MARÍA, LA IGLESIA Y ESPAÑA
Teatro Fleta, Zaragoza, 28 de octubre de 1.979
Inaugurábamos ayer la sede social de «Fuerza Nueva» en Zaragoza, y decía yo a nuestros amigos y camaradas que esta sede ha de tener características muy especiales, como las tiene Zaragoza.
Zaragoza ha nacido y ha crecido a la orilla del Ebro, río de la Patria que va enhebrando y pespunteando tierras españolas, desde la vieja Castilla cántabra de Santander hasta el delta catalán de su desembocadura.
A la vera de este río puede decirse que España tuvo nacimiento y fundación, cuando en la noche del 2 de enero del año 40, la Señora, María, en carne mortal vino a Zaragoza, para fortalecer la voluntad titubeante de Santiago, el hijo del Trueno, cuya fe, desfallecida, le tentaba con la deserción y el abandono. En aquella noche fue concebida España. Hubo un aleteo de ángeles. Y desde entonces hasta ahora, se han hecho hermosa realidad los versos del poeta:
«Cuando hay que consumar la maravilla
de alguna nueva hazaña
los ángeles que están junto a su silla
miran a Dios y piensan en España».
Y una nueva hazaña fue la que España consumó no hace muchos años todavía, ganando una guerra a vida o muerte al marxismo ateo y al capitalismo materialista, levantando a una generación, signándola con la impronta del heroísmo y aupándola en muchos casos al pódium de la santidad.
Pues bien; si la Cruzada se ganó moralmente junto al Tajo, entre las ruinas del Alcázar de Toledo, la victoria material y definitiva se ganó con el paso del Ebro, el río del Pilar. Quizá por eso se haya escrito, recordando la oración por los mártires de Paul Claudel: «En esta trinchera de la Virgen que es España, se ha reñido esta lucha gigante, y otra vez a la orilla del Ebro»,
¿Qué tiene de extraño, pues, que la voz del pueblo, sincera y clara, se exprese de este modo en la canción que dice:
«Patria y Virgen es mi lema.
Patria y Virgen mi cantar.
Patria es España entera
mi Virgen la del Pilar».
Y es a esta Virgen, Madre y Reina, y es la advocación del Pilar, y es, en suma, a España, tierra de María Santísima, a las que yo quiero defender aquí, como cristiano, como español y como hombre, de los ataques e injurias de que ha sido objeto con ocasión de un Congreso, mariano de nombre y antimariano en la realidad, en el que, desde las fiestas paganas hasta unas estampitas, han sido un dechado de impiedad y de insolencia.
Y quien os dice esto tiene alguna experiencia y autoridad para decirlo, pues tuve el honor, cuando la Iglesia iba por otros caminos, de ser ponente doctrinal en tres Congresos marianos: el de Lourdes, el de Santo Domingo y el de Fátima, y os puedo decir que en ellos hubo las dos cosas que han faltado aquí, y que parecen imprescindibles en reuniones internacionales de ese tipo, que fueron teología y fervor.
Me gustaría tratar del tema con orden y con lógica y exponer, y en cuanto me sea posible, destacar los argumentos doctrinales en que haya podido en centrar fundamento, con la excusa de un Congreso mariano, una campaña contra María.
La argumentación de contrario descansa en una tesis protestante y en una tesis del llamado catolicismo progresista.
TESIS PROTESTANTE
Si Cristo es el «unus mediator”, el Redentor, exaltar a María y aclamarla corredentora equivale a pura y simple Mariolatría.
De este modo, el protestantismo pone, con las hojitas que en Zaragoza se repartieran, el dedo en la llaga.
Dos grandes teólogos protestantes modernos, Barth y Bultmann, recogen la línea del pensamiento reformado. Para el primero, el catolicismo, al venerar a María, transforma la Trinidad en Cuaternidad. Para el segundo, la devoción a la Señora es infraevangélica.
