de naciones hispánicas, con tantas y tan fabulosas posibilidades, las ofrecerá sin duda y sin reservas a sus hermanos de Méjico y Puerto Rico.
En este orden de cosas, las corrientes migratorias debieran ser organizadas evitando que el ingreso masivo de grupos étnicos y espiritualmente distintos ahoguen y desfiguren la fisonomía del país. No se trata de adoptar una absurda política migratoria de puerta cerrada. Se trata de buscar una fórmula prudente que equilibre y armonice el legítimo derecho a desplazarse para encontrar un puesto de trabajo desde sitios o lugares donde dichos puestos no existen, y el derecho también legítimo a mantener la continuidad histórica de la nación.
De aquí que haya de buscarse preferentemente la cantera para las nuevas aportaciones demográficas en los países que integran la Comunidad de naciones hispánicas, o en aquellos otros que presentan con los mismos el mayor número de afinidades, pues la realidad demuestra que los grupos emigratorios muy diferenciados se enquistan y endurecen dentro del país, hacen dentro del mismo su pequeño mundo y tardan en incorporarse plenamente al quehacer nacional. Por el contrario, la inmigración española o portuguesa a las naciones de su lengua, ha puesto de relieve que, a la primera generación se funde y entraña con el país al que estima y considera como su patria.
Todo el esfuerzo que en esta dirección se realice ha de ser coordinado y con una visión amplia y de gran alcance de la política migratoria. Así, nos parece equivocada, en principio, la emigración española a Canadá, Australia y Bélgica, como nos pareció desafortunada la emigración masiva que hace algunos años se produjo en dirección a Argelia y al entonces Marruecos francés. El balance ha sido una contribución humana de calidad insuperable al desarrollo de la riqueza de estos últimos países, y una deshispanización progresiva de los emigrantes.
Todo este potencial de riqueza y de hombres debe pensar en su defensa armada frente al agresor. No está el mundo, desgraciadamente, en un lecho de rosas, sino en el cráter amenazador de un volcán que, de vez en cuando, manifiesta, con sus esporádicas erupciones, la temperatura del subsuelo.
En este trance, el bloque económico y cultural del mundo hispánico necesita completarse con un bloque militar. La unificación de táctica, armamento, enseñanza y altos mandos; el encuentro periódico de los Estados Mayores; la recepción por las Academias Militares de las distintas Armas y Cuerpos de alumnos procedentes de países donde tales Academias no existan y que hoy cursan sus estudios en naciones extrañas a la Comunidad; la coordinación de los ejércitos terrestres, marítimos y aéreos y de sus programas de construcción y de compras en el futuro; el montaje de una industria con fines militares, cuyo secreto, como el de toda industria, no es otro que capital bastante, aprovisionamiento seguro, técnica competente y capacidad de absorción en el mercado, circunstancias todas ellas que si no concurren en cada uno de nuestros países, concurren, desde luego, en la comunidad que los integra; y, sobre todo, la necesidad imperiosa de fortalecer en el soldado -el que combate con las armas y el que dirige la operación- la conciencia de que sirve, no sólo a su Patria -Argentina, Méjico o España-, sino a la Hispanidad entera, a la «Hispania Maior» o a la «Magna Patria», a que antes hicimos referencia, son tareas y objetivos a través de los cuales puede y debe constituirse el bloque militar hispánico.
Pero de nada nos serviría el triple bloque cultural, económico y castrense, si los Estados que integran la Comunidad Hispánica no se proponen el servicio del bien común, si no hacen suyo un programa de justicia social, de lucha y de combate contra la miseria, de aumento del nivel de vida de nuestras clases menesterosas.
Y ello por fidelidad a nuestro propio ideario, no por copia y mimetismo de proclamas sociales de signo adverso.
Toda esa atmósfera de resentimiento social y de lucha de clases que nos rodea y existe en el mundo, no puede imputarse a quienes, como nosotros, hemos permanecido ausentes del mismo. Lo que no es lícito es afirmar que somos países subdesarrollados, económica y culturalmente inferiores, y luego sumarnos a la vorágine de las ideas creadas por una civilización industrial, inhumana y desaprensiva que ha nacido a nuestras espaldas.
Esa civilización y esos países que se dejaron arrastrar por el ansia de riqueza y por la filosofía de la acción, que dieron origen al proletariado de las urbes y a la alta burguesía de las grandes empresas, que asuman la responsabilidad absoluta de su obra y que nos dejen libres para edificar nuestro mundo con un ansia de justicia social que no pretende mantener con alguna concesión determinadas prebendas, sino hacer efectiva la hermandad entre los hombres que nos predica el Evangelio.
Si vuestra justicia social -podemos decirles- es la justicia del miedo, la nuestra es y ha de ser la política del amor.