Lo que ocurre es que, de una parte, en el protestantismo hay una corriente teológica de aproximación a la Virgen, y de otra, que María, en la concepción católica tiene, conforme a la Verdad revelada, unos privilegios íntimos y una actividad «ad extra» que el protestantismo desconoce o desfigura.
En el protestantismo, desde los obispos evangélicos alemanes que en 1.950 decían que «María fue tomada al servicio de Dios, de una manera particular”, hasta la Iglesia episcopaliana de los E.E.U.U., que no se turba en asegurar que «la bienaventurada Virgen María nos pertenece a todos», hay todo un largo y frondoso camino que comienza con la mariología protestante de Augusto Wilmar y acaba con el libro de Max Thurian, «María Madre del Señor, figura de la Iglesia».
Pero es que, además, como se desprende de los estudios teológicos, del magisterio ordinario y extraordinario de la Iglesia Católica y del Capítulo VIII de la Constitución dogmática «Lumen gentium», la veneración a María no nos aparte de Cristo, sino que nos conduce a Él.
«María -escribió Pablo VI en ‘Mense maio’- es siempre camino que conduce a Cristo, porque no es su rival, sino su servidora». Y ahí está la sabia pedagogía evangélica. En el Monte Tabor, el Padre dice «audite illum” y en las bodas de Caná, la Madre dice con palabras semejantes; «quodcumque dixerit vobis, facite”. En Belén, tanto los pastores como los reyes, entrando en la Casa encontraron a Jesús, con María, su Madre.
Para la teología católica, la Señora, por su maternidad divina y por el juego de la “gratia unionis» y de la «gratia capitis» que se dan en su Hijo, es, a un tiempo, «Mater Christi» y “Mater Ecclesiam”.
La maternidad divina de la Señora no la pone en entredicho el protestantismo tradicional. La impugnación es a María como «Mater Ecclesiae». Pues bien, si desde el punto de vista eclesiológico, dentro de una corriente teológica protestante, puede admitirse que María es, como miembro de la Iglesia, su fruto más exquisito, su figura y tipificación, hasta el punto de ser «gratia plena», cooperando de una forma pasiva total al «opus redemptionis», a la que no llega el protestantismo, desde una visión cristológica, es a considerar a María como «Mater Ecclesiae», y por ello mismo como mediadora y corredentora.
Para entender la cuestión hay que partir de una base: la plenitud de gracia no es un «prius», sino que el «prius» está en la elección para la maternidad divina, y en esta elección la que trae consigo la plenitud de gracia.
Esa maternidad, ese «ego elegi vos» con respecto a María, hace que María trascienda a la Iglesia, a la humanidad redimida, al sujeto pasivo de la redención, y se incorpore, como decía Melchor Cano, al orden hipostático y tenga, como decía San Pío X, una cierta infinitud.
María es la Madre del Cristo total, de la cabeza y de su pleroma continuado en el tiempo, es decir, de la Iglesia como instrumento de Redención: María es la Mujer prometida en el Génesis y la Mujer encinta del Apocalipsis.
María no es un principio aparte y yuxtapuesto de Redención, porque sólo Cristo redime, porque sólo Cristo es el «unus mediator”. Pero María, sin añadir nada preciso, quedó integrada en la tarea redentora, no «ex natura rei», sino «ex ordinatio divina».
Cristo llevó a cabo la redención en un clima mariano. Como en ese clima mariano tuvo lugar la Creación por el Padre, y tiene lugar la santificación por el Espíritu Santo, que, enamorado de la Señora, se marianiza.
El agua del manantial es el que mueve la turbina, produce luz, fertiliza la tierra. Ese agua, metafóricamente, es Cristo. Pero el agua toma el color y el perfume, se tiñe y se empapa al atravesar el lecho de rosas en que surge a borbotones.
Así, la vida de Dios en Cristo, que brota en María, se derrama sobre los hombres y sobre la Iglesia, teñida y perfumada para siempre de la Señora.
La redención es obra exclusiva de Cristo, pero son marianos su clima, su ambiente y su atmósfera.