Y porque en el amor es cifra y resume todo el secreto de la convivencia fraterna y no en un amor filantrópico y vocinglero que se desmadeja y evapora al primer incidente, sino en aquel que fluye incesante, de un Dios a la vez Creador, Redentor y Santificador, la Comunidad de los pueblos hispánicos tiene que vertebrarse religiosamente, ahondar en su espíritu católico romano, tradicional y verdadero, y vivirlo y practicarlo a fondo.
La época agnóstica y laica es ya, para nosotros, anacrónica. La humanidad, de vuelta de los errores del pasado, retorna la mirada a Jesucristo y entiende de nuevo que sólo en la Cruz y en el Sagrario están las palabras hermosas y los silencios humildes de la salvación y de la paz.
En este aspecto se abre todo un amplio horizonte de actuación: emprender una campaña por el denso tejido de nuestra sociedad que afiance la fibra y el sentimiento religiosos; cubrir los baches de vocación con ayudas y envíos de sacerdotes como quiere el Papa y como hace la Obra Hispanoamericana de Cooperación Sacerdotal; luchar contra quienes, con espíritu suicida, abren las fronteras a determinadas propagandas que pretenden romper el don inestimable de la unidad católica del mundo hispánico; y entrañar aún más si cabe, la devoción a la Señora, viva en nuestros pueblos, seguros de que Ella, la Madre, la «Regina Hispaniarum Gentium, arrancará del Señor todas las gracias que nos fueran precisas para el logro de tan nobles y elevados fines.
En este marco viviremos, en la «pax hispánica». Las diferencias que tienen que existir, como inherentes a la contextura humana de la tarea, serán dirimidas por la conversación y el arbitraje. Por ello, uno de los objetivos inmediatos de la Comunidad tiene que ser el arreglo de los litigios que hoy día nos preocupan: estado permanente de ruptura de relaciones, litigios de fronteras, salidas al mar de los pueblos mediterráneos…, seguros de que la solución será fácil porque previamente, al crear el bloque cultural y económico, habrá quedado resuelta la inquietud y la desazón que provocan los mencionados conflictos.
Tal es, apresurada y casi esquemáticamente expuesta, la cara interior de la Comunidad de naciones hispánicas. Pero, al lado de la misma, existe una cara exterior, un frente orientado hacia fuera que es necesario considerar.
En primer lugar, el mundo hispánico tiene que actuar, como lo viene haciendo afortunadamente, como un sólo bloque, como una unidad granítica en la esfera internacional. Sólo así será estimado y tenido en cuenta. Para el futuro, es decir, para el tiempo que subsiga a la creación de la Comunidad, las directrices de la política externa de nuestros pueblos deben ser decididas en reuniones periódicas de Cancilleres, y en aquellas otras de urgencia que los acontecimientos históricos hagan necesario. En todos los supuestos, cuando un miembro de la organización hable o se presente a las elecciones mediante las cuales ha de ser provisto un cargo, quien habla o quien arriesga su nombre en la urna no es aquella nación concreta, sino el conjunto todo de la Hispanidad.
La unánime comparecencia del bloque hispánico reforzará su potencia para exigir la plena satisfacción de las reivindicaciones territoriales y aun culturales de la Hispanidad.
Son muchas las situaciones de coloniaje que persisten en nuestra amplia geografía y contra las cuales han sido infructuosas las reclamaciones aisladas y aún las formuladas colectivamente en la X Conferencia Interamericana de Caracas de marzo de 1.954.
En el sur de la Península Ibérica, Gibraltar, que el «New English Dictionary on Historical Principles», publicado por la Universidad de Oxford, define como territorio español y posesión británica y que la misma Enciclopedia de este nombre tiene que reconocer, haciendo historia de su adquisición por los ingleses durante la guerra de sucesión, que en esa coyuntura el Gobierno de la Gran Bretaña procedió con falta absoluta de principios.
En Oceanía, la isla de Guam, en el archipiélago de las Marianas, que como indica y prueba Pastor y Santos, sigue siendo «de iure» tierra filipina.
En América, yendo de norte a sur, Belice, en manos de Inglaterra, que la sigue usurpando a Guatemala, cuya Constitución de 1.945 reconoce a dicha zona como territorio nacional, considerando nacionales a aquellos que nacen en la misma.
La zona del Canal, cuya concesión a los Estados Unidos por la joven república panameña, no supone, como de hecho sucede, abandono de la soberanía.
Las Guayanas, que se acuestan sobre la ancha y extensa joroba de América del Sur y sobre las cuales tres países europeos mantienen un sistema de explotación colonial que hasta en las zonas más atrasadas ha entrado en fase de completa liquidación. Las Guayanas, que descubriera Yáñez Pinzón y que recorrieran Diego de Ordaz, Jerónimo de Altar y los Gobernadores de Venezuela, pertenecen al mundo hispánico. Por ello, Venezuela ha protestado siempre contra aquel arbitraje leonino de 1.889, dictado por un tribunal internacional reunido en París que le arrebató para la Guayana inglesa, un área de 200.000 kilómetros cuadrados, y ha hecho saber, pública y oficialmente, que continuará reclamando contra el despojo de una zona que con legítimo derecho le pertenece.
Las islas Nuevas, Magallánicas o Malvinas al pie de la América del Sur, ocupadas también, como un sino trágico, por Inglaterra, que las llama con el nombre extraño de Falkland. Al apoderarse de tales islas, Inglaterra no se hizo cargo de un archipiélago que mereciera la consideración de «res nullius», sino de un territorio que en 1.816 la Argentina soberana había heredado de la Monarquía española, yque había sido parte del antiguo Virreinato del Río de la Plata.
Y más abajo, en la Antártida, de nuevo frente a la pretensión inglesa de adueñarse de su enorme extensión, Chile y Argentina reivindican los sectores vecinos y esta última, desde el año 1904 mantiene como prueba incontestable de sus legítimos derechos, servicios públicos adecuados en la zona demarcada a su propia soberanía.
Pues bien, todo este conjunto de tierras, hoy en manos bastardas, deben reintegrarse a los países de la Comunidad hispánica. Un objetivo primordial de la misma es patrocinar y hacer suyo el irredentismo con la voz incallable de la verdad y la doctrina del «uti possidetis», que sirve de fundamento a una gran parte de las reivindicaciones apuntadas y oponerse a todo intento de consagración definitiva del estado actual o de evolución hacia fórmulas ambiguas como los Estados Unidos de Guayana o la Federación Británica del Caribe, a la que todavía puede intentar la incorporación del territorio de Belice, quedarían incorporadas, en unión de Trinidad, de Jamaica y de las Antillas inglesas, a un nuevo estado miembro de la Comunidad de naciones británicas.
Pero el bloque hispánico no tiene ante sí únicamente reivindicaciones de carácter territorial. Hay otras, tan importantes como estas, que es preciso defender con ahínco. En efecto, si un país de estirpe hispánica puede haber sufrido ciertas amputaciones materiales e incluso haberlas confirmado con su explícito asentimiento, en el orden de la cultura, la Comunidad de naciones hispánicas no puede aceptar ni refrendar el desgaje y la separación. Así, la extensa faja quecorre al Norte del Río Bravo y que integran California, Arizona, Nueva México y Texas, actuales Estados de la Unión; la amplia zona que incluye a la Luisiana y a la Florida y que bordea el Golfo de Méjico y los archipiélagos de Carolinas, Marianas y Palaos, cedidos por España el 30 de junio de 1.899al imperio alemán, pertenecen, sin perjuicio de su actual encuadramiento político, al ámbito cultural del mundo hispánico.
La Comunidad de nuestros pueblos no puede tolerar ni consentir el progresivo desalojo de su cultura por el simple hecho deun cambio de soberanía. Ahí están los vestigios históricos de una época gloriosa, la subsistencia de un pueblo autóctono, la conveniencia de mantener con el respeto íntegro hacia esa cultura, los principios de democracia y libertad que se predican, como argumentos innegables para defender la tesis por nosotros mantenida.
Por si ello fuera poco, en este aspecto de la reivindicación cultural, podría presentarse, desde un ángulo de vista distinto al acostumbrado, la misma historia de los Estados Unidos. Bastaría con seguir cronológicamente los establecimientos europeos en el territorio de la Unión y partir no de las colonias fundadas por los peregrinos del «Mayflower», sino del pueblo de San Agustín, el primero y más antiguo de Norteamérica, fundado por españoles.
Para llevar a término este ambicioso programa, la comunidad de nuestros pueblos necesita de hombres con carisma hispánico, sabedores de que en esta empresa son portadores de un mensaje henchido de valores éticos.
Porque la Hispanidad representa, como ha dicho García Morente, una concepción de la vida basada: 1) en el predominio de la realidad sobre la abstracción; 2) en el hombre, portador de valores eternos, diferenciado y libre, frente a un mundo de enanos que pasan con el rostro hacia el suelo, ocultos entre la masa del rebaño.
Para ello, los portadores del mensaje habrán de vivir con el espíritu de entrega y desprendimiento que, como apunta el argentino Eduardo Mallea, existe siempre en el genio hispánico en olor de heroísmo; con impaciencia de eternidad, pero sin olvido ni abandono de las realidades terrenas.