Pero María, que es “Mater Christi» y «Mater Ecclesiae», es corredentora. El bautismo no sólo limpia del pecado (borra), sino que da la vida divina (injerta) y confiere una potestad espiritual para un «agere».
Por su parte, la Iglesia no es sólo un «societas fidelium”, sino que es el sacramento radical de la salvación, el principio congregante de aquella saciedad.
Por eso la Constitución «Lumen gentium» habla de “cooperación participada con la única fuente redentora». Y María completó en uno de sus miembros la pasión del Cristo total.
La frase de Cristo en la Cruz: «Hijo, ahí tienes a tu Madre», no sólo se refiere a Juan, sino a la Iglesia que Juan personifica. Por eso, Juan, la Iglesia, recibe a María en su Casa.
Es falso, pues, lo que Barth dice: «donde se venera a María no está la Iglesia», y es más cierta la observación de Newman: «los pueblos que han perdido la fe en la divinidad de Cristo, son los que han abandonado la devoción a María».
CATOLICISMO PROGRESISTA
Se trata de desmitificar, como fruto de la influencia protestante, y de poner en tela de juicio la Tradición, para atenerse al famoso «Sola Scriptura”.
Amparados en esos antecedentes, se dice que no, o se pone en duda la venida de la Señora en carne mortal a Zaragoza, como se pone en duda la tradición del Santo Cáliz o de la Sábana santa de Turín.
Pablo VI, el pontífice de la apertura y del «Concilio Vaticano II”, no tuvo más remedio que detectar y condenar este progresismo destructor.
El 16 de noviembre de 1.966 decía: «No se puede demoler la Iglesia de ayer y de hoy para construir una nueva; impugnar lo que la Iglesia ha enseñado hasta ahora y abandonar como viejos y superados los cánones dogmáticos».
El 7 de diciembre de 1.968 escribía en «Signum contradictionis»: «La Iglesia se halla en un período de autocrítica, de inquietud, casi diríamos de autodemolición. Es como un trastorno interior agudo y complejo que nadie hubiera podido esperar después del Concilio».
Y el 27 de junio de 1.972 agregaba: «Se diría que a través de alguna grieta ha entrado el humo de Satanás en el templo de Dios. Hay dudas, incertidumbre, problemática, inquietud, insatisfacción, confrontación. Ya no se confía en la Iglesia. Ha entrado la duda en nuestra conciencia y ha entrado a través de las ventanas que debían estar abiertas a la luz”.
Pero, ¿quiénes son, en figura, esas ventanas que ya no estén abiertas para la luz, sino para la duda? A mi modo de ver, los pastores convertidos en mercenarios, que hoy nos escandalizan y ponen en duda la piadosa tradición de nuestro pueblo, en torno a los cuales ha surgido la devoción de muchas generaciones.
Pero no importa:
«En el mundo hay una España
y en España un Aragón,
en Aragón una Virgen,
Reina del Pueblo español»
«Virgen Santa, Madre mía.
Luz hermosa, claro día,
que la tierra aragonesa
te dignaste a visitar.
Este pueblo que te adora
de tu amor favor implora,
te aclama y te bendice
abrazado a tu Pilar.
Cantad, cantad himnos de amor y de alabanza.
Cantad, cantad a la Virgen del Pilar».
Y Gustavo Adolfo escribía:
«Fue en la noche de Enero, En el abismo
que entre Cielos y Tierra florecía
una Rosa sin mácula la traía
la Columna sillar del Cristianismo,
Fue regalo de Dios. Y a un tiempo mismo
fue el más dulce regalo de María:
que la Madre de Dios así quería
darnos Fuente de Vida y Heroísmo».
Y el alma del pueblo se expresa así:
«Limpia como el sol que baña
nuestro cielo, es nuestra fe
aún Santiago cierra España,
aún está el Pilar en pie»
Son nuestras grandes tradiciones religiosas y nacionales: la predicación de Santiago y la venida de la Señora en carne mortal hasta la orilla del Ebro. Sin una y otra no puede entenderse ni puede subsistir España.