Porque quizá uno de nuestros fallos haya sido la interpretación literal de algunos preceptos, con olvido de que la letra mata y el espíritu vivifica y de que, junto a la invitación que el Maestro nos hace a no poner el corazón allí donde el ladrón y la polilla actúan, otro mandamiento del Génesis nos dice: «Creced, multiplicaos y sujetad la tierra.
Por ello, cuando hemos visto a una civilización racionalista olvidar el primer mandamiento y conseguir éxitos deslumbrantes y aparentes, con la practica exclusiva del segundo, la reacción hispánica no puede consistir en un complejo de inferioridad para las ciencias aplicadas y experimentales o en la cuchufleta simpática pero inútil de Miguel de Unamuno: «¡Que inventen ellos ¡», porque, como dijo don Quijote a Sancho: «Nadie es más que otro, si no hace más que otro», y porque, aun cuando es verdad que la civilización no consiste en conservar limpias las fachadas y hacer graciosa la alienación de la ciudad, lo cierto es que la civilización y la cultura, la virtud y el reino del espíritu, necesitan, en este valle de lágrimas, el logro de un cierto y moderado bienestar.
El secreto del mensaje hispánico radica en hacer de la riqueza, no fin, sino instrumento; en ordenar la economía, como quiere Nimio de Anquín, «sub specie communitatis», y en supeditar ese bien común «sub specie hierarchie», a los intereses más altos de la Cristiandad.
El hombre, investido del carisma hispánico, será así, en un mundo lleno de tinieblas, el español quijotizado que vislumbrara Miguel de Unamuno, el caballero de la Hispanidad o el caballero cristiano que soñaran Ramiro de Maeztu y García Morente, el que «habrá atravesado a la fuerza por el Renacimiento, la Reforma yla Revolución, aprendiendo, sí, de ellas, pero sin dejarse tocar el alma, conservando la herencia espiritual de aquellos tiempos que llaman caliginosos».
El hombre quijotizado, dice Laín anudando palabras de Unamuno, empeñará su existencia en dos quehaceres, uno tocante a la vida y atañedero el otro a la muerte. En el primero luchará a favor de la justicia y de la verdad. ¿Tropezáis con uno que miente? Gritadle a la cara: ¡Mentira! y ¡adelante! ¿Tropezáis con uno que roba? Gritadle: ¡Ladrón! y ¡adelante! ¿Tropezáis con uno que dice tonterías, a quien oye toda una muchedumbre con la boca abierta? Gritadles: ¡Estúpidos! y ¡adelante!
¡Adelante siempre! Pero no tendría sentido alguno esta empresa terrenal del hombre quijotizado si él no sintiera como hondo imperativo lo que atañe a la muerte, y a la inmortalidad. Por su propia inmortalidad lucha el hombre quijotizado: “para que Dios le salve, para que no le deje morir del todo”. Y también para edificar una civilización inédita en que la pasión por la inmortalidad encienda dentro del pecho de los hombres.
Si para ser nación hace falta el aplauso universal a un pasado histórico, como quiere Renán, o un programa de hacer colectivo, como exige Ortega y Gasset, o una adhesión plebiscitaria a un estilo de vida, como asegura García Morente, no vacilemos en abrir paso a la comunidad de nuestros pueblos, porque ese hombre quijotizado, ese caballero de la Hispanidad, ese caballero de Cristo, pasado y futuro, modo de ser y estilo de vida, bulle y sueña en cada uno de nosotros, hombres de la estirpe hispánica.
Dios quiera que algún día próximo, en el istmo de Panamá, como soñara Bolívar, y en la ciudad de Colón, que lleva el nombre del Almirante, reunidas las banderas de nuestros veintitrés países veamos alzarse lentamente, majestuosamente, la bandera de la Hispanidad del uruguayo Ángel Camblor mientras las bandas de mil regimientos entonan el Himno de la Estirpe, de Antonio Parra Velasco, y los poetas y los niños, con lágrimas en los ojos, recitan los versos de Rubén.
Al día siguiente, cuando aún permanezca en el alma y en el aire la emoción, yo tengo por seguro que algún hispano de los que tengan la dicha de asistir a la escena, repetirá, modificada, al ver nacida la Comunidad de nuestros pueblos, la estrofa nostálgica y suave de José María Pemán:
«Ramiro de Maeztu,
Señor y Capitán de la Cruzada:
¿Dónde estabas ayer, mi dulce amigo,
que no pude encontrarte? ¿Dónde estabas?
¡Para haberte traído de la mano,
a las doce del día, bajo el cielo
de viento y nubes altas,
a ver, para reposo de tu eterna
inquietud, tu Verdad hecha ya Vida
en la Plaza Mayor de las Españas!