¡Qué bien lo entendía Pío XI, dirigiéndose a otro Congreso mariano de Zaragoza, el del año 1954!:
«Y tú -oh Zaragoza- no serás ya insigne por tu privilegiada posición, por tu cielo purísimo o por tu rica vega; no lo serás por tus magníficos edificios, donde galantemente se salta, sin desentonar, de los primeros mozárabes a las elegancias platerescas; no lo serás por haber oído el paso cadencioso de las legiones romanas o por el aliento indomable que te sostuvo «siempre heroica» en los heroicos Sitios; lo serán por tu tradición cristiana, por tus Obispos, Félix, en pluma de San Cipriano, «fidei cultor ac defensor civitatis», San Valero y San Braulio; por santa Engracia y los Mártires innumerables, a los cuales podemos añadir el santo niño, embellecido también con la púrpura de su sangre, Dominguito del Val; lo serás, sobre todo, por esa columna contra la cual, rodando los siglos, como contra la roca inconmovible que, en el acantilado, desafía y doma las iras del mar, se romperán las oleadas de las herejías en el período gótico, las nuevas persecuciones de la dominación arábiga y la impiedad de los tiempos nuevos, resultando así el cimiento inquebrantable, inexpugnable validar e insuperable ornamento, no sólo de una nación grande, sino también de toda una dilatada y gloriosa estirpe. ‘Yo he elegido y santificado esta casa -parece decir Ella desde su Pilar- para que en ella sea invocado mi nombre y para morar en ella por siempre’ (crf. 2 paral. 7. 16); y toda la Hispanidad, representada ante la Capilla angélica por sus airosas banderas, parece que le responde: ‘Y nosotros te prometemos quedar de guardia aquí, para velar por tu honra, para serte siempre fieles y para incondicionalmente servirte».
Como lo entendieron Palafox, cuando la guerra de la Independencia, y Mola durante la Cruzada nacional, y Francisco Franco, vencedor del comunismo, centinela de Europa y la espada más limpia del mundo.
A una de esas visitas de Franco al Pilar, aluden estor versos de Joaquín San Nicolás:
«Y los labios de Franco la besaron
como se besa a un niño en el pañal.
El beso del Caudillo cayó al manto,
como una perla más.
¿Qué te diría Franco, Madre mía,
cuando llegó a tu altar?
¡Qué beso por España el beso suyo
que no se borra ya!
La voz y el beso del Caudillo ilustre
en Aragón sonaron y aquí están.
Hoy digo con mis maños
¡que Dios te guarde Franco, y que te ayude
la Virgen del Pilar!
De pie, como tu pueblo, como España,
como tres mil banderas y un afán,
como tu brazo en alto, esté la Virgen,
igual. Caudillo, igual».
La España de hoy está otra vez en combate. Tenemos que afirmar las ideas para la lucha, la voluntad de ser frente a la dispersión de la Patria, el concepto de Nación como herencia y tierra de los padres frente a la Nación como patrimonio y contrato, y la voluntad del pueblo frente a la soberanía de los fabricantes de opinión.
Los Estatutos han sido aprobados en la farándula del liberalismo y son antinacionales, anticonstitucionales y antidemocráticos.
No olvidemos la víspera de una conmemoración histórica, la del discurso de José Antonio en el Teatro de la Comedia.
Si aquel tiempo era difícil, mucho más difícil y decisivo es el nuestro. Si para aquél hacían falta hombres mitad soldados y mitad monjes, con mucha más urgencia y necesidad los precisamos ahora.
En la narración evangélica de esta dominica, el ciego Bartineo se nos muestra pidiendo limosna. A mi juicio, más que limosna de pan pide una limosna de luz. Y eso es lo que pide el pueblo español, hambriento y cegado. Si con mis palabras he hecho un poco de luz, bendito sea Dios y bendita sea la Virgen del Pilar.
¡VIVA CRISTO REY! ¡ARRIBA ESPAÑA! ¡ADELANTE ESPAÑA